lunes, 7 de junio de 2021

A propósito del Día Mundial del Medio Ambiente

 A propósito del Día Mundial 
del Medio Ambiente

Imaginando la paz y La Esperanza. De la serie Abrazos en Blanco y Negro, 
serie de dibujos a plumilla, de Jafeth Gómez, artista caucano.  https://www.jafeth.com.co/

Apenas han pasado un poco más de treinta años desde que en el Informe Brundtland, Nuestro futuro común, se nos advirtió, a la humanidad entera, que la manera como estábamos habitando el planeta Tierra era cada vez más inadecuada y estaba poniendo en riesgo nuestra propia existencia. Cinco años después de dicho informe, del 3 al 14 de junio de 1992, se llevó a cabo la denominada Cumbre de la Tierra, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, en Río de Janeiro (Brasil), cuya declaración final, junto al informe de 1987 liderado por la entonces Primera Ministra de Noruega, Gro Harlem Brundtland, se convirtieron en una especie de manifiestos fundacionales del ambientalismo contemporáneo, ad portas del siglo XXI. Tres décadas después, aunque se convirtió en artículo de fe y en coro de la salmodia verde de la ecología actual, no estamos nada cerca de hacer realidad el concepto ahora clásico del desarrollo sostenible, definido como aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones.

Por su extraordinaria vigencia para la reflexión y la contextualización histórica del problema en el que estamos metidos como humanidad, El Guarengue les ofrece dos textos de Eduardo Galeano, publicados en 1994, en su libro Úselo y tírelo. El mundo visto desde una ecología latinoamericana, de Editorial Planeta Argentina.

Una grave distracción de Dios

En sus Diez Mandamientos, Dios olvidó mencionar a la naturaleza. Entre las órdenes que nos envió desde el monte Sinaí, el Señor hubiera podido agregar, pongamos por caso: “honrarás a la naturaleza, de la que formas parte”. Pero no se le ocurrió.

Hace cinco siglos, cuando América fue apresada por el mercado mundial, la civilización invasora confundió a la ecología con la idolatría. La comunión con la naturaleza era pecado, y merecía castigo. Según las crónicas de la conquista, los indios nómadas que utilizaban cortezas para vestirse jamás desollaban el tronco entero, para no aniquilar el árbol, y los indios sedentarios plantaban cultivos diversos y con periodos de descanso, para no cansar la tierra. La civilización que venía a imponer los devastadores monocultivos de exportación no podía entender a las culturas integradas a la naturaleza, y las confundió con la vocación demoniaca o la ignorancia.

Y así siguió siendo. Los indios de Yucatán, y los que después se alzaron con Emiliano Zapata, perdieron sus guerras por atender las siembras y las cosechas del maíz. Llamados por la tierra, los soldados se desmovilizaban en los momentos decisivos del combate. Para la cultura dominante, que es militar, así los indios probaban su cobardía o su estupidez.

Para la civilización que dice ser occidental y cristiana, la naturaleza era una bestia feroz que había que domar y castigar para que funcionara como una máquina, puesta a nuestro servicio desde siempre y para siempre. La naturaleza, que era eterna, nos debía esclavitud.

Muy recientemente nos hemos enterado de que la naturaleza se cansa, como nosotros, sus hijos; y hemos sabido que, como nosotros, puede morir asesinada. Ya no se habla de someter a la naturaleza: ahora hasta sus verdugos dicen que hay que protegerla. Pero, en uno u otro caso, naturaleza sometida o naturaleza protegida, ella está fuera de nosotros. La civilización que confunde a los relojes con el tiempo, al crecimiento con el desarrollo y a lo grandote con la grandeza, también confunde a la naturaleza con el paisaje, mientras el mundo, laberinto sin centro, se dedica a romper su propio cielo.

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¿Somos todos culpables de la ruina del planeta?

La salud del mundo está hecha un asco. “Somos todos responsables”, claman las voces de la alarma universal, y la generalización absuelve: si somos todos responsables, nadie es.

Como conejos se reproducen los nuevos tecnócratas del medio ambiente. Es la tasa de natalidad más alta del mundo: los expertos generan expertos y más expertos que se ocupan de envolver el tema en el papel celofán de la ambigüedad. Ellos fabrican el brumoso lenguaje de las exhortaciones al “sacrificio de todos” en las declaraciones de los gobiernos y en los solemnes acuerdos internacionales que nadie cumple. Estas cataratas de palabras, inundación que amenaza convertirse en una catástrofe ecológica comparable al agujero de ozono, no se desencadenan gratuitamente. El lenguaje oficial ahoga la realidad para otorgar impunidad a la sociedad de consumo, a quienes la imponen por modelo en nombre del desarrollo y a las grandes empresas que le sacan el jugo.

Pero las estadísticas confiesan. Los datos ocultos bajo el palabrerío revelan que el veinte por ciento de la humanidad comete el ochenta por ciento de las agresiones contra la naturaleza, crimen que los asesinos llaman suicidio, y es la humanidad entera quien paga las consecuencias de la degradación de la tierra, la intoxicación del aire, el envenenamiento del agua, el enloquecimiento del clima y la dilapidación de los recursos naturales no renovables.

1 comentario:

  1. Excelente artículo para que se tome conciencia de la destrucción que se propicia contra el planeta Tierra.
    Aún hay tiempo para la reivindicación.
    Gracias y saludos.

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