Saudade de cumpleaños
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*Quibdó, 1970 (ca.). FOTO: Alberto Saldarriaga-Colección fotográfica. Banco de la República-Biblioteca Virtual. |
Los ríos y las quebradas, límpidos, frescos, abundantes, rodeados de montes inconmensurables, sí los teníamos a unos cuantos pasos, a nuestro alcance y disposición. Formaban parte de nuestras vidas desde la más tierna infancia, cuando en los veranos más severos había que ir en familia hasta alguno de ellos para bañarse, para lavar la ropa y acarrear algo de agua para las casas; o cuando en la escuela nos llevaban de paseo.
Nos encantaban aquellas caminadas y aquellos paseos escolares. Apenas entrados a primerito de escuela, nos llevaban a nuestra primera caminada: un recorrido a pie hasta el aeropuerto El Caraño, para que conociéramos los aviones, nos asombráramos de su tamaño y los viéramos volar, aterrizar y despegar; para que nos sorprendiéramos contemplando a los viajeros con sus zapatos lustrosos y sus trajes completos de corbata incluida y a las viajeras con vestidos tan elegantes y zapatos tan sofisticados que parecían sacados de un figurín -o revista de modas- de los que usaban las modistas para idear con sus clientas los modelos que para ellas coserían. ¡Adiós, papá, adiós, mamá!, habíamos aprendido a gritarle a los aviones cuando pasaban, dos o tres veces al día, volando casi a la altura de donde se elevaban nuestros barriletes en las vacaciones. Ahora que los conocíamos de cerca y habíamos visto cómo había que vestirse para viajar en ellos, quedaba decidido que así vestiríamos en adelante al papá y a la mamá para su viaje imaginario en uno de aquellos aviones de Avianca con destino a Bogotá.
Años tras año, en la Escuela Anexa a la Normal Superior de Quibdó, las caminadas iban incrementando su distancia. De aquel recorrido al aeropuerto, que aunque quedaba en el mismo sitio que hoy era más lejos ayer, pasábamos a una caminada hasta La Platina, hermosa y acogedora quebrada, con playas de balastro y de arena fina, en el camino hacia La Troje y Tutunendo. Después hasta los puentes -que siempre nos maravillaban por su solidez- de los ríos Cabí y Tanando, en la vía hacia Istmina; y más adelante hasta el puente de tablones de la quebrada Duatá, en el camino hacia Guayabal, y hasta el propio pueblo de Guayabal, cuando ya éramos unos caminantes duchos, es decir, cuando ya teníamos 11 años y estábamos en 5° de primaria.
Además de la frescura del agua corriente y cristalina, aquellas expediciones tenían el encanto de los manjares que llevábamos en portacomidas o en ollas pequeñas de aluminio y que, llegada la hora, cuando los maestros nos lo indicaban, devorábamos y compartíamos entre todos los del salón. A ello se sumaba la fascinación de hallar siempre comida adicional, una especie de postre: coronillas, guayabas, uvas de monte de esas que nos dejaban morados las encías y los dientes, churimas y guamas, o tarros de caña dulce y caña agria y pepas de árbol del pan o chontaduros capones, a veces zapotes y hasta lulos con sal, que casi siempre nos regalaba la gente a la que saludábamos en las carreteras o en los lugares.
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FOTO: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó. |
A través de esas tempranas experiencias, fue mucho lo que aprendimos de geografía, historia, ciencias naturales y español de nuestra región. Por lo visto, y aunque así no fuera en realidad, terminamos pensando, por ejemplo, que en Quibdó estábamos -como en la definición de isla que nos habían enseñado en la escuela- rodeados de agua por todas partes: Cabí, Quito, Atrato, Neguá, Munguidó, La Yesca, La Aurora, El Caraño, Tanando, Samurindó, Duatá, Hugón, Tutunendo, Ichó, La Cascorva… Y hasta concluimos que, a diferencia de las islas en la definición escolar, el agua nos rodeaba también por arriba, pues llovía a cántaros durante noches y días la mayor parte del año; lo cual tenía mucho de épica hermosura, por los sonidos del agua sobre los techos de zinc, que terminaban arrullando las noches y conduciéndonos al sueño; por los enormes, voluminosos y gruesos chorros de agua que caían de las canales de las casas, bajo los cuales nos bañábamos a la hora que fuera; por el grosor de los hilos de agua que formaban las cortinas líquidas que descendían desde los techos y por la abundancia inconmensurable de agua, que contrastaba con la desértica y dramática escasez de los veranos; los cuales, sin embargo, traían su propia abundancia: la del pescado, que -a principios de año, hasta la semana santa, y a mediados y finales de año, cuando ya estábamos en vacaciones- inundaba puntualmente el mercado orillero de Quibdó y los desayunos, almuerzos y comidas de todas las mesas de todas las casas de todas las calles de todos los barrios de todo el pueblo, donde siempre había pescado fritándose o cociéndose en una sopa con queso, así como un horno o unas brasas asando un bocachico o un dentón... Desde aquellos tiempos tan memorables como inmemoriales, aprendimos a bañarnos en el aguacero por las calles de Quibdó, a defendernos nadando en los ríos y quebradas, y a comer pescado en todo tipo de preparaciones y a todas las horas del día, incluyendo las fritangas de sardina rabicolorada que hacíamos por nuestra propia cuenta en las famosas bodas o comidas colectivas preparadas en grupos de amigos. Siempre, así acabáramos de darle mate a uno de esos banquetes, pensábamos que comer pescado era una de las mejores cosas de la vida y que ojalá fuera posible hacerlo durante todo el año y por el resto de la vida.
Los aguaceros, casi siempre diluviales; las tempestades, para conjurar las cuales se tapaban los espejos porque atraían los rayos, se invocaba a Santa Bárbara y se quemaban ramos benditos de la semana santa; y los diluvios imparables, que inundaban el pueblo entero, convertían las idas a la escuela y los regresos de la misma en pequeñas odiseas. De manera que, desde los 6 o 7 años, debíamos aprender y practicar habilidades de trote y carrera de escampadero en escampadero, de andén en andén, de casa en casa; con hojas grandes de mafafa por paraguas o con sombrillas generalmente destartaladas bajo las cuales nos acomodábamos los que podíamos, dejando a veces por fuera al dueño. Los cuadernos los resguardábamos por dentro del uniforme (un overol de tela de diablo fuerte, con tirantas y pechera, y una camisa blanca), teniendo la precaución de acomodar antes sus forros plásticos para que los cubrieran en su totalidad. En los aguaceros más fuertes, los maestros nos permitían asistir a la escuela con charangas Panam, unos zapatos de plástico baratos que nos compraban -porque no teníamos más- para evitar que tuviéramos que utilizar los Grulla negros del uniforme diario o los champios, que eran unos tenis ordinarios, de lona y caucho, que se usaban para el uniforme de educación física y deportes (una pantaloneta y una camiseta coloridas), cuya confección sobre medidas, en una tela que se llamaba falla, estaba a cargo de modistas como mi mamá. Y también nos daban permiso, si el aguacero había empezado cuando salíamos de nuestras casas, de llevar únicamente el cuaderno de tareas, con el compromiso de poner al día los cuadernos de cada materia en cuanto regresáramos a nuestras casas. Eso siempre lo agradecimos, así como siempre nos preguntamos de qué modo habían llegado los maestros a la escuela en medio de esos diluvios.
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FOTOS: Wikipedia y El Guarengue. |
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Quibdó-Carrera 4a. entre calles 25 y 26. Casa de Raúl Cañadas. FOTO: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó |
En Quibdó, ya las puertas de las casas no se cuñan con caracolas y solamente se dejan abiertas si las protege un enrejado de hierro cerrado con llave. Ojalá que, por lo menos, en el fondo de las caracolas vivan aún los rumores del mar.
[1] Acerca de su admirable e inolvidable capacidad de innovación pedagógica, se puede leer en El Guarengue El Profesor Roger (28 de enero 2019):
https://miguarengue.blogspot.com/2019/01/el-profesor-roger-historia-nada-tan.html
Que belleza de texto colega, que belleza. Vivir en ese Quibdó tranquilo y seguro fue algo mágico. Duro contraste con este Quibdó de ahora en el que ya la gente no se reconoce, las casas están enrejadas, las quebradas son cloacas y la gente ya no se muere de repente.
ResponderBorrarLas gracias de un exnormalista por la belleza de tus textos. ¡Abrazo grande colega!
Wagner Mosquera Palacios
Maravillosa narrativa de un pueblo cualquiera del Chocó. Tiempos que no volverán, lamentablemente.
ResponderBorrarExcelente Julio. Leerlo es una invitación a la nostalgia por esa tierra hermosa.
ResponderBorrarHermosa descripción Julio.
ResponderBorrarExcelente Julio. Una invitación a la nostalgia. Eso que usted relata con amenidad y lujo de detalle, describe nuestro día a día en esa ya lejana juventud,
ResponderBorrarPacho Valderrama
Hola Julio César, gracias por esos dibujos reales de nuestras vidas. y éramos felices muy felices. Qué bellezura de pueblo tuvimos. Saludos.
ResponderBorrarJorge Valencia Valencia
Como para titular: vida cotidiana en Quibdó años 70s
ResponderBorrarMuy bien esa Julio por registrar nuestra vida de infancia.
Jesús Alito Mena Ortiz
Leyendo este ensayo muy bueno y de rica recordación para mí , porque los pueblos del Pacífico teníamos una cultura casi igual con muy pocas variantes , es como si hiciera un viaje en el tiempo...
ResponderBorrarMary Grueso
Gracias, mil gracias.
ResponderBorrarA esos gratos recuerdos de nuestra vida pasada, imposibles de olvidar, no les faltó “ni una coma”: fiel copia de su original
“Lo que se siembra en la conciencia, crea fuerza”
Ese es el Quibdó en el que fui mas feliz como hijo de familia, con mi overol de anexo, y en muchos de los espacios tan bien contados por Julio Cesar.
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