lunes, 5 de junio de 2023

 De vecindarios, tiendas y mandados
-Pequeña nostalgia del viejo Quibdó-

Carrera Primera de Quibdó. FOTOS: Nereo López (1957), Misioneros Claretianos (1962)

Hasta hace pocos años -menos de los que creen los muchachos y más de los que uno quisiera-, en Quibdó, hacer mandados formaba parte de la crianza de los hijos, era una pauta de socialización tan importante como conocer la propia familia y la parentela entera, aprender a moverse en el vecindario y saludar a todo el que pasara o apareciera. Hacer mandados era tan importante como jugar en la calle con todos los contemporáneos del barrio, sin distingos de ninguna clase, y compartir los pocos juguetes que cada quien poseyera. Era tan importante como jugar -durante horas incontables- bingo, dominó, parqués, damero y Monopolio o Hágase rico; o jugar futbolito o pataditas o sin dejarla caer, con un balón cualquiera de los que disponibles hubiera, sin importar de quién fuera.

Hacer mandados era tan importante como jugar -cómo no- ese conjunto de juegos de calle que convertían las tardes y las noches en esparcimiento puro, en recreo colectivo, en espectáculo donde uno era a la vez protagonista y espectador… “Ay, ¡qué es esa belleza de juego!” Nadie podría haberlo contado ni cantado mejor que Zully Murillo en su hermoso cuento contado cantado titulado “Jugando”, que -además del ritmo alegre, festivo, edificante, feliz, de los juegos de calle del antiguo Quibdó- contiene un evocador inventario de las principales rondas y juegos que hicieron las delicias de niñas y niños jugando bajo la luz de la luna o sin ella en aquel pueblo donde ni la planta eléctrica hacía falta -cuando se dañaba- para que uno fuera feliz, así no tuviera sino los zapatos del uniforme escolar y un par de charangas de caucho, que le quemaban a uno el pie cuando el sol las recalentaba. La Carbonerita, La Sortijita, La Lleva, El Quemao, El Ratón de espina, La Gallina ciega, El compadre Chamuscao, el Arrancayuca, Mirón mirón, Cocorobé, el Recatón, El gato y el ratón, Candela…son algunos de aquellos juegos que la artista Zully Murillo canta y cuenta en su bella obra, después de jugar muchos de los cuales uno terminaba, tal cual, “empantanado como la bija”.[1]

Hacer mandados, en fin, formaba parte de la infancia y de la juventud, era parte de ser niño, en aquel pueblo casi bucólico que uno aprendía a recorrer -literalmente- desde la más temprana edad, pues los primeros mandados los hacía uno cuando aún no había aprendido a leer y a escribir, cuando casi que apenas hablaba. Bastaba entonces una buena memoria para ir a casas vecinas a llevar razones y comidas o utensilios de cocina u otros objetos prestados; y una lista escrita por la mamá en un pedazo de papel cualquiera para ir hasta tiendas cercanas o muy conocidas.

Cada quien, al evocar estos tiempos, recordará las tiendas de los mandados de su infancia, su ubicación en el pueblo, las rutas que seguía para llegar a ellas, lo que en cada una compraba y la figura y el nombre del tendero, que casi siempre era un señor respetable y decente, vestido apropiadamente y bastante respetuoso y amable con los niños que a su tienda llegábamos. El señor Tomás Salas, del Granero ODISAL; el señor Antonio Rivas y sus amables hijas, que también atendían la tienda; el paisa Luis Felipe y su esposa doña Rita; y don Benigno Moya, en su Granero Yussy; son los tenderos más importantes de mi infancia de experto y eficiente mandadero.

El señor Salas, don Benigno y don Antonio vendían en mis tiempos el mejor queso de Quibdó, y se preciaban de ello: bien limpio de moho o mogo, bien pesado, así era el queso que ellos vendían, el cual exhibían en vitrinas de madera, con vidrio delantero para que el queso se viera y con puerta trasera de tranca simple de palo, para protegerlo; vitrina de la cual ellos podían sacarlo y tajarlo, con limpios cuchillos y sobre limpias tablas, cuando fueran a venderlo. Eran tres tiendas perfectamente surtidas, en las cuales uno siempre encontraba lo que buscaba: si no lo había en la una, estaba en la otra o en la otra; y si algo no había en ninguna de las tres era porque de ese artículo, cualquiera que fuera, no había existencias en todo el pueblo.

Quibdó, 1957. Fotos: Fondo Nereo López
Biblioteca Nacional de Colombia.

Esas tres tiendas eran casi inmaculadas de lo organizadas que eran. Daba gusto verlas, con sus entrepaños coloridos por el completo y ordenado surtido, los cuales llegaban hasta el cielorraso; con su mostrador de madera amplio y limpio, sobre el cual -a un lado- se asentaba la vitrina del queso y cuyo frente estaba cubierto por una malla de anjeo de aluminio, a través de la cual se veían las papas, las cebollas y los tomates. La tienda del señor Luis Felipe no se quedaba atrás en organización y limpieza, aunque era más abigarrada y ofrecía más surtido de productos perecederos de los que traía los lunes La Carmeleña, un bus de escalera, gigante y ruidoso, que cada semana llegaba a Quibdó al final de la tarde, procedente de El Carmen de Atrato, y que era casi tan espacioso como un buque de madera de los que llegaban de Cartagena por el río y que, además de Kola Román y cemento, traían queso; tal como La Carmeleña traía legumbres y verduras; algo de carne y queso, especialmente ese manjar llamado quesito; unas cuantas gallinas vivas y los inolvidables fríjoles verdes, que el señor Luis Felipe vendía en su tienda casi hasta el siguiente viaje de aquella aparatosa Línea.

El Granero Yussy y el Granero ODISAL quedaban en la carrera 3ª, entre calles 26 y 25, más cerca de la Alameda que del Pandeyuca, el uno al costado occidental, el otro hacia oriente. El granero del señor Antonio Rivas quedaba en la Alameda, contiguo a la casa de Chimilor y al frente de la enorme casa esquinera de Froilán Arriaga. Y la tienda del paisa Luis Felipe quedaba en la misma Alameda, pero más hacia adentro, en casi toda la mitad entre la cuarta y la quinta, enseguida de la casa de los Moldón. De modo que no era nada difícil transitar entre estos establecimientos a la hora de mercar lo que a uno le mandara la mamá a comprar o a fiar.

Si no había leche Klim, el señor Salas ofrecía Nido. Al fin y al cabo, casi siempre, era fiada. Al señor Luis Felipe lo mataba de la risa que yo, en vez de pedirle una libra de fríjoles, le pidiera una libra de frágiles. A don Benigno lo conmovía que hubiera alguno de los condiscípulos de su hijo Chucho que no tuviera nada de comida o mecato para llevar a los paseos de la escuela, y entonces nos fiaba y -encima del fiado- ñapa nos daba.

Hacer mandados lo convertía a uno en un explorador ducho de recovecos, atajos y vericuetos, para llegar siempre a tiempo, a la ida y al regreso, de la casa a la tienda, de la tienda a la casa. Hacer mandados -aunque uno en ese entonces no lo supiera- lo entrenaba a uno en asuntos tan refinados como tomar decisiones instantáneas, con el mejor tino posible, para adivinar qué haría la mamá en caso de que no hubiera esto sino aquello o cuando lo que había disponible no era lo mismo, pero parecía igual. Si era mejor llevar el producto de reemplazo o caminar distancias adicionales para buscar el producto original, expuestos a la posibilidad de que ese artículo no estuviera disponible en ninguna parte, en ningún lugar.

Eran los tiempos en que los que todavía en Quibdó todos los señores de las tiendas coronaban la libra de queso costeño con un trocito de ñapa; el arroz se cocinaba con manteca Gravetal y los fríjoles eran de dos clases, colorao o revoltura, al igual que el azúcar era común o refinada, y el arroz era también de dos tipos. En el mercado sabatino de la orilla del río, que uno recorría mientras compraba una cuarta de plátanos, un manojo de verduras de azotea, unas cuantas frutas locales y dos o tres capachos de bija, se conseguían huevos, carnes de monte y de cerdo, panelas aliñadas, utensilios de cocina hechos de mate, pepenas y ralladores, rallos de lavar ropa y bateas o anafes de manufactura artesanal. Y una deliciosa variedad de pescados frescos, además del chere o el quícharo salado: sábalos y doncellas, boquianchas y charres, guacucos y gúngumas, quícharos y bagres, micuros y barbudos, rabicoloradas y rollizos, aguja y beringo, y -cómo no- bocachico y dentón.

En el viejo Quibdó de nuestra infancia, cuando todavía en los barrios alcanzaban a oírse las campanas de la iglesia parroquial, los mandados eran una especie de conexión esencial de los niños con la historia de su pueblo, con su economía, con su vida cotidiana y con su gente, con su grandioso río tutelar y con su pródiga ruralidad.


[1] Para quienes deseen recordar o conocer la maravilla musical y narrativa que es esta canción (Jugando) de Zully Murillo, aquí la pueden oír: https://www.youtube.com/watch?v=MVQIIJzl0rc

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