lunes, 28 de enero de 2019


El Profesor Roger
Historia
Nada tan limpio, refrescante, acogedor y bonito como las aguas de la quebrada Hugón en aquellos tiempos en que a los Anexos[1] nos llevaban de paseo a Guayabal, en una caminada cuya distancia acortábamos jugando y charlando o adelantándonos –mediante pequeñas degustaciones- al banquete que traíamos en ollas o en portacomidas de aluminio, cuando el reino del plástico aún no había comenzado.

Si el destino del paseo era Tutunendo, no veíamos la hora de llegar en la Línea o bus de escalera, para poder acceder a la contemplación de ese río transparente y teñido de verde por los árboles del monte, tan refrescante y bonito que daba gusto mirarlo y era un deleite escucharlo bajar raudo y elegante, acompasado, repleto de agua pura, transportando a su paso los reflejos del cielo y de la selva e incluso una que otra ilusión de la gente, cuando el reino del azogue, de la draga y de la motobomba aún no había comenzado.

Mariapalito. Foto JCUH
Pero, siempre, infaltablemente, tanta belleza, tanta frescura, tanta ilusión, tanta agua pura, tenían que esperarnos, pues en cuanto llegábamos caminando a Guayabal o en el bus a Tutunendo, luego de un pequeño descanso sentados por ahí en cualquier parte; el Profesor Roger nos reunía y nos decía que cuando uno llegaba a los pueblos lo primero que tenía que hacer era conocerlos, completamente, y buscar quién, preferiblemente la persona más vieja del lugar, le contara a uno la historia del pueblo; porque si así no se hacía el paseo incompleto quedaría y no de mucho serviría. Entonces, guiados por el Profesor Roger, caminábamos por Guayabal, caminábamos por Tutunendo, saludando a la gente que nos topábamos sentada en los dinteles de las puertas de sus casas, en los andenes de barro, en sus banquetas o en sus sillas Mariapalito o en el piso de tablas, o recostada en sus petates tendidos en la sala.

Cuando llegábamos donde la persona más vieja del pueblo, el Profesor Roger la saludaba cálidamente, con sincera cortesía y con respeto verdadero; le decía quiénes éramos los visitantes y con vivo interés le pedía que nos contara quiénes, cuándo, cómo, por qué, habían fundado ese pueblo, advirtiéndonos a nosotros sobre la importancia de escuchar con atención y en silencio la historia que ya empezaba a brotar, con palabras tan límpidas como Hugón, tan refrescantes como Tutunendo, de la boca del narrador o de la narradora de ocasión. Solamente cuando la historia terminaba podíamos acceder a la gloria de sentir aquellas aguas purificándonos y alegrándonos la vida, bajo el cuidado del Profesor Roger, satisfecho por habernos puesto al alcance de la sabiduría de esa especie de griot cuyas palabras durarían en nuestra infantil memoria durante muchos días.

➧Botánica
Aquella mañana, a primera hora, antes del recreo, el Profesor Roger nos dio un plazo de diez o quince minutos para que recogiéramos la mayor cantidad posible de hojas de todos los tamaños y formas, de todos los arbustos, matas y árboles que teníamos a nuestro alcance, ahí en ese pedazo de monte aledaño, en el camino que conducía hacia el barrio Niño Jesús, que se veía desde nuestro salón de clases de cuarto de primaria, en la Escuela Anexa a la Normal Nacional para Varones, de Quibdó.

Foto JCUH
Cuando terminamos la colecta, nos dijo que las agrupáramos según sus formas y nos fue pidiendo que le dijéramos en qué se asemejaban las de cada grupo que habíamos formado. Bajo su orientación, los grupos que cada uno de nosotros había formado se fueron sumando a grupos semejantes, hasta que formamos grupos más grandes de hojas y entre todos le fuimos explicando al Profesor Roger que unas eran más redondas que otras; que estas eran como alargadas; que unas terminaban en punta y parecían como triángulos, mientras que otras estaban como partidas y formadas por varias hojitas; y así, sucesivamente, hasta que el Profesor Roger, con aquella sonrisa bondadosa, fresca y cariñosa que tenía cuando estaba inspirado, fue cogiendo cada grupo y nos fue mostrando cosas que no habíamos visto y nos fue guiando para que, en coro, descubriéramos que había hojas en forma de corazón, en forma de huevo, como la palma de una mano, como lanzas, como flechas, hojas de 3 hojas, hojas de 5 hojas…Y así supimos que las hojas, según la forma del limbo, se clasificaban en acorazonadas, lanceoladas, sagitadas, ovaladas, palmeadas... Después aprendimos, también por nuestros propios ojos y usando nuestras propias manos, comparando, hablando, deduciendo, con la magistral orientación del Profesor Roger, que las hojas, según su borde, se clasificaban en lisas, lobuladas, dentadas o aserradas, partidas… Así como ya sabíamos que raíz, tallos, hojas, flores y frutos son las partes de una planta.

Antes de eso, en otra mañana fresca ahí en el mismo monte, cada uno con tres o cuatro hojas en la mano, habíamos aprendido, de la mano del Profesor Roger, que la superficie plana de la hoja se llamaba limbo o lámina: haz por encima, envés por debajo; que esas líneas o rayas que surcaban el limbo se llamaban nervaduras, siendo el nervio principal la raya que surcaba el centro y terminaba en la punta de la hoja, la cual se llamaba ápice; que la otra punta, a través de la cual la hoja estaba unida al tallo, se llamaba pecíolo o peciolo; que los lados se llamaban bordes; y otro montón de cosas más que el Profesor Roger complementó con uno de sus coloridos y hermosos dibujos en el tablero, los cuales hacía a puro pulso y con tizas de todos los colores. Todas estas cosas, y muchas más, además de haberlas visto en la Naturaleza, las tuvimos que dibujar en nuestros cuadernos, copiando como podíamos los artísticos dibujos del tablero.

➧Disciplina y Aprovechamiento
En ese momento, en la Escuela Anexa, éramos aproximadamente 300 alumnos, entre 7 y 11 años de edad, distribuidos en dos grupos por grado, A y B, de 1° a 5°. Los lunes, invariablemente, nos tocaba hacer fila por cursos en perfecta formación en el patio de la escuela, para recibir las instrucciones, consejos y admoniciones correspondientes, de parte de la maestra o del maestro que estuviera a cargo de la Disciplina durante esa semana. Eventualmente, cuando se trataba de un asunto trascendental como la clausura del año escolar o la bienvenida al mismo, quien se dirigía a nosotros era Don Arnulfo, el Director de la escuela, a quien todos reverenciábamos con sincero sentimiento.

Cuando el encargado era el Profesor Roger, como decían los mismos maestros para referirse al máximo de silencio posible, se podía oír el zumbido de una mosca mientras él hablaba. El silencio era tan majestuoso que él no necesitaba alzar la voz más que cuando decidía hacerlo para enfatizar algunas palabras, entre una y otra de esas pausas calculadas, que duraban segundos que nos parecían una eternidad.

El Profesor Roger se dirigía a “la comunidad”, como nos llamaban cuando estábamos así formados la totalidad de los alumnos de la escuela, desde el andén del pasadizo cubierto aledaño al cual quedaba el jardín escolar, presidido por una imagen de la Virgen María, a pocos pasos de la puerta de entrada al área donde estaban nuestros salones de clase: él de frente a la cancha de fútbol, nosotros de espaldas a ella. Pero, a ratos, se paseaba entre las filas, en silencio, observándonos, mirándonos, escrutándonos.

Hay dos puntos que el Profesor Roger siempre tocaba en aquellas intervenciones matutinas. Que por pobres que fuéramos no teníamos por qué ir a la escuela con la camisa o el overol rotos, que lo pobre no quitaba lo bien presentado, que en los rotos se podía poner un parche de tela, así fuera de otro color, y hacer un remiendo o rumbo; pues siempre era mejor llevar la ropa rumbiada que rota. Y que eso hasta uno mismo lo podía hacer, pidiéndole a la mamá hilo y aguja… Y que no tenía justificación alguna que si nosotros llegábamos a la escuela con anticipación nos pusiéramos a farolear por ahí, a ensuciar el uniforme sin siquiera haber empezado clases, en vez de ponernos a repasar, a estudiar, a calentar los cuadernos.

➧Escritura
Foto Cortesía.
De la mano de su letra clara y elegante, armónica y legible, aprendimos a escribir con estilógrafo, entre los diez y los once años de edad; incluyendo alcanzar la pericia suficiente para que la pluma nunca se torciera ni se inundara y para recargarla con la tinta que venía en esos frascos triangulares de vidrio, que tan bonitos nos parecían.

Alguna vez, cuando a varios de nosotros se nos acabó la tinta y a los compañeros que aún tenían no les alcanzaba para regalarnos una recarga del estilógrafo, así fuera incompleta, como era la costumbre entre nosotros; gracias al ingenio de quién sabe quién, recurrimos a las uvas de monte o uvas de perro que -en recreo o cuando íbamos para Cabí- comíamos hasta que los dientes y la lengua no podían estar más morados: exprimimos tantas como fueron necesarias para obtener la cantidad de jugo suficiente para recargar los estilógrafos, pensando en que nos duraran llenos hasta que en la casa nos dieran el dinero para comprar la tinta en la Papelería Santacoloma.

Obviamente, el Profesor Roger se dio cuenta de lo que habíamos hecho; pero, contrario a lo que esperábamos, su voz no tronó para regañarnos, sino que casi susurró para aconsejarnos que no lo volviéramos a hacer porque se nos dañaban los estilógrafos, se tapaban, según nos explicó; y nos dijo que los laváramos apenas llegáramos a la casa, como él nos había enseñado.

ROHINMO
Así, con una eficacia pedagógica envidiable, era como el Profesor Roger lo enseñaba todo. Quizá es por eso por lo que todos los que fuimos sus alumnos en el plantel educativo que entonces se llamaba Escuela Anexa a la Normal Nacional para Varones, de Quibdó, almacenamos en nuestras memorias cerebrales y vitales tantas cosas de aquella época en la que bajo su magisterio estuvimos. Sus clases -cuando no mediaban castigos para los pécoras- eran casi tan agradables como un paseo: uno siempre salía del salón con algo nuevo en la cabeza.

Cayenas. Foto JCUH
En ocasiones, por fuera del horario de clase o los sábados, uno pasaba por su casa, hecha de madera y zinc, bonita, medio levantada del piso con guayacanes, situada al frente de la casa cural de la Capilla de Fátima. Uno lo veía ahí sentado, trabajando en una mesa, en el interior o en el patio delantero o antejardín de la casa, en donde florecían cayenas y, si mal no estoy, hasta un palo de totumo había. Muchas veces lo que estaba haciendo era diligenciando, con la tinta negra de su estilógrafo, nuestras libretas de calificaciones y firmándolas con su firme y clara letra cursiva, con el acrónimo de su nombre completo: ROHINMO.

No supe cuándo, ni cómo, ni por qué, se murió el Profesor Roger. Solamente una vez, con Bolaños y no recuerdo quién más, cuando ya la Normal nos había graduado como Maestros-Bachilleres, lo volví a ver. Estaba por allá en ese callejón de La Yesquita en donde casi siempre acostumbraba a jugar Dominó o Rummy, con su media de aguardiente como compañía. Fue mutua la felicidad del breve reencuentro, fue edificante saber que permanecíamos en su memoria como él en la nuestra. Fue inevitable recordar, como hoy, que muchísimas cosas que con él aprendimos entre los diez y los once años, en 4° B y 5° B, nunca se nos olvidaron, como que el oro es tenaz, dúctil y maleable; o que el agua pura es inodora, insípida e incolora; o que la tierra gira sobre sí misma como un trompo gira sobre su herrón; o que todos los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren, incluso si son seres humanos tan buenos y maestros tan excelsos como el Profesor Roger Hinestroza Moreno.
Ilustración JCUH



[1] A los estudiantes de la Escuela Anexa todo el mundo en Quibdó los conocía como los Anexos.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Sus comentarios son siempre bienvenidos. Gracias.