Crónica de una
salvación
en el Hospital de Quibdó
Hospital San Francisco de Asís, Quibdó. 2022. Fotos: Archivo. |
Introito
Inaugurado oficialmente y con todos sus servicios a disposición el domingo 3 de febrero de 1935, el Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó, es una institución que forma parte del alma y de la historia del pueblo chocoano. Desde sus instalaciones y desde el servicio público de higiene, las primeras generaciones de médicos chocoanos y no chocoanos que a Quibdó llegaron a prestar sus servicios se erigieron en baluartes de la medicina social y de la salud pública, durante la primera mitad del siglo XX, cuando las condiciones sanitarias de las pequeñas ciudades y de los pueblos de la región contribuían a la presencia permanente de epidemias devastadoras. “Una de las razas fuertes y mejor conformadas para la conquista del trópico está en vía de desaparecer. Cerca de la mitad de la población campesina, es decir, 40.000 escombros humanos que agonizan, roídos por el pian y la miseria, sobre el suelo más rico de Colombia, exigen la inmediata intervención del Estado. Pero, no es el pian el único flagelo de esa raza: la anemia tropical, el paludismo y la tuberculosis requieren una acción oficial de saneamiento y asistencia verdaderamente eficaz”, expresaba Adán Arriaga Andrade, en un artículo publicado en la edición N° 2955 del periódico ABC.
Adán Arriaga Andrade fue el Intendente Nacional del Chocó a quien se debe el impulso final que hizo posible la inauguración del hospital, luego de una década de esfuerzos públicos significativos, entre los cuales son de histórico significado los adelantados por el también Intendente Nacional Jorge Valencia Lozano, en cuyo periodo -entre noviembre de 1927 y febrero de 1930- el Hospital San Francisco de Asís quedó casi terminado. Heliodoro Rodríguez Quiroz, Miguel Vargas Vásquez, Vicente Martínez Ferrer y Emiliano Rey Barbosa aportaron también con sus gestiones como gobernantes al largo proceso que condujo a que Quibdó contara con “un hospital de primera clase, digno de cualquier ciudad de Colombia”, como calificó el diario ABC, en su edición 2949, del 2 de febrero de 1935, al Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó.
Pero, no siempre ha sido así. Hasta hace unos treinta años, en el hospital de Quibdó, aún se tendían las camas con sábanas limpias y desinfectadas; los enfermos recibían alimentación adecuada a su condición; había agua en los sanitarios, lavamanos y duchas; las enfermeras y los médicos cumplían normalmente con sus turnos y desarrollaban su trabajo sin el martirio de meses y meses de sueldos no pagados; así como tenían a su disposición los elementos básicos para el desarrollo de sus labores, sin tener que pedirle a los enfermos que los compraran en las droguerías comerciales, cuyo lucrativo negocio creció hasta ocupar toda la cuadra del frente del hospital, debido a las profundas carencias en las que se fue sumiendo esta institución.
La pequeña muerte
El paludismo falciparum o malaria cerebral es literalmente una pequeña muerte o una muerte transitoria, precedida de una agonía brutal e indeseable: fiebres que calcinan el cuerpo, acompañadas de fríos polares y de sudores tan abundantes que las sábanas de la cama, el colchón y las fundas de almohada se mojan como si hubieran sido sumergidas en agua o les hubiera caído un aguacero durante todo el día y toda la noche; con la diferencia de que el remojo del sudor se siente más espeso en la tela y se desliza viscoso por el cuerpo moribundo, estragado y demolido por la enfermedad. La cabeza retumba como si estuviera siendo taladrada por un punzón de hierro fundido empujado a golpes por un martillo de herrería o como si mil puntillas de una pulgada estuvieran siendo simultáneamente clavadas por todas partes, en todo momento, sin una milésima de segundo de descanso; con el agravante de que, si uno mueve la cabeza, así sea con el pensamiento, el punzón se enciende y las puntillas se duplican, hasta sentir que algo va a estallar allá adentro. Extrañamente, uno no siente ni piensa que se va a morir; pero se está muriendo.
Malaria
Así más o menos, para no alargar el cuento, llegué yo al atardecer de un martes de hace 34 años, a finales de mayo de 1989, al servicio de urgencias del Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó. A primera hora de la mañana, en el Servicio de Erradicación de la Malaria, SEM, me habían tomado la muestra de la llamada Gota gruesa, el examen de diagnóstico rápido y eficiente del paludismo. Y a media mañana habían confirmado que efectivamente tenía paludismo del tipo falciparum, es decir, malaria cerebral; y que tenía tres cruces (+++), es decir, que me encontraba en el peor estado en el que un paciente con esta enfermedad puede hallarse, ya que el cultivo de los parásitos en el cerebro está en ese momento en su máximo esplendor, mientras que la salud general de uno como enfermo está entrando a su peor momento de decadencia. O sea que uno va rumbo a la muerte, aunque no sea consciente de ese lamentable estado, tan bien graficado por el signo de la cruz, que más parece el símbolo de un réquiem que la representación gráfica de un resultado de laboratorio.
Diligentemente, en Malaria -como se conocía popularmente este servicio, ubicado en la carrera séptima, entre calles 26 y 27 de Quibdó- le habían entregado a mi madrina Marta Inés Asprilla, quien fue mi enfermera de cabecera en todo este trance, además del crudo y aterrador diagnóstico, tres envoltorios de pastillas, en cada uno un medicamento diferente; con la indicación precisa de su administración y la advertencia clara, confirmada poco después por un médico del entonces aún existente Instituto Colombiano de Seguros Sociales, ICSS, -que pocos meses después sería convertido en el ISS- de que si después de ingerir el primer montón o coctel de pastillas las vomitaba debía acudir -en el menor tiempo que me fuera posible- al servicio de urgencias del Hospital San Francisco de Asís. Y que le avisaran, que él -el médico- iría hasta allá.
Agonía
Mientras se confirmaba el diagnóstico, que desde la primera fiebre ella había predicho, Marta Inés y mi mamá -que fue mi otra enfermera durante todo este trance- me acostaron sobre un lecho de ramas y hojas de matarratón, abundantemente dispuestas del modo más mullido que les fue posible debajo de la sábana de la cama y de la funda de la almohada, buscando con ello refrescar mi cuerpo y reducir un poco aquella fiebre que no bajaba de los límites peligrosos. Así mismo, además de aplicarme en la frente compresas de agua helada y de alcohol, y de refrescarme el cuello con un pañuelo humedecido, me daban a beber tomas pequeñas de agua de sauco y de limón, de Santa María de anís y de canela, y de no recuerdo cuántas cosas más, atacando con todos los recursos disponibles en los patios de las casas del contorno el dolor de cabeza, el vómito y las náuseas. Yo no comía desde hace dos días y, aunque moría de sed, toda el agua que tomaba se me devolvía. Tampoco podía dormir, pues me lo impedían la sensación de desamparo y agonía, el imparable dolor de cabeza y esa especie de marasmo creciente en el que minuto a minuto -y sin que pudiera hacer nada para evitarlo- me sumergía.
Una hora después de haber ingerido las primeras pastillas, las vomité. Marta Inés y mi mamá me dijeron que -como ya era tiempo del siguiente coctel, como de seis o siete pastillas a la vez- me tomara esa dosis y que, según lo que pasara, nos íbamos para el hospital. Mi mamá alcanzó a preguntarme por dos o tres pantalonetas y unas camisetas, mientras iba empacando no me acuerdo en qué, si en una chuspa o en un maletín, algo de ropa por si acaso… A los cinco minutos, con la fuerza del chorro a presión de un géiser, las pastillas que había ingerido -todavía en trozos no disueltos del todo- fueron saliendo por mi boca, expulsadas explosivamente, inevitablemente, imparablemente. Sentí que con las pastillas casi enteras había expulsado derretidos mis últimos alientos. Era evidente mi desmadejamiento. Mi empeoramiento lo era aún más.
Urgencias y hospitalización
Mary Moreno, auxiliar de enfermería, amiga mía, hija de Gonzalo -mi profesor de Historia y Director de grupo en la Normal de Quibdó- me recibió en Urgencias del Hospital San Francisco de Asís. Su ayuda inmediata y la vívida descripción que de mi estado hicieron Martica y mi mamá sirvieron para agilizar mi atención médica, la cual concluyó confirmando que, de inmediato, había que hospitalizarme; dicho lo cual, sin mediar ni un consuelo, en un santiamén, ya Mary me había canalizado una vena y había puesto a desocupar completo -en mi torrente sanguíneo- un inmenso frasco de solución salina; al cual, en no más de cinco minutos, le inyectaron -a través de su tapón de goma- no sé cuántos medicamentos, antes de conducirme -en la misma camilla en la que me habían acostado- hasta una pieza o habitación que acababan de desocupar en el segundo piso del hospital y que asearon, desinfectaron y alistaron, mientras terminaban de impartirme los primeros cuidados ahí en el servicio de Urgencias.
En el trayecto hacia la habitación, Mary me dijo que fresco, que yo sabía cómo era esto, que bastaba atacarlo para que se curara y que ya estaba siendo atacado, así que tranquilo, que no me preocupara y que, además, no fuera flojo, que ya yo sabía -por mi trabajo en las comunidades campesinas del Atrato y el Andágueda- lo duro que le tocaba a la gente, que ni siquiera atención médica tenía. Y así me fui durmiendo, de modo que, al llegar a la cama, bien tendida y olorosa a limpio, por primera vez en tres días -y durante un lapso de otros tres- me dormí y no volví a saber de mí más que a retazos, hasta que me desperté el sábado, cuando apenas estaba amaneciendo.
Durante tres días con sus noches -miércoles, jueves y viernes-, más la noche del martes en la que había ingresado y había sido hospitalizado como paciente de los Seguros Sociales, yo apenas si volví a saber de mí, de modo fragmentario, como en una cinta de celuloide a la que le faltaran fotogramas; como en un álbum al que le hubieran arrancado en su totalidad las fotos de alta definición, dejando únicamente las huellas rectangulares del adhesivo con el que estaban fijadas y unas cuantas y escasas fotos, borrosas y deterioradas unas, manchadas y casi invisibles las demás; como un libro al que le hubieran arrancado aleatoriamente más de la mitad de sus páginas, de modo que fuera imposible reconstruir la historia que contaba.
Desmemoria
Cuando todo había pasado, con la ayuda de mi mamá, de Marta y de otros familiares y amistades que en esos días me habían visitado o habían sabido de mí sin que yo ni cuenta me hubiera dado; reconstruí lo vivido a partir de los fragmentos de mi memoria y de los recuerdos que aún sobrecogían a quienes me habían cuidado. Y fue así, solamente así, como supe a ciencia cierta todo lo que en esos días había vivido e hice patentes pequeños detalles, como que había agua permanente en el lavamanos, en el inodoro y en la ducha de la habitación del hospital; que las sábanas de la cama las cambiaban todos los días y que tres veces al día me traían comida. Que las enfermeras, día y noche, entraban y salían, me cuidaban y atendían: alcanzo a recordar una que me afeitó la mano para que no me doliera mucho cuando me despegaran la cinta adhesiva con la que fijaban la aguja por la que inyectaban en mi vena los medicamentos. Que siempre y sin falta, a veces juntos, el médico de turno y el médico de los Seguros Sociales entraban y me examinaban, ajustaban el tratamiento y hasta ánimos me daban.
El sábado 3 de junio, veinte días antes de mi cumpleaños, a las 6 y media de la mañana, me desperté como si nada hubiera pasado, con excepción de que todavía me encontraba -como lo verifiqué con una rápida mirada- en aquella habitación del Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó. A la izquierda de la cama, estaba el soporte de los sueros, había una mesita metálica con gaveta superior y cajón debajo, una ventana de vidrio grande y una puerta, también de vidrio, que conducía a un balcón. Como si nada hubiera pasado -lo repito porque me impresiona lo sorprendente de esa sensación de olvido que siempre recordaré-, me levanté sin dificultad y caminé hasta el balcón. Me asomé. Hacía mucho sol. Se veía el Atrato, lento, caudaloso, fresco. Se veía un aserrío, contiguo al hospital. Se veía en panorámica un buen sector del barrio Kennedy, populoso, con algunos de sus techos de zinc oxidado y otros tejidos de paja montaraz. Y se oía, bastante, duro, como quizás todos los días en los que ahí había estado, pero no había oído, un vallenato estridente que sonaba a amanecida de biche y de aguardiente.
Por primera vez en más de una semana, desde ese balcón de esa habitación del segundo piso del Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó, mis ojos vieron, mis oídos oyeron, mi gusto supo a algo (al agua que tomé de un vaso que había ahí sobre el nochero), mi nariz olió a pantano de orilla y a queso frito en alguna casa vecina, mis manos tocaron y sintieron mi propia piel resucitada. Y en esas estaba, cuando entró de improviso una enfermera y me preguntó que yo qué hacía allá, que si estaba loco o qué. Le dije que no y ella sonrió.
Curado y salvado
Acostado en la cama nuevamente, atendiendo su requerimiento, la enfermera me tomó la presión y la temperatura; me miró las manos por la palma y por el dorso, al igual que ambos ojos, entreabriéndolos con dos dedos de sus manos; oyó mi respiración con su fonendoscopio y anotó diligentemente datos y observaciones en la historia clínica. Preguntó tres o cuatro cosas y me sonrió nuevamente, mientras me decía que lo más seguro era que yo ya estuviera curado, pero que había que esperar a que el médico de turno y el médico de los Seguros me examinaran para confirmarlo.
Al mediodía de ese sábado, después de una revisión bastante exhaustiva, que incluyó muchas preguntas para verificar el estado básico de mi memoria, un médico de turno me informó que me iba a dar de alta y que me iba a dar una incapacidad de diez días. Me dio instrucciones de cuidado para las próximas semanas y me dio la mano, mientras me decía que el día que había ingresado yo estaba que me moría. Era el mismo médico de Urgencias que me había atendido aquel martes en el que Mary, mi amiga enfermera, me había llevado hasta esa habitación en donde había estado los últimos cinco días. Esa habitación del Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó, en donde me habían salvado la vida.
Bendiciones mil Julio, excelente escrito.
ResponderBorrarUn abrazo
Apreciado Julio César: Muy buena tu crónica como paciente con malaria cerebral por P. falciparum; de verdad que te salvaste de "chepa" gracias a la experticia de esos médicos que sabían abordar muy bien al paciente con paludismo.
ResponderBorrarDesafortunadamente la descentralización de los programas de enfermedades transmitidas por vectores fue invadida por el clientelismo y la corrupción en este país. En realidad fue un grave error el prescindir de ese recurso humano tan calificado a los que llamábamos cariñosamente "malarios"
Saludos,
Pedro Romero Arriaga
"si uno mueve la cabeza, así sea con el pensamiento".
ResponderBorrarExcelente texto apreciado Julio Cesar renacido del paludismo; no llegué al cerebral, pero en el Atrato pesqué uno que me mantuvo 13 dias sin comer solidos y sudando como lo describes. Ese tiempo fue mejor.