La muerte en Quibdó del primer Prefecto Apostólico del Chocó
Hace 111 años, que se cumplieron el pasado 23 de febrero, un hecho luctuoso conmocionó a la población quibdoseña y chocoana, a los gobiernos nacional y regional, a la iglesia católica colombiana y a la congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María o Claretianos: la muerte -en Quibdó- del sacerdote misionero español Juan Gil y García, CMF, primero en ejercer la responsabilidad de Prefecto Apostólico del Chocó, una jurisdicción eclesiástica que apenas iba a cumplir cuatro años de haber sido creada por el pontífice romano.
Gil y García, que al morir tenía 45 años de edad, gozaba de gran aprecio y respeto en la feligresía chocoana, entre sus hermanos de congregación y entre las autoridades civiles del ámbito regional y nacional, incluyendo al entonces presidente de Colombia, el antioqueño Carlos E. Restrepo, quien el año anterior le había encomendado personalmente la tarea de reunirse con una señorita -también antioqueña- llamada Laura Montoya. Esta joven mujer, con título de normalista y notoria vehemencia de palabra, se había dirigido incesantemente a la presidencia buscando apoyo para su idea de fundar una comunidad religiosa de mujeres, que se dedicara a evangelizar a los indígenas en sus propias tierras, allá donde nadie acudía; para llevarles -según sus palabras- las semillas del verbo divino y la educación católica. La Prefectura del Chocó, particularmente en las zonas de Pueblo Rico, Mistrató, Purembará, el Chamí y el Baudó, era territorio propicio para ello, opinaba el presidente Restrepo. El Padre Gil y García, cumpliendo el encargo, se reunió en cinco ocasiones con la señorita Montoya y terminó facilitando y apoyando sus planes misioneros. Un siglo después, la jovencita sería elevada a los altares por un papa argentino que, en ese momento, ni siquiera había nacido.
Desde la noche de su muerte, el día del entierro y durante casi los nueve días de la novena de difuntos celebrada por el alma del Padre Prefecto, como usualmente se le denominaba, un silencio solemne y respetuoso se apoderó de Quibdó. Incluso los bares nocturnos, que solían funcionar hasta la media noche, cerraban sus puertas al anochecer o prolongaban sus juergas a puerta cerrada y con el mayor sigilo posible. El Padre Juan Gil y García, como se lo oí decir -cuando niño, en el barrio Munguidocito, de Quibdó- a una vecina que había nacido a finales del siglo XIX, era el muerto más importante que ella había conocido en toda la historia del Chocó y jamás olvidaría que la ciudad entera había asistido a su entierro, consternada porque el misionero hubiera atinado a venirse a morir en esta orilla del Atrato, sin familia alguna y tan lejos de su tierra y de su casa.
Ese viernes, 23 de febrero de 1912, cuando el Intendente Nacional del Chocó, Justiniano Jaramillo, apenas terminaba de tomar el pousse-café después de una cena frugal y el reloj de péndulo del comedor de su casa estaba anunciando las ocho de la noche, las campanas de la iglesia parroquial comenzaron a tocar a duelo. Simultáneamente, desde la puerta de entrada lo llamaban a voces, mientras golpeaban insistentemente. Era evidente que se trataba de una mala noticia y que el difunto era importante, tan importante que las campanas de la Parroquia lo anunciaban a esa hora de la noche.
Acomodándose rápidamente la chaqueta blanca de mezclilla, que se había empezado a quitar para irse a dormir, el Intendente Justiniano Jaramillo abrió la puerta de su casa. No bien había terminado de hacerlo, el mensajero menos aterrado de los dos que habían estado vociferando y tocando a su puerta, sin saludarlo siquiera, le soltó la mala noticia: que le mandaba a decir el Padre Nicolás Medrano que el Padre Prefecto se acababa de morir, a pesar de que el Doctor Heliodoro Rodríguez había hecho todo lo que médicamente era posible para salvarle la vida.
En efecto, el Padre Juan Gil y García, primer Prefecto Apostólico del Chocó, acababa de morir, a los 45 años de edad, en la ciudad adonde había llegado hace tres años, en la tarde del domingo 14 de febrero de 1909, a la cabeza de un grupo de misioneros claretianos cuyos integrantes eran todos de nacionalidad española: los padres Juan Codinach, Andrés Villá y José Fernández, y los hermanos coadjutores Hilario Goñi, Félix Reca y Ramón Casáis; que habían sido precedidos por los padres Agustín Quiroga y Nicolás Lanas, y el hermano coadjutor Urbano Simón, quienes se habían adelantado al grupo para prepararlo todo en Quibdó antes de la llegada de sus compañeros, para asumir los destinos de la Prefectura Apostólica del Chocó, que había sido erigida el 28 de abril de 1908, mediante decreto del Papa Pío X.
«No han olvidado aún los asistentes -escribía algunos años después el Padre Medrano- los entusiastas saludos, los efusivos abrazos, los animados vivas, el saludo oficial o discurso pronunciado por el Señor Gobernador Don Eduardo Ferrer, la elocuentísima contestación del Padre Gil, gran maestro de la palabra, y la sinceridad con que, en el templo parroquial, hermosamente engalanado, abrió por primera vez su corazón a los fieles que colmaban las naves de la Iglesia. El Padre Gil recordaba con ternura tan grandiosa recepción que repetidas veces fue tema de sus conversaciones familiares».[1]
Los males de salud del Prefecto Apostólico Gil y García habían comenzado a principios de enero, cuando -después de visitar Paimadó e Istmina- “se vio acometido por unas fiebres altas y biliosas que lo tuvieron en cama durante 10 días. Repuesto de ellas y arreglados los asuntos de la comunidad y Parroquia de Istmina (pues no pudo visitar más poblaciones), regresó a Quibdó a principios de Febrero”[2]. Las últimas horas de su vida fueron narradas con detalle por el Padre Nicolás Medrano, quien siempre fue su incondicional apoyo en las ausencias y en las contingencias de salud; de la siguiente manera.
“El
21 de febrero se levantó algo tarde; y después del mediodía, volvió a acostarse
con algo de fiebre; como a las tres, estuve conversando con él y recibiendo
algunas instrucciones acerca de varios asuntos y me retiré dejándolo tranquilo.
A eso de las 6 de la tarde, uno de nuestros Hermanos (q.e.p.d.) bajó diciendo
con voz alterada a los que nos hallábamos reunidos: «El Padre Prefecto no me
gusta nada; parece que le va a dar congestión; se le trabucan las palabras».
Volamos a su lado; pero nos recibió con tal sosiego; habló con nosotros tan
naturalmente, que creíamos exageración la alarma del Hermano: todavía, al irnos
a acostar, denotaba calma; mas, cuál no sería nuestra sorpresa cuando al
amanecer del 22 fuimos a saludarlo y no pudimos entender lo que decía.
Inmediatamente pasamos aviso al médico de cabecera, doctor Heliodoro Rodríguez,
quien calificó la enfermedad de semi-congestión, y le recetó enseguida los
remedios que le parecieron convenientes. Calcúlese nuestro interés por aplicar
al pie de la letra las prescripciones médicas; pero también nuestra
consternación, al ver pasar el día sin mejorar en lo más mínimo; sin poder
entenderle una palabra; al contemplar aquella mirada indiferente y aquella risa
(perdónese la palabra) como estúpida y sin motivo alguno… Cuando el médico
volvió calificó de muy grave el estado del enfermo; la noticia de la gravedad
se regó como pólvora inflamada y nunca podremos relegar al olvido la ansiedad
con que todos averiguaban por el curso de la enfermedad; el interés con que
multitud de personas amigas ayudaban a los de casa; el trabajo de tantos
señores que se prestaban a servir a los médicos; y hasta la severidad que hubo
de ponerse en juego para moderar la entrada en el cuarto del paciente. Seguía
este sin mejoría; y, al anochecer del mismo 22, resolvieron los médicos
sangrarle. Todo fue inútil. A las 8 de la noche del 23 de febrero de 1.912, la
campana de la Parroquia, con tañido fúnebre, anunció a la población que el
Reverendísimo Padre Juan Gil y García había fallecido”[3].
Enterado de los pormenores de las postrimerías de la vida del Padre Juan Gil y García, primer Prefecto Apostólico del Chocó; y habiendo expresado uno a uno a los misioneros sus sentimientos de pesar, a nombre propio, de la Intendencia y del gobierno nacional, en particular del Presidente de la República, Carlos E. Restrepo; el Intendente Nacional del Chocó, Justiniano Jaramillo, se dedicó a pensar en las palabras que dirigiría a la concurrencia durante el sepelio del Padre Prefecto. Mientras rezaba el rosario, de rodillas en el reclinatorio acolchonado y adornado de la primera banca de la iglesia, destinada a las personalidades y autoridades de la ciudad; Jaramillo decidió que tomaría como base de su discurso un texto del informe que en julio del año anterior le había presentado al Ministro de Gobierno, en el que se refería a los misioneros. Allí en el templo parroquial, colmado de gente quibdoseña que había concurrido a darle su último adiós al Padre Gil y García; el Intendente Jaramillo repasó las ideas centrales de aquel texto, que recordaba casi de memoria y que a la letra decía:
“Motivo
de especial complacencia es para el infrascrito el consignar en este informe
que las tareas oficiales de la Intendencia del Chocó han sido secundadas
admirablemente por los Reverendos Padres Misioneros Hijos del Corazón de María,
a quienes en buena hora confió el Gobierno Nacional la dirección espiritual de
esta importante región, así como la difusión evangélica hasta los lugares más
remotos de la Intendencia.
[…]
La creación de la Prefectura Apostólica del Chocó ha sido, pues, para esta importante comarca, de trascendentales e incalculables beneficios. Los Padres misioneros se han excedido, si puedo expresarme así, en el ejercicio de sus funciones evangélicas. Venciendo las inclemencias de un clima tropical al cual no estaban acostumbrados, y a costa de cruentos y dolorosos sacrificios, se han dedicado de lleno a su labor instructiva, y lo han hecho con tanta acuciosidad y tanta energía, que hoy puede decirse con orgullo que no queda un solo lugar del Chocó, por apartado que esté, ni un Corregimiento, por infeliz que se le suponga, adonde no haya llegado la enseñanza religiosa esparcida por los abnegados misioneros que recorren el Chocó en todas direcciones”.[4]
En la mañana del sábado 24 de febrero de 1912, centenares de campesinos que habían concurrido al mercado semanal de Quibdó pasaron por la iglesia parroquial a rezar por el difunto Prefecto. “Su cadáver, con insignias sacerdotales revestido, fue expuesto durante toda la noche [del viernes]; no hubo persona en Quibdó que no desfilara ante él, rogando por el eterno descanso de su alma y la ciudad entera se halló presente al entierro y funerales, acompañando sus restos al cementerio, dando así el último adiós a quien tanto los había amado y de quienes con igual cariño se vio correspondido”[5].
Quibdó, 1920. FOTO: Misioneros Claretianos. |
[1] Misioneros
Claretianos-Gobierno General-Prefectura General de Espiritualidad, Roma 2020.
Web Año Claretiano. https://www.itercmf.org/biografias-claretianas/rvdmo-p-juan-gil-y-garcia/
[2] Ibidem.
[3]
Medrano, Nicolás. Corona Fúnebre. Tipografía El Voto Nacional, Bogotá. 1934.
Citado en: Misioneros Claretianos-Gobierno General-Prefectura General de
Espiritualidad, Roma 2020. Web Año Claretiano. https://www.itercmf.org/biografias-claretianas/rvdmo-p-juan-gil-y-garcia/.
[4] Informe del Intendente Nacional del Chocó al Señor Ministro de Gobierno. Edición oficial. Bogotá, Imprenta Nacional. 1911. 31 pp. Pág. 23.
[5] Misioneros Claretianos-Gobierno General-Prefectura General de Espiritualidad, Roma 2020. Web Año Claretiano. https://www.itercmf.org/biografias-claretianas/rvdmo-p-juan-gil-y-garcia/
[6]
Ibidem.
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