Estampas quibdoseñas (IV)
El Bazar Alejandro Petión
Aunque todo el mundo en Quibdó supuso que había sido por la vía del Atrato; sin que nadie supiera por dónde, ni cómo, ni cuándo, así como llegaron, los haitianos desaparecieron. Eran dos. Sesentones, setentones. Chombos ambos. Altos los dos; así los sacos de los trajes que usaban fueran un poco más grandes que ellos y brillaran en la resolana de las 12 del día, cuando el pueblo entero reverberaba bajo el resistero de los techos de zinc, y el pavimento triste de la carrera primera sudaba, mientras morían de sed el polvo, el balastro y las piedras de las calles aledañas, que intentaban infructuosamente llegar hasta la orilla del río para humedecerse un poco.
Su español era bastante enredado y arrevesado, raro y más acentuado de la cuenta. Pero la gente les entendía y, en busca de las pequeñas fortunas que ofrecían, llegaban hasta ellos, cuando el tilín de su campana declinaba y las primeras rifas iban a comenzar. En una pequeña planicie, ubicada en la subida de la orilla del río Atrato hacia la Carrera Primera, al frente del Parque Centenario, exactamente en el tramo de malecón al frente de donde hoy se erige el monumento a Diego Luis Córdoba, a medio camino entre la calle y el llamado Puerto de Malaria,[1] los dos haitianos, que habían llegado de Cartagena a Quibdó una noche de lluvia, en uno de los barcos de madera que cada semana traían a Quibdó las noticias y mercancías de la modernidad, habían instalado su bazar: “¡Vengan todos al Bazar Alejandro Petión!”, gritaba uno de ellos, mientras en su mano derecha tintineaba la pequeña campana que usaban para llamar la atención.
Sobre la mezcla de barro, piedrilla, cascajo, peña, musgo y pantano seco de aquella explanada, día a día, los haitianos tendían su mantel de la fortuna. Y sobre él disponían, lo más relucientes que fuera posible, linternas de aluminio de las de tres pilas grandes, ollas y calderos, jarras de vidrio gruesas y turbias, vasos con decorados de florecitas coloridas, juegos de pañuelos, cucharas, tenedores, cuchillos, unos cuantos cucharones de peltre y de vez en cuando hasta una Kola Román. Cada quien con su cada cual: si usted quería ganar, tenía que pagar la boleta que le daba el derecho a sacar de una bolsa de tela un papel en blanco para los perdedores o con el nombre del premio escrito para los ganadores. Más de un campesino vio esfumarse su dinero, más de un campesino vio florecer el suyo en un caldero nuevo para el arroz nuestro de cada día. En el Bazar Alejandro Petión el que perdía perdía, pero ganaba quien lo hacía.
En el Bazar Alejandro Petión no se podía jugar, ni declinar o reclamar el premio sin antes oír una arenga, que era la respuesta a la pregunta que todo el mundo se hacía: ¿quién era Alejandro Petión? Con voz recia, con español desaliñado y francés correcto e ininteligible, el haitiano que fungía como vocero del bazar le espetaba a su expectante audiencia: “Alejandro Petión, libertador de Haití, ayudó a Simón Bolívar a acabar con el yugo español en la Nueva Granada… ¡Viva Alejandro Petión!”.
Aquella proclama breve, dicha en lengua hispanofrancesa, unida a la curiosidad que despertaba la súbita presencia de los dos haitianos en trance de rebusque, cuando los antillanos que los habían precedido en la región venían a trabajar como obreros calificados (por ejemplo, carpinteros y constructores de casas) en la empresa minera que había trasteado el oro y el platino del río San Juan hacia los Estados Unidos; provocó una pequeña ola de indagación histórica entre muchachos y adultos. Unos y otros recurrieron a los más afamados profesores y a las más competentes maestras del pueblo para que les explicaran claramente quién era el tal Alejandro Petión y si sí era cierto lo que los haitianos decían sobre su ayuda al Libertador Bolívar. De paso, más de uno aprovechaba para enterarse bien, mapa a la vista, dónde quedaba el país del cual venían esos dos y por qué hablaban francés y no español como todo el mundo o inglés como todo gringo que se respetara.
Este último dato, el de la lengua materna de los dos haitianos que cada
día durante varios meses instalaron su Bazar Alejandro Petión a orillas del
Atrato, en Quibdó, a finales de la década de 1960, concitó un interés adicional
entre un grupo de muchachos de 5° y 6° de bachillerato, que de inmediato vieron
en su presencia la mejor oportunidad de practicar el francés que por unas horas
a la semana les enseñaban en el Colegio Carrasquilla. De modo que se
convirtieron, tarde tras tarde, en visitantes y contertulios asiduos del bazar,
cuando el sol declinaba al otro lado del río y la gente, antes de irse a sus
casas, se arremolinaba para presenciar las charlas en francés de las que no
entendían ni jota, pero de las cuales sentían orgullo patrio por la evidente
inteligencia de estos jóvenes hijos de la tierra chocoana.[2]
Diez músicos chocoanos en un museo de Jericó
Diez fotografías en blanco y negro, de 100 cm x 100 cm cada una, dispuestas en un mosaico de dos filas en una de las amplias y extensas paredes de uno de los confortables salones de exhibición de ese bello museo jericoano, fueron vistas, visitadas, contempladas, durante casi dos meses, por cientos de visitantes locales y de turistas. Todos los cuales se preguntaron lo que la exposición no les decía: ¿quiénes eran estos músicos negros, de tan digno porte y maravillosa fotogenia? Ya que las diez pequeñas tarjetas de identificación fijadas debajo de las fotografías se limitaban a informar, en repetido texto: “Banda Municipal de Quibdó. Quibdó, Chocó. 1983. 100 x 100 cms”, impreso en itálicas y dispuesto en cuatro líneas, incluyendo también el número secuencial de cada fotografía en la serie completa de la exposición.
Nadie supo, con dos o tres excepciones, una de las cuales me envió fotografías de la muestra en el MAJA de Jericó,[4] que se trataba de un grupo de músicos chocoanos de tres generaciones, que coincidieron en el tiempo y sumaron sus talentos para acrecentar y enaltecer la riqueza de la historia musical del Chocó, especialmente de los aires de la Chirimía Chocoana, que cuando la foto fue tomada, en el año 1983, llevaba décadas de haberse convertido en distintivo musical de esta tierra de música y de músicos.
Las diez históricas fotos de estos legendarios músicos chocoanos han sido incluidas también en uno de los libros de su autor, Portraits of an Invisible Country: The Photographs of Jorge Mario Múnera,[5] cuya edición impresa estará disponible en Amazon en febrero próximo.[6] Igualmente, habían formado parte de la misma exposición, en 2022, en diferentes sitios de Medellín.
Bien valdría la pena que alguna institución cultural del Chocó, con apoyo del Ministerio de Cultura, coordinara con el fotógrafo autor de los diez bellos retratos la realización de una exposición de los mismos en Quibdó; con textos alusivos a la trayectoria musical de cada uno de ellos y a la historia de la Chirimía chocoana. Dicha exposición, completa, podría pasar a formar parte del acervo patrimonial de la región, bajo el cuidado de una institución responsable y conocedora de las técnicas de preservación y manejo de este tipo de elementos; de modo que estuviera disponible para ser exhibida en el mayor número de poblaciones del Chocó. Idealmente, podría ser complementada con unas cuantas obras de fotógrafos chocoanos sobre el mismo tema: la música. Estos, al igual que el antioqueño Múnera, cederían al sector cultural chocoano los derechos de uso permanente de sus trabajos para esta exposición.
FOTO: Jennifer Villamarín. |
[1]
El Servicio de Erradicación de la Malaria, SEM, que hizo historia durante varias
décadas en el Chocó, era conocido por la gente como Malaria y sus promotores
eran conocidos como los malarios.
[2] Este relato es basado en la memoria original que sobre el Bazar Alejandro Petión me contó de viva voz Lascario Barboza Díaz, chocoano, Médico Veterinario, empresario y músico.
[4] Jennifer Villamarín, amiga de Jericó, fue quien -actuando como corresponsal de El Guarengue- me contó de la exposición en el MAJA donde aparecían los retratos de diez músicos chocoanos y me envió fotografías de la exposición. Gracias a ella por su colaboración.
[5] https://artlifelaboratory.com/portraits-of-an-invisible-country-the-photographs-of-jorge-mario-munera/
[7] Jesús Elías Córdoba Valencia, Américo Murillo Londoño y César Murillo Valencia, a quienes agradezco su generoso apoyo, me ayudaron en la identificación completa de los diez músicos de la foto.
Estimado Julio Cesar,
ResponderBorrarNuevamente su señoría nos sorprende con sus artículos.
En este caso, al resolver el enigma en que se nos había convertido las fotografías de músicos que circulaban por las redes sociales.
Douglas Cújar
Qué bonito reconocimiento a estos talentosos músicos, Julio César!!!!!!!
ResponderBorrarMe encantó. Además de buscar la manera de identificar sus rostros, le diste vida a la historia que faltó contar en el MAJA... Muchas gracias por mencionar también a la corresponsal, ella lo hizo con muchísimo gusto y cariño…
Gracias, gracias por hacer que el pasado cobre vida, por tu sensibilidad para tener el detalle en los artículos que publicas y por el amor al pasado, lo revives en la imaginación de quienes tenemos el honor de leerte...
Jennifer Villamarín. Jericó (Antioquia)
Muy valiosos y oportunos tus comentario sobre la Exposición de Jorge Mario, ojalá puedan estar y quedarse en Quibdó. El trabajo es muy valioso, pude verlo.
ResponderBorrarLeón Darío Peláez
Tremenda historia la del bazar de los haitianos en Quibdó. Y ese nombre... Gracias por el agradable relato, que lo atrapa a uno de principio a fin
ResponderBorrarGracias por su reseña sobre las fotos de la Banda Municipal.
ResponderBorrarBienvenida su propuesta !
Jorge Mario Múnera
Debo aclarar lo siguiente: los músicos están identificados desde el día de la sesión que está relatada en el libro Vestigio del mar de agua dulce.
BorrarPor motivos ajenos a mi voluntad sus nombres no figuran en la exposición.
Jorge Mario Múnera
Excelentes historias; muy buen propósito.
ResponderBorrar