¡Feliz
cumpleaños, Mamá!
Hoy cumpliría 86 años la
mujer con los ojos verdes más hermosos, profundos, sinceros, cálidos y
acogedores que yo haya mirado: los mismos ojos que por primera vez me miraron
en la vida, los mismos ojos que -hace ya cinco meses- dejaron de mirar para
siempre y por eso ya nunca más me volverán a mirar.
Cuando mi mamá nació, Quibdó rondaba los
30.000 habitantes y su perímetro urbano estaba conformado por los barrios “la Yesquita (Bebaracito, Pacurita y
Chipi-Chupe), la Yesca Grande (Chambacú, Panamá y Caicedo y Cuero), Belén de
Judea (Chicharronal y el sitio de Betecito), Alameda Reyes (Boca de Cangrejo,
Munguidocito, Tres Brincos y Pantanito), Barrio Norte (Roma), Barrio La
Carretera (La carretera interoceánica hoy llamada Avenida Istmina), Barrio del
Centro: que es el núcleo de las calles y carreras donde se ejercitan las
actividades comerciales. La ciudad está dividida en la actualidad [N.B.:
año1933,] en 13 calles y 9 carreras, sin
tener en cuenta las de algunos barrios insuficientemente demarcados…”[1].
Avisos de la época publicados en el periódico ABC. Tomados de: http://www.archivofotograficodelchoco.com/comercio.html |
Aviso de la época publicado en el periódico ABC. Tomado de: http://www.archivofotograficodelchoco.com/comercio.html |
En ese momento, en Quibdó había fábricas de
jabones, de gaseosas, de baldosas, de hielo y de velas. La oferta comercial de
la ciudad era tan variada como internacional, gracias a la relativa facilidad
con la que llegaban toda clase de artículos importados de Europa, del Gran Caribe
y de los Estados Unidos. Zapatos y telas, licores y enlatados, cigarrillos y
tabacos, maquillaje y perfumes, salsas y condimentos, porcelanas y cristalería,
arroz y cemento, etc., viajaban en las embarcaciones que hacían la ruta entre
Cartagena y Quibdó, procedentes de allá o de Barranquilla. El cargamento de los
barcos incluía también música mexicana y cubana, de cuya reinterpretación nació
el son chocoano y los músicos locales le infundieron aires atrateños al mágico
y universal bolero, convirtiendo ambos ritmos en exquisita y apetecida materia
prima de las cadenciosas serenatas que adornaban la penumbra y el silencio de
aquellas noches quibdoseñas pobladas de leyendas, de amores furtivos y recónditas
ilusiones, de guitarras portentosas y silencios monumentales. Así me lo contaba
mi mamá, cuando yo era un niño que la acompañaba en la cocina o mientras ella
cosía en su máquina Singer de toda la vida; orgullosa y nostálgica de los tiempos de la Intendencia, de los
cuales alcanzaron a tocarle 15 años.
La Intendencia estaba celebrando 25 años de
haber sido erigida y tenía aproximadamente 100.000 habitantes cuando mi mamá
nació. Para entonces, debido al declive de la producción rusa, el Chocó había
llegado a ser el primer productor mundial de platino, un metal que -de ser
desechado por tratarse de oro biche- se había transmutado en materia prima apetecida
y cada vez más solicitada por las entonces incipientes industrias electrónica y
aeroespacial, así como para la fabricación de aviones y armas, y -en términos
generales- para la producción de todo tipo de elementos que necesitaran alta
resistencia al calor; ya que el platino se caracteriza por su gran dureza, por
tener un punto de fusión elevado y por su gran capacidad de conducción
eléctrica.
Habían pasado pocos días de la celebración
de los primores de quinceañera de mi mamá, en 1947, cuando la Intendencia fue
ascendida a Departamento, por obra y gracia de una pléyade de chocoanos ejemplares
y honestos que se habían organizado y movilizado en pro de lo que consideraban
la más justa causa.
“La primera mitad del
siglo XX fue un período de grandes cambios en el Chocó. En materia político
administrativa, en 1907 se constituyó la Intendencia del Chocó, la cual cuarenta
años después, en 1947, fue elevada a departamento. Algunos estudios han coincidido
en afirmar que el departamento vivió un auge relativo durante las tres primeras
décadas del siglo XX. En este período se consolidó la explotación de oro y platino
por parte de compañías extranjeras, las cuales, gracias al uso de dragas en su explotación,
aumentaron significativamente la productividad. Adicionalmente, se registraron
algunos intentos de desarrollo agroindustrial como el ingenio de Sautatá, se consolidó
una importante actividad comercial a través del río Atrato y se generó una pequeña
industria en Quibdó para atender el mercado local. Sin embargo, gran parte de este
auge se frenó durante los años cuarenta y el departamento terminó la primera mitad
del siglo XX con un estancamiento relativo significativo, en el cual ha permanecido
hasta la fecha”[2].
Nació, pues, mi mamá en una de las épocas
más productivas, brillantes y talentosas de la historia de las tierras
quibdoseña y chocoana, aunque también de mayor inequidad y exclusión por
motivos socioeconómicos y raciales. Una
época en la que Quibdó llegó a ser una ciudad literalmente cosmopolita e
interconectada con el mundo:
“Varias
razones ayudan a explicar el curioso esplendor de un lugar orillero, entre la
selva chocoana y las aguas torrentosas de un río. Mientras en el siglo XIX la
tagua y el caucho atrajeron a los comerciantes foráneos, a comienzos del XX
fueron el oro y el platino. Sobre todo, este último, pues luego de la revolución
bolchevique, en Rusia, las minas de este metal dejaron de explotarse en los
montes Urales. Entonces se supo que había un villorrio perdido en las selvas de
Suramérica, donde había platino como agua. Ansiosos por explorar estas vetas,
llegaron colonos ingleses, alemanes, putas y aventureros, pero también un
número apreciable de ciudadanos siriolibaneses que se afincaron por esos
contornos para fundar industrias, comprar metales, vender enseres y abalorios,
o montar flotas de navegación entre Quibdó y Cartagena, por el norte; o hacia
Condoto, Istmina o Andagoya, el enclave minero, por el sur.
A pesar de
que en las primeras décadas del veinte, desde el gobierno de Rafael Reyes,
Chocó era considerado solo una intendencia, con el carácter marginal que este título
le imponía, en la práctica estaba más conectado con el mundo que Medellín.
Desde el siglo XIX ya había imprenta en Quibdó, y se publicaban periódicos como
Ecos del Atrato o la revista Chocó.
Mientras la
red de carreteras y la del ferrocarril apenas comenzaban en el país, los viajes
fluviales eran obligatorios para ingresar desde el Caribe al interior, por el
Atrato; o para salir, desde los Llanos Orientales hacia el Atlántico, por el
río Orinoco.
Para ilustrar
estos contrastes, basta pensar que traer un piano hasta Antioquia implicaba
transportarlo por el Magdalena hasta Puerto Berrío, luego en tren hasta el
Nare, hacer transbordo en mulas hasta el Nus, y luego retomar los rieles hasta
la Villa de la Candelaria. Así, una capital como Medellín era una periferia al
lado de Quibdó que tenía el acceso expedito, y albergaba cada vez más gente de
toda laya y condición”.[3]
De tan asombrosa época datan los afectos que
mi mamá, por los motivos más tristes del mundo, construyó con sus hermanos de
crianza: Imelda, Ludivina, Chepa, Ángel, Juancho y Héctor, los seis hijos del
matrimonio de Don Ángel Velasco y Doña Cándida Mosquera de Velasco, su madrina,
quien después del fallecimiento de la mamá de mi mamá, cuando mi mamá tenía
solamente dos o tres años de nacida, recibió el encargo de criarla. Doña
Cándida era hermana, entre otros, de Manuel Mosquera Garcés, de quien mi mamá
siempre me dijo que era una de las personas más inteligentes que había dado el
Chocó en toda su historia.
Mi abuela Dioselina, a quien por obvias e
infaustas razones no conocí, había llegado procedente de Cáceres, un pueblo
minero del Bajo Cauca, y tenía un restaurante en donde se alimentaban gran
parte de las decenas de viajeros que pasaban por Quibdó o de los foráneos que en
la ciudad vivían temporalmente por razones de oficio o encargo. Producto de una
caída, desde lo alto de una paliadera[4],
mi abuela murió y entonces el papá de mi mamá decidió pedirle a la madrina que
lo ayudara con su crianza, como en esa época se acostumbraba, ya que los gajes
de su oficio incluían ser un permanente viajero y él no creía conveniente andar
con una niña del timbo al tambo. Luis Carlos se llamaba mi abuelo y era un costeño
sabanero de San Marcos (Sucre) que vino a Quibdó como telegrafista. Con los
ojos llorosos, mi mamá evocaba siempre lo hermosas que eran las cartas que él
le escribía, cuando de Quibdó fue trasladado a otros destinos, y que su madrina
Cándida le leía. Que le decía que la quería mucho, me contaba mi mamá cada vez
que hablábamos de su infantil soledad, con un sentimiento que tenía muchísimo
menos de remembranza que de consuelo para su orfandad; como cuando me decía,
cada vez que la veía, que la cara de Mercedes Sosa le recordaba la de su mamá.
De esa misma época datan amistades de toda
su vida, como Marina Mejía; Astrid y Nicéfora Henao; la Nena Ricard; Glory,
Elvira y Zulma Couttin; Zulma y María Morantes, entre otras que ahora recuerdo
y a quienes desde muy niño conocí y con varios de cuyos hijos también desde
niño compartí… Y así podría seguir cronológicamente escarbando la historia de
cada época en la que vivió mi mamá, y recordar, por ejemplo, que ella tenía
doce años cuando se inauguró la trocha de Quibdó a Bolívar (Antioquia), cuya
construcción, que aún no termina, duró tres cuartos de siglo, como lo registró
en su momento Lisandro Mosquera Lozano en un artículo en el ABC, periódico de
circulación diaria, que llegó a tener una edición matutina y otra vespertina. Y
que en ese mismo año se inauguró el servicio de carga y pasajeros de Transportes
Chocó… O mencionar que a mi mamá le tocó ver los hidroaviones acuatizando en el
Atrato; o la construcción del “Ocho Pisos”, la Catedral, el Palacio Episcopal,
las “Cinco Quintas”, el viejo hospital y el cementerio, el Carrasquilla y la
Normal…
Pero, es que ha pasado mucha agua bajo el
puente de García Gómez desde aquellos años; tanta que ya ni siquiera existe La
Yesca de sus años y de los míos, y nos quedan solamente los recuerdos de
aquellos paseos suyos de juventud y de nuestras expediciones en balsa de la
infancia. De modo que es mejor que me detenga aquí y que, en lugar de que sea
mi mamá quien me cuente la historia a partir de sus recuerdos, como en una de
nuestras conversaciones sobre el pasado quibdoseño y chocoano, sea yo quien
hoy, en el día del primer cumpleaños que ella no puede celebrar, con un
sentimiento que tiene muchísimo menos de remembranza que de consuelo para mi
orfandad, le diga un par de cosas por las cuales jamás la olvidaré.
Declaro
sin ambages que la palabra valentía rima perfectamente con su vida, que
heroísmo es sinónimo de Usted y que a su ser sustantivo le lucen todos los
adjetivos sinónimos de admirable que existen en los diccionarios de la
asociación de academias de la lengua española. ¡Feliz
cumpleaños, Mamá!
[1] Aristo Velarde. Periódico ABC, 1933. Citado en: González Escobar,
Luis Fernando. QUIBDÓ, Contexto histórico, desarrollo urbano y patrimonio
arquitectónico. Centro de publicaciones Universidad Nacional de Colombia Sede
Medellín. Primera edición: febrero 2003. 362 pp. Pp. 190-191
[2] Bonet, Jaime. ¿Por qué es
pobre el Chocó? Documentos de trabajo sobre Economía Regional N° 90. Abril,
2007. Banco de la República. Centro de estudios económicos regionales, CEER.
Cartagena. 60 pp. Pp. 12-13 Consultado
en: http://www.banrep.gov.co/docum/Lectura_finanzas/pdf/DTSER-90.pdf
[3] Mora Meléndez, Fernando. Quibdó cosmopolita. Universo Centro N° 88,
julio 2017. Consultado en: https://www.universocentro.com/NUMERO88/Quibdocosmopolita.aspx
[4] El Arquitecto Luis Fernando González Escobar, en su ensayo
“Evolución histórica de la arquitectura en madera en el Chocó”, describe, define
y caracteriza así la parte de la casa tradicional chocoana llamada paliadera:
“Es bueno destacar la parte posterior, pues es una especie de corredor y
terraza de actividades múltiples, la cual se denomina
“paliadera”; un espacio tan particular de la arquitectura chocoana, que se
encuentra aun en las viviendas más urbanas, que permite su utilización como
zona húmeda -lavado y tendido de ropas, lavado de los utensilios de cocina e
incluso como ducha-, o como [zona] de cultivo, pues se colocan ollas u otros
recipientes para sembrar plantas medicinales o para aliño en la cocina.
Un escrito hermoso, emotivo e íntimo, al tiempo que resalta y da cuenta de hechos históricos importantes de nuestra tierra chocoana en sus tiempos gloriosos. Gracias Julio César
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