lunes, 15 de abril de 2024

 Mártiro Robagallinas

Quibdó, 1957. FOTO: Nereo López. Archivo Biblioteca Nacional de Colombia
Con sol o sin sol, con lluvia o sin ella, la cabeza de Mártiro Robagallinas estaba siempre cubierta por aquel desgastado sombrero de paja basta, cuyo frontis parecía la nariz de un bote platanero, pero afilada a mano, como se afilaban los pliegues de las puntas de los barcos de papel que uno hacía con las hojas de los cuadernos de la escuela.

Aunque tenía dos o tres rotos, uno de ellos suficientemente grande como para que se le viera la blancura grisácea de las primeras virutas que habían empezado a encanecer, el sombrero de Mártiro aún no deslucía en su cabeza e impidió siempre, hasta el punto de que el asunto se convirtió en un misterio indescifrable, que supiéramos cuánto pelo tenía y si su frente se prolongaba hacia arriba en una calva o la calva estaba en la coronilla a la manera de una tonsura.

El resto de su cara sí lo podíamos ver todo. Su mandíbula saliente y sus carrillos enjutos, sus dientes disparejos y su risa socarrona, sus orejas medianas y su nariz afilada, como la proa del sombrero, apuntando al horizonte próximo, más allá de sus pequeños ojos bailarines, que solamente se explayaban cuando la contraoferta del potencial comprador de la gallina de turno se le antojaba a Mártiro un despropósito peor que el hecho de que todo el mundo creyera que -porque una vez había sido así- era siempre así, y todas las gallinas de caldo o los pollos de sancocho y los gallos de fiesta, Mártiro se los había alzado subrepticiamente de los corrales improvisados de los patios de las casas en las noches oscuras, valiéndose de sus manos y de su sombrero.

Aquella fama había hecho carrera fácilmente, porque Mártiro tenía dos atributos indiscutibles por lo notorios y por lo visibles que eran. Sus manos, evidentemente fruto del trabajo del hombre, eran tan grandes como las de los muñecos de las carrozas de las fiestas de San Pacho. De hecho, una vez, que incluso iba a llover y él nos advirtió que nos teníamos que apurar porque no quería que lo cogiera el agua antes de llegar al mercado, nos permitió que midiéramos las manos de todos los niños presentes con las suyas propias, mirando cuántas de nuestras manos de niños que pronto entraríamos a la escuela cabían en sus manos, en las que cabía entera una gallina. Las manos cerradas de cinco niños cupieron en la mano derecha abierta de Mártiro. Las manos empuñadas de siete niñas cupieron en su mano izquierda también totalmente abierta. Mártiro nos explicó que las manos de las niñas eran más pequeñas que las de los niños; y salió y se fue, a paso de ventarrón, como caminaba siempre, que uno lo veía pasar por el frente de la casa y mientras iba a la cocina y le avisaba a la mamá que ahí estaba Mártiro pasando por la calle, por si ella necesitaba encargarle algo del mercado de la orilla del río -una cuarta de plátanos, un manojo de verduras y pescado fresco, por ejemplo- él ya había desaparecido sin que ni siquiera los que se quedaban en la puerta -dizque cuidando para que Mártiro no se les fuera a pasar- se dieran cuenta bien de dónde era que Mártiro iba ya. Y entonces, esas manotas que tenía y esa velocidad que se gastaba y ese sombrero que para esos menesteres -según decían- era para los únicos que se lo quitaba, acrecieron su fama de robagallinas: Mártiro Robagallinas.

Tres pantalones de dril, uno originalmente blanco y caquis los otros dos, siempre limpios y ajustados a la cintura con una correa desvencijada, anchos de piernas y con prenses en las pretinas, con dos bolsillos atrás y dos adelante; dos camisas -ambas sin bolsillos- una de dacrón de mangas cortas y las otras dos de popelina y de mangas largas, que él se arremangaba a la altura de los codos; eran la vestimenta de Mártiro, que de vez en cuando lucía una franela por debajo de la camisa.

Infaltablemente, Mártiro llevaba terciada una mochila de arpillera, que no era tan grande y tampoco era pequeña, en la que cargaba una navaja pequeña, una llave de candado amarrada a un retazo desteñido de tela de diablo fuerte, un pañuelo turbio, arrugado y apelmazado, tres monedas viejas de cinco centavos y un pedazo de imán que nunca supimos para qué lo usaba. De la pretina de su pantalón, más vieja que la correa que la sostenía, pendía una funda entre la cual siempre cargaba Mártiro un machete mediano y medio oxidado con el cual pelaba cocos y piñas, rozaba solares y covaba lombrices de carnada para su anzuelo.

Unas botas pantaneras negras de caucho, de caña media a la cual a veces le hacía un doblez, y de las que no se bajaba Mártiro ni en los meses de verano, cuando los techos y las calles hervían al mediodía, y había tanto polvo que uno no alcanzaba a ver a la gente que pasaba; completaban la indumentaria cotidiana de Mártiro Robagallinas. Una vez, un marinero de agua dulce de un pueblo del Sinú, de esos que a veces se quedaban en Quibdó hasta que regresara de Cartagena el barco en el que habían llegado, le regaló a Mártiro unas abarcas. Y otra vez, una señora a la que él le hacía las compras en el mercado sabatino de la orilla del río le regaló unas charangas Cauchosol que ya el marido no se ponía, blancas, curtidas, adornadas con una multitud de huequitos minúsculos en el empeine. Las abarcas se las puso como dos veces y dijo que esa vaina, además de que le estaba abriendo un hueco entre los dedos del pie, lo protegía tan poquito que un día casi se descorona el dedo gordo con una piedra filuda que estaba enterrada en la mitad de una calle. Las charangas se las puso una vez para ir a la iglesia en una semana santa, con unas medias blancas de rayitas, de esas que los muchachos usaban con el uniforme escolar; y después de la procesión dijo que esa vaina daba pecueca y que mejor seguía con sus botas de siempre, que ya ni se acordaba hace cuántos años que las había comprado fiadas en el almacén de Pedro Porras.

Nadie supo cuándo ni cómo, mucho menos para dónde ni por qué, pero un día Mártiro Robagallinas se fue. Como si hubiera decidido pasar de largo -con su velocidad sui géneris y sin saludar siquiera- y hubiera dirigido la proa de su sombrero hacia rumbos distantes de estas calles donde lo conocimos, Mártiro Robagallinas se esfumó de nuestras vidas, poco tiempo después del gran incendio de 1966, cuando la cuchara de la draga empezaba a vomitar cascajo para convertir en calles, en patios y en solares los pantanos de Quibdó que sus botas durante tantos años habían transitado.

Era sábado aquella mañana, cuando la señora que le había regalado las charangas blancas le preguntó a su marido, como si estuviera preguntándole a todo el vecindario, que si alguien sabía qué sería de la vida de Mártiro Robagallinas. Instintivamente, el vecindario entero se asomó a la calle, por donde a esa hora solamente pasaban -charlando como dos muchachos que fueran para la escuela- Papá Juan, con una nevera a la espalda y en el cuello una toalla pequeña, y Pachanga con un escaparate terciado sobre un hombro y en el otro un trapo rojo de dulceabrigo.

3 comentarios:

  1. Fascinante la historia de este personaje, habitante de muchos pueblos de nuestra Colombia. De igual manera la memoria del autor, quien describe con lujo de detalle la personalidad de Mártiro, que el lector termina percibiéndolo en su totalidad y viéndolo alejarse con pasos agigantados por calles polvorientas o enlodadas.
    Muy buena memoria, Julio Cesar; a pesar del tiempo, no se te escapa ningún detalle, por pequeño que sea.

    PD: me quedó la inquietud por saber quienes son Papá Juan y Pachanga.

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    1. Gracias, Libia, por leer y comentar El Guarengue tan positivamente cada semana. Papá Juan y Pachanga son otro par de personajes de aquella galería antigua de personajes quibdoseños, dos coteros insignes de significado casi mítico para los niños quibdoseños de aquella época.

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  2. COMENTARIOS ENVIADOS POR WHATSAPP
    El memorioso amigo Américo Murillo Londoño comenta que Mártiro perdió un ojo a causa de una pedrada que le pegó un muchacho, el cual se esfumó y no alcanzaron a conducir a la entonces existente Correccional de menores de Tanando. Igualmente, confirma que conoció a Mártiro como un hombre trabajador, que se ganaba la vida haciendo todo tipo de “camarones” o trabajos informales, incluyendo mandados y compras.
    Finalmente, anota que, si bien Mártiro recibía ropa que le regalaban, era un tipo digno que no recibía prendas rotas o en mal estado, cuando notaba que se las estaban dando porque ya las iban a botar.

    Lascario Barboza Díaz me escribió que él creía que Mártiro vivía al otro lado del río, en Quibdó; o sea en la orilla del frente de la ciudad, que después se llamó Bahía Solano.

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