23/06/2025

 Saudade de cumpleaños 

*Quibdó, 1970 (ca.). FOTO: Alberto Saldarriaga-Colección fotográfica. Banco de la República-Biblioteca Virtual.

El mar quedaba tan lejos como ahora, aunque entonces era más inaccesible. Sin embargo, teníamos la ilusión de poder oír sus rumores -cada vez que quisiéramos- poniéndonos en el oído las caracolas con las que se cuñaban las puertas de las casas para impedir que el viento o el desnivel las entornaran poco a poco o las cerraran de golpe.

Los ríos y las quebradas, límpidos, frescos, abundantes, rodeados de montes inconmensurables, sí los teníamos a unos cuantos pasos, a nuestro alcance y disposición. Formaban parte de nuestras vidas desde la más tierna infancia, cuando en los veranos más severos había que ir en familia hasta alguno de ellos para bañarse, para lavar la ropa y acarrear algo de agua para las casas; o cuando en la escuela nos llevaban de paseo.

Nos encantaban aquellas caminadas y aquellos paseos escolares. Apenas entrados a primerito de escuela, nos llevaban a nuestra primera caminada: un recorrido a pie hasta el aeropuerto El Caraño, para que conociéramos los aviones, nos asombráramos de su tamaño y los viéramos volar, aterrizar y despegar; para que nos sorprendiéramos contemplando a los viajeros con sus zapatos lustrosos y sus trajes completos de corbata incluida y a las viajeras con vestidos tan elegantes y zapatos tan sofisticados que parecían sacados de un figurín -o revista de modas- de los que usaban las modistas para idear con sus clientas los modelos que para ellas coserían. ¡Adiós, papá, adiós, mamá!, habíamos aprendido a gritarle a los aviones cuando pasaban, dos o tres veces al día, volando casi a la altura de donde se elevaban nuestros barriletes en las vacaciones. Ahora que los conocíamos de cerca y habíamos visto cómo había que vestirse para viajar en ellos, quedaba decidido que así vestiríamos en adelante al papá y a la mamá para su viaje imaginario en uno de aquellos aviones de Avianca con destino a Bogotá.

Años tras año, en la Escuela Anexa a la Normal Superior de Quibdó, las caminadas iban incrementando su distancia. De aquel recorrido al aeropuerto, que aunque quedaba en el mismo sitio que hoy era más lejos ayer, pasábamos a una caminada hasta La Platina, hermosa y acogedora quebrada, con playas de balastro y de arena fina, en el camino hacia La Troje y Tutunendo. Después hasta los puentes -que siempre nos maravillaban por su solidez- de los ríos Cabí y Tanando, en la vía hacia Istmina; y más adelante hasta el puente de tablones de la quebrada Duatá, en el camino hacia Guayabal, y hasta el propio pueblo de Guayabal, cuando ya éramos unos caminantes duchos, es decir, cuando ya teníamos 11 años y estábamos en 5° de primaria.

Además de la frescura del agua corriente y cristalina, aquellas expediciones tenían el encanto de los manjares que llevábamos en portacomidas o en ollas pequeñas de aluminio y que, llegada la hora, cuando los maestros nos lo indicaban, devorábamos y compartíamos entre todos los del salón. A ello se sumaba la fascinación de hallar siempre comida adicional, una especie de postre: coronillas, guayabas, uvas de monte de esas que nos dejaban morados las encías y los dientes, churimas y guamas, o tarros de caña dulce y caña agria y pepas de árbol del pan o chontaduros capones, a veces zapotes y hasta lulos con sal, que casi siempre nos regalaba la gente a la que saludábamos en las carreteras o en los lugares.

FOTO: Archivo fotográfico
y fílmico del Chocó.

De aquellas correrías escolares aprendimos, por obra y gracia de la enorme capacidad pedagógica de maestros como Roger Hinestroza Moreno, la importancia de la tradición y de los viejos como portadores de la misma.[1] Llegados, por ejemplo, a Guayabal o a Tutunendo (donde el paseo sí era en carro, en una linea o bus de escalera) y se hacía casi siempre con motivo de la finalización del año lectivo -de modo previo al baño en el río o en la quebrada-, el profesor Roger nos reunía en torno a la persona más vieja del pueblo que le hubiera sido posible localizar. El señor o la señora, desde su banqueta rústica o su silla mariapalito, en la puerta de entrada a su casa y a petición del profesor, nos contaba de modo sucinto el origen del pueblo, sus fundadores y su fundación, y nos relataba una que otra historia sobre el monte y el río, la comida y el trabajo, las fiestas y la familia, e incluso sobre el famoso Mohán de Ichó… Nada perturbaba el silencio de aquel grupo de escolares reunidos en torno a un griot. Además de su voz -que por tenue que fuera todos alcanzábamos a percibir- únicamente se oían de fondo las voces del monte, el murmullo del río y las conversaciones asordinadas, distantes, que en ese mismo momento ocurrían en otras casas del poblado, en algún juego callejero de niños o en las canoas que cada tanto pasaban por el río… Al final, como nos lo había indicado previamente el maestro, le dábamos las gracias al narrador, empezábamos a probar la comida que habíamos llevado y salíamos chonteados hacia el río, donde a los alumnos más grandes, que ya sabían nadar bien, les encomendaban la misión de ayudar a cuidar a los más pequeños, que apenas empezaban a aprender.

A través de esas tempranas experiencias, fue mucho lo que aprendimos de geografía, historia, ciencias naturales y español de nuestra región. Por lo visto, y aunque así no fuera en realidad, terminamos pensando, por ejemplo, que en Quibdó estábamos -como en la definición de isla que nos habían enseñado en la escuela- rodeados de agua por todas partes: Cabí, Quito, Atrato, Neguá, Munguidó, La Yesca, La Aurora, El Caraño, Tanando, Samurindó, Duatá, Hugón, Tutunendo, Ichó, La Cascorva… Y hasta concluimos que, a diferencia de las islas en la definición escolar,  el agua nos rodeaba también por arriba, pues llovía a cántaros durante noches y días la mayor parte del año; lo cual tenía mucho de épica hermosura, por los sonidos del agua sobre los techos de zinc, que terminaban arrullando las noches y conduciéndonos al sueño; por los enormes, voluminosos y gruesos chorros de agua que caían de las canales de las casas, bajo los cuales nos bañábamos a la hora que fuera; por el grosor de los hilos de agua que formaban las cortinas líquidas que descendían desde los techos y por la abundancia inconmensurable de agua, que contrastaba con la desértica y dramática escasez de los veranos; los cuales, sin embargo, traían su propia abundancia: la del pescado, que -a principios de año, hasta la semana santa, y a mediados y finales de año, cuando ya estábamos en vacaciones- inundaba puntualmente el mercado orillero de Quibdó y los desayunos, almuerzos y comidas de todas las mesas de todas las casas de todas las calles de todos los barrios de todo el pueblo, donde siempre había pescado fritándose o cociéndose en una sopa con queso, así como un horno o unas brasas asando un bocachico o un dentón... Desde aquellos tiempos tan memorables como inmemoriales, aprendimos a bañarnos en el aguacero por las calles de Quibdó, a defendernos nadando en los ríos y quebradas, y a comer pescado en todo tipo de preparaciones y a todas las horas del día, incluyendo las fritangas de sardina rabicolorada que hacíamos por nuestra propia cuenta en las famosas bodas o comidas colectivas preparadas en grupos de amigos. Siempre, así acabáramos de darle mate a uno de esos banquetes, pensábamos que comer pescado era una de las mejores cosas de la vida y que ojalá fuera posible hacerlo durante todo el año y por el resto de la vida.

Los aguaceros, casi siempre diluviales; las tempestades, para conjurar las cuales se tapaban los espejos porque atraían los rayos, se invocaba a Santa Bárbara y se quemaban ramos benditos de la semana santa; y los diluvios imparables, que inundaban el pueblo entero, convertían las idas a la escuela y los regresos de la misma en pequeñas odiseas. De manera que, desde los 6 o 7 años, debíamos aprender y practicar habilidades de trote y carrera de escampadero en escampadero, de andén en andén, de casa en casa; con hojas grandes de mafafa por paraguas o con sombrillas generalmente destartaladas bajo las cuales nos acomodábamos los que podíamos, dejando a veces por fuera al dueño. Los cuadernos los resguardábamos por dentro del uniforme (un overol de tela de diablo fuerte, con tirantas y pechera, y una camisa blanca), teniendo la precaución de acomodar antes sus forros plásticos para que los cubrieran en su totalidad. En los aguaceros más fuertes, los maestros nos permitían asistir a la escuela con charangas Panam, unos zapatos de plástico baratos que nos compraban -porque no teníamos más- para evitar que tuviéramos que utilizar los Grulla negros del uniforme diario o los champios, que eran unos tenis ordinarios, de lona y caucho, que se usaban para el uniforme de educación física y deportes (una pantaloneta y una camiseta coloridas), cuya confección sobre medidas, en una tela que se llamaba falla, estaba a cargo de modistas como mi mamá. Y también nos daban permiso, si el aguacero había empezado cuando salíamos de nuestras casas, de llevar únicamente el cuaderno de tareas, con el compromiso de poner al día los cuadernos de cada materia en cuanto regresáramos a nuestras casas. Eso siempre lo agradecimos, así como siempre nos preguntamos de qué modo habían llegado los maestros a la escuela en medio de esos diluvios.

FOTOS: Wikipedia y El Guarengue.
Aquellas puertas de aquellas casas donde crecimos, cuyas cuñas de caracolas hicieron posible que nos imagináramos el mar, y aquellas ventanas -cuando las había-, frente a las cuales pasaba la vida y uno se asomaba a verla pasar, se abrían del todo desde que amanecía y únicamente se cerraban en las noches, a la hora de dormir, con tranca de madera por dentro; o por fuera, en el día, con candado, con nudos ciegos en alambre o en una cuerda o en un retazo de tela, cuando no iba a quedar nadie en la casa, por razones propias de cada uno o por motivos comunes a todos, como los desfiles, procesiones y comparsas de las fiestas patronales, los desfiles olímpicos de los colegios, los sepelios y novenas y otros actos especiales. En esos casos, la casa se les encomendaba a los vecinos, a quienes se explicaba con detalles el motivo de la ausencia y se les pedía que le echaran ojo. Un ojo muchas veces innecesario, pues más de una vez hubo puertas que amanecieron abiertas después de una noche y una madrugada de jolgorio y anisado, con o sin baile, sin que la casa sufriera percance alguno; y más de una vez la puerta solamente se ajustaba o entornaba porque la gente iba a estar cerca, en el vecindario; sin que nunca pasara nada. Además, con esos mecanismos tan precarios de seguridad, casi que daba lo mismo dejar las puertas abiertas; ya que por lo general, para evitar costos impagables, se usaban candados de bajo precio, cuyos mecanismos de seguridad eran tan elementales que se podían abrir hasta con una llave de hojalata de esas con las que se abrían los tarros de avena Quaker o los de salchichas Zenú.

Quibdó-Carrera 4a. entre calles 25 y 26.
Casa de Raúl Cañadas. FOTO: Archivo
fotográfico y fílmico del Chocó

Y bueno, pues qué más daba, si no era mucho lo que había de robar en nuestras casas y a los pocos ladrones que había en el pueblo todo el mundo los conocía por su nombre o por su apodo y los mayores sabían dónde vivían y a qué familias cada uno de ellos pertenecía. Del mismo modo que los policías del pueblo eran tan poquitos y tan conocidos que a todos les sabíamos los nombres, mejor dicho: los apellidos; de todos conocíamos las maestras con quienes se habían casado y estudiábamos con sus hijos en las escuelas. A todos y a cada uno sabíamos de qué modo temerles, saludarlos o hablarles o, como en el caso del sargento que dirigía la Correccional de Tanando, cómo evitarlos; no fuera a ser que, a diferencia de los que simplemente sacaban a los menores de edad de los billares y cuando más los llevaban un par de horas a la Inspección permanente de policía o a los patios del Comando para ponerlos a hacer aseo en sus pútridos orinales y tazas sanitarias, a desyerbar patios o a recoger basuras; se le ocurriera a este alzarse con uno o varios de nosotros para ese sitio de reclusión de menores, que era el coco de los muchachos en aquella época, cuando muchos de los padres amenazaban a sus hijos -como  si desobedecer fuera un delito- con que se los iban a entregar al sargento para que se los llevara a Tanando, a ver si allá sí los disciplinaban... Esta amenaza, que provocaba en los muchachos sustos reales y más grandes de lo que se imaginaban los adultos, era el equivalente de aquella en la que nos decían -cuando éramos más pequeños- que si no hacíamos esto o lo otro nos iban a regalar a los cholos para que nos llevaran a vivir con ellos… Tendría que pasar mucho tiempo para que dejáramos de cruzarle calles al sargento y de huirle a los cholos; y para que un día termináramos jugando billar en un establecimiento de propiedad de él y defendiendo la organización y la causa social de ellos.

En Quibdó, ya las puertas de las casas no se cuñan con caracolas y solamente se dejan abiertas si las protege un enrejado de hierro cerrado con llave. Ojalá que, por lo menos, en el fondo de las caracolas vivan aún los rumores del mar.


[1] Acerca de su admirable e inolvidable capacidad de innovación pedagógica, se puede leer en El Guarengue El Profesor Roger (28 de enero 2019):

https://miguarengue.blogspot.com/2019/01/el-profesor-roger-historia-nada-tan.html

10 comentarios:

  1. Que belleza de texto colega, que belleza. Vivir en ese Quibdó tranquilo y seguro fue algo mágico. Duro contraste con este Quibdó de ahora en el que ya la gente no se reconoce, las casas están enrejadas, las quebradas son cloacas y la gente ya no se muere de repente.

    Las gracias de un exnormalista por la belleza de tus textos. ¡Abrazo grande colega!

    Wagner Mosquera Palacios

    ResponderBorrar
  2. Maravillosa narrativa de un pueblo cualquiera del Chocó. Tiempos que no volverán, lamentablemente.

    ResponderBorrar
  3. Excelente Julio. Leerlo es una invitación a la nostalgia por esa tierra hermosa.

    ResponderBorrar
  4. Hermosa descripción Julio.

    ResponderBorrar
  5. Excelente Julio. Una invitación a la nostalgia. Eso que usted relata con amenidad y lujo de detalle, describe nuestro día a día en esa ya lejana juventud,

    Pacho Valderrama

    ResponderBorrar
  6. Hola Julio César, gracias por esos dibujos reales de nuestras vidas. y éramos felices muy felices. Qué bellezura de pueblo tuvimos. Saludos.

    Jorge Valencia Valencia

    ResponderBorrar
  7. Como para titular: vida cotidiana en Quibdó años 70s
    Muy bien esa Julio por registrar nuestra vida de infancia.

    Jesús Alito Mena Ortiz

    ResponderBorrar
  8. Leyendo este ensayo muy bueno y de rica recordación para mí , porque los pueblos del Pacífico teníamos una cultura casi igual con muy pocas variantes , es como si hiciera un viaje en el tiempo...

    Mary Grueso

    ResponderBorrar
  9. Gracias, mil gracias.
    A esos gratos recuerdos de nuestra vida pasada, imposibles de olvidar, no les faltó “ni una coma”: fiel copia de su original
    “Lo que se siembra en la conciencia, crea fuerza”

    ResponderBorrar
  10. Ese es el Quibdó en el que fui mas feliz como hijo de familia, con mi overol de anexo, y en muchos de los espacios tan bien contados por Julio Cesar.

    ResponderBorrar

Sus comentarios son siempre bienvenidos. Gracias.