➧Historia
Nada tan limpio, refrescante, acogedor y
bonito como las aguas de la quebrada Hugón en aquellos tiempos en que a los Anexos[1]
nos llevaban de paseo a Guayabal, en una caminada cuya distancia acortábamos jugando y charlando o adelantándonos –mediante pequeñas degustaciones- al banquete que traíamos
en ollas o en portacomidas de aluminio, cuando el reino del plástico aún no
había comenzado.
Si el destino del paseo era Tutunendo, no
veíamos la hora de llegar en la Línea
o bus de escalera, para poder acceder a la contemplación de ese río
transparente y teñido de verde por los árboles del monte, tan refrescante y
bonito que daba gusto mirarlo y era un deleite escucharlo bajar raudo y
elegante, acompasado, repleto de agua pura, transportando a su paso los
reflejos del cielo y de la selva e incluso una que otra ilusión de la gente,
cuando el reino del azogue, de la draga y de la motobomba aún no había
comenzado.
Mariapalito. Foto JCUH |
Pero, siempre, infaltablemente, tanta
belleza, tanta frescura, tanta ilusión, tanta agua pura, tenían que esperarnos,
pues en cuanto llegábamos caminando a Guayabal o en el bus a Tutunendo, luego
de un pequeño descanso sentados por ahí en cualquier parte; el Profesor Roger
nos reunía y nos decía que cuando uno llegaba a los pueblos lo primero que tenía
que hacer era conocerlos, completamente, y buscar quién, preferiblemente la
persona más vieja del lugar, le contara a uno la historia del pueblo; porque si
así no se hacía el paseo incompleto quedaría y no de mucho serviría. Entonces,
guiados por el Profesor Roger, caminábamos por Guayabal, caminábamos por
Tutunendo, saludando a la gente que nos topábamos sentada en los dinteles de
las puertas de sus casas, en los andenes de barro, en sus banquetas o en sus
sillas Mariapalito o en el piso de
tablas, o recostada en sus petates tendidos en la sala.
Cuando llegábamos donde la persona más
vieja del pueblo, el Profesor Roger la saludaba cálidamente, con sincera
cortesía y con respeto verdadero; le decía quiénes éramos los visitantes y con
vivo interés le pedía que nos contara quiénes, cuándo, cómo, por qué, habían
fundado ese pueblo, advirtiéndonos a nosotros sobre la importancia de escuchar
con atención y en silencio la historia que ya empezaba a brotar, con palabras
tan límpidas como Hugón, tan refrescantes como Tutunendo, de la boca del narrador
o de la narradora de ocasión. Solamente cuando la historia terminaba podíamos
acceder a la gloria de sentir aquellas aguas purificándonos y alegrándonos la
vida, bajo el cuidado del Profesor Roger, satisfecho por habernos puesto al alcance
de la sabiduría de esa especie de griot cuyas palabras durarían en nuestra infantil
memoria durante muchos días.
➧Botánica
Aquella mañana, a primera hora, antes del
recreo, el Profesor Roger nos dio un plazo de diez o quince minutos para que recogiéramos
la mayor cantidad posible de hojas de todos los tamaños y formas, de todos los
arbustos, matas y árboles que teníamos a nuestro alcance, ahí en ese pedazo de
monte aledaño, en el camino que conducía hacia el barrio Niño Jesús, que se
veía desde nuestro salón de clases de cuarto de primaria, en la Escuela Anexa a
la Normal Nacional para Varones, de Quibdó.
Foto JCUH |
Cuando terminamos la colecta, nos dijo que
las agrupáramos según sus formas y nos fue pidiendo que le dijéramos en qué se
asemejaban las de cada grupo que habíamos formado. Bajo su orientación, los
grupos que cada uno de nosotros había formado se fueron sumando a grupos
semejantes, hasta que formamos grupos más grandes de hojas y entre todos le fuimos
explicando al Profesor Roger que unas eran más redondas que otras; que estas
eran como alargadas; que unas terminaban en punta y parecían como triángulos,
mientras que otras estaban como partidas y formadas por varias hojitas; y así,
sucesivamente, hasta que el Profesor Roger, con aquella sonrisa bondadosa, fresca
y cariñosa que tenía cuando estaba inspirado, fue cogiendo cada grupo y nos fue
mostrando cosas que no habíamos visto y nos fue guiando para que, en coro,
descubriéramos que había hojas en forma de corazón, en forma de huevo, como la
palma de una mano, como lanzas, como flechas, hojas de 3 hojas, hojas de 5
hojas…Y así supimos que las hojas, según la forma del limbo, se clasificaban en
acorazonadas, lanceoladas, sagitadas, ovaladas, palmeadas... Después
aprendimos, también por nuestros propios ojos y usando nuestras propias manos,
comparando, hablando, deduciendo, con la magistral orientación del Profesor
Roger, que las hojas, según su borde, se clasificaban en lisas, lobuladas,
dentadas o aserradas, partidas… Así como ya sabíamos que raíz, tallos, hojas,
flores y frutos son las partes de una planta.
Antes de eso, en otra mañana fresca ahí en
el mismo monte, cada uno con tres o cuatro hojas en la mano, habíamos aprendido,
de la mano del Profesor Roger, que la superficie plana de la hoja se llamaba
limbo o lámina: haz por encima, envés por debajo; que esas líneas o rayas que
surcaban el limbo se llamaban nervaduras, siendo el nervio principal la raya
que surcaba el centro y terminaba en la punta de la hoja, la cual se llamaba ápice;
que la otra punta, a través de la cual la hoja estaba unida al tallo, se
llamaba pecíolo o peciolo; que los lados se llamaban bordes; y otro montón de
cosas más que el Profesor Roger complementó con uno de sus coloridos y hermosos
dibujos en el tablero, los cuales hacía a puro pulso y con tizas de todos los
colores. Todas estas cosas, y muchas más, además de haberlas visto en la
Naturaleza, las tuvimos que dibujar en nuestros cuadernos, copiando como
podíamos los artísticos dibujos del tablero.
➧Disciplina
y Aprovechamiento
En ese momento, en la Escuela Anexa, éramos
aproximadamente 300 alumnos, entre 7 y 11 años de edad, distribuidos en dos
grupos por grado, A y B, de 1° a 5°. Los lunes, invariablemente, nos tocaba
hacer fila por cursos en perfecta formación en el patio de la escuela, para recibir
las instrucciones, consejos y admoniciones correspondientes, de parte de la
maestra o del maestro que estuviera a cargo de la Disciplina durante esa
semana. Eventualmente, cuando se trataba de un asunto trascendental como la
clausura del año escolar o la bienvenida al mismo, quien se dirigía a nosotros
era Don Arnulfo, el Director de la escuela, a quien todos reverenciábamos con
sincero sentimiento.
Cuando el encargado era el Profesor Roger,
como decían los mismos maestros para referirse al máximo de silencio posible,
se podía oír el zumbido de una mosca mientras él hablaba. El silencio era tan
majestuoso que él no necesitaba alzar la voz más que cuando decidía hacerlo
para enfatizar algunas palabras, entre una y otra de esas pausas calculadas,
que duraban segundos que nos parecían una eternidad.
El Profesor Roger se dirigía a “la
comunidad”, como nos llamaban cuando estábamos así formados la totalidad de los
alumnos de la escuela, desde el andén del pasadizo cubierto aledaño al cual
quedaba el jardín escolar, presidido por una imagen de la Virgen María, a pocos
pasos de la puerta de entrada al área donde estaban nuestros salones de clase:
él de frente a la cancha de fútbol, nosotros de espaldas a ella. Pero, a ratos,
se paseaba entre las filas, en silencio, observándonos, mirándonos, escrutándonos.
Hay dos puntos que el Profesor Roger
siempre tocaba en aquellas intervenciones matutinas. Que por pobres que
fuéramos no teníamos por qué ir a la escuela con la camisa o el overol rotos,
que lo pobre no quitaba lo bien presentado, que en los rotos se podía poner un
parche de tela, así fuera de otro color, y hacer un remiendo o rumbo; pues
siempre era mejor llevar la ropa rumbiada que rota. Y que eso hasta uno mismo
lo podía hacer, pidiéndole a la mamá hilo y aguja… Y que no tenía justificación
alguna que si nosotros llegábamos a la escuela con anticipación nos pusiéramos
a farolear por ahí, a ensuciar el uniforme sin siquiera haber empezado clases,
en vez de ponernos a repasar, a estudiar, a calentar
los cuadernos.
➧Escritura
Foto Cortesía. |
De la mano de su letra clara y elegante,
armónica y legible, aprendimos a escribir con estilógrafo, entre los diez y los
once años de edad; incluyendo alcanzar la pericia suficiente para que la pluma nunca
se torciera ni se inundara y para recargarla con la tinta que venía en esos
frascos triangulares de vidrio, que tan bonitos nos parecían.
Alguna vez, cuando a varios de nosotros se
nos acabó la tinta y a los compañeros que aún tenían no les alcanzaba para
regalarnos una recarga del estilógrafo, así fuera incompleta, como era la
costumbre entre nosotros; gracias al ingenio de quién sabe quién, recurrimos a
las uvas de monte o uvas de perro que -en recreo o cuando íbamos para Cabí-
comíamos hasta que los dientes y la lengua no podían estar más morados:
exprimimos tantas como fueron necesarias para obtener la cantidad de jugo suficiente
para recargar los estilógrafos, pensando en que nos duraran llenos hasta que en
la casa nos dieran el dinero para comprar la tinta en la Papelería Santacoloma.
Obviamente, el Profesor Roger se dio cuenta
de lo que habíamos hecho; pero, contrario a lo que esperábamos, su voz no tronó
para regañarnos, sino que casi susurró para aconsejarnos que no lo volviéramos
a hacer porque se nos dañaban los estilógrafos, se tapaban, según nos explicó;
y nos dijo que los laváramos apenas llegáramos a la casa, como él nos había
enseñado.
➧ROHINMO
Así, con una eficacia pedagógica
envidiable, era como el Profesor Roger lo enseñaba todo. Quizá es por eso por
lo que todos los que fuimos sus alumnos en el plantel educativo que entonces se
llamaba Escuela Anexa a la Normal Nacional para Varones, de Quibdó, almacenamos
en nuestras memorias cerebrales y vitales tantas cosas de aquella época en la que
bajo su magisterio estuvimos. Sus clases -cuando no mediaban castigos para los pécoras- eran casi tan agradables como
un paseo: uno siempre salía del salón con algo nuevo en la cabeza.
Cayenas. Foto JCUH |
En ocasiones, por fuera del horario de
clase o los sábados, uno pasaba por su casa, hecha de madera y zinc, bonita,
medio levantada del piso con guayacanes, situada al frente de la casa cural de
la Capilla de Fátima. Uno lo veía ahí sentado, trabajando en una mesa, en el
interior o en el patio delantero o antejardín de la casa, en donde florecían
cayenas y, si mal no estoy, hasta un palo de totumo había. Muchas veces lo que
estaba haciendo era diligenciando, con la tinta negra de su estilógrafo,
nuestras libretas de calificaciones y firmándolas con su firme y clara letra
cursiva, con el acrónimo de su nombre completo: ROHINMO.
No supe cuándo, ni cómo, ni por qué, se
murió el Profesor Roger. Solamente una vez, con Bolaños y no recuerdo quién
más, cuando ya la Normal nos había graduado como Maestros-Bachilleres, lo volví
a ver. Estaba por allá en ese callejón de La Yesquita en donde casi siempre
acostumbraba a jugar Dominó o Rummy, con su media de aguardiente como compañía.
Fue mutua la felicidad del breve reencuentro, fue edificante saber que
permanecíamos en su memoria como él en la nuestra. Fue inevitable recordar,
como hoy, que muchísimas cosas que con él aprendimos entre los diez y los once
años, en 4° B y 5° B, nunca se nos olvidaron, como que el oro es tenaz, dúctil
y maleable; o que el agua pura es inodora, insípida e incolora; o que la tierra
gira sobre sí misma como un trompo gira sobre su herrón; o que todos los seres
vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren, incluso si son seres humanos tan
buenos y maestros tan excelsos como el Profesor Roger Hinestroza Moreno.
Ilustración JCUH |
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