lunes, 31 de mayo de 2021

Mayo

Mayo

A madres como estas les celebrábamos su día en la Escuela Anexa,
en aquellos domingos de mayo. Fotos cortesía de sus hijos.

En la Escuela Anexa a la Normal Superior para Varones, de Quibdó, mayo era el mes de la madre, la celebración de cuyo día era literalmente un acontecimiento, que suscitaba y reunía lo mejor de nuestros infantiles sentimientos y de nuestra disposición para los homenajes. Nos gustaba mucho ese día, domingo, porque veníamos a la escuela -cada uno con su mamá- a disfrutar de un variado programa, que incluía el saludo de Don Arnulfo Herrera, Director de la escuela; el Himno a las Madres (“Por nuestras santas madres / con todo el corazón / entonemos un himno / de ternura y amor. / Que las que vivan gocen / de dicha paz y amor / y las que ya murieron / que las bendiga Dios…”); una oración y un minuto de silencio por las madres muertas; música de guitarras, con repertorio de boleros y de canciones típicas chocoanas; declamación de poesías populares alusivas a las madres; números de canto o representaciones a cargo de nosotros, los hijos y alumnos; rifas de regalos, como cortes de tela para vestidos, adornos para la casa, juegos de vasos y jarras de vidrio, juegos de cubiertos de mesa, manteles y otros utensilios domésticos; y un pequeño refrigerio que a veces llevaba, para ellas y para las maestras y maestros, una copita de vino de unos moscateles tan dulces que el sabor saltaba a la vista, cual melao derritiéndose en el calor del festivo ambiente que siempre se vivía en la ocasión.

A tan importante festejo anual asistíamos con el uniforme de gala, el cual -cuando cursamos de primero a tercero- constaba de pantalón de paño azul oscuro, camisa blanca de manga larga y un corbatín negro. Y después -en los grados cuarto y quinto- incluyó un saco azul de paño; en ambos casos con zapatos negros, casi todos de marca Grulla, que siempre debíamos traer perfectamente embolados. Ese uniforme, que era el mismo con el cual recorríamos caminando o marchando en fila medio Quibdó de la época, a pleno sol de media mañana y de mediodía, cuando había desfiles conmemorativos o entierros de personajes ilustres o importantes para la escuela, era complementado el Día de la Madre con un accesorio al que las maestras llamaban insignia y cuya simbología siempre nos conmovió: una pequeña cinta -a veces con una diminuta imitación de un clavel- que se pegaba a la camisa con un alfiler de cabecita y cuyo color dependía de si quien la portaba tenía o no a la mamá viva. Los hombres adultos cuya madre era difunta portaban generalmente, en su brazo derecho y rodeando la manga de su camisa, casi siempre de manga larga, una cinta negra de unos dos o tres centímetros de ancho, que también usaban como expresión de luto cuando nos llevaban a funerales en la Catedral y a entierros en el único cementerio que toda la vida ha tenido Quibdó.

La solemne celebración del Día de la Madre se desarrollaba sin prisa y era notorio en nuestras maestras y nuestros maestros la diligencia y el gusto con el que la organizaban y la llevaban a cabo. Casi siempre comenzaba a las 8:30 o 9:00 y se prolongaba hasta cerca del mediodía. Las mamás que asistían, que eran todas, menos las que estuvieran enfermas, la disfrutaban al máximo: reían, lloraban, nos abrazaban, se emocionaban, celebraban. Y, para completar la felicidad, tenían la oportunidad -ese día- de abrazarse entre ellas, de saludarse sin los afanes cotidianos, de charlar un rato a la entrada o a la salida del acto, juntándose de a dos o de a tres o en grupos que se formaban cuando se reunían esas parejas y tríos. Lo cual las dejaba aún más felices, pues eran amigas entre ellas, en muchos casos desde la infancia, y a veces pasaba mucho tiempo sin que se vieran más que cuando se tropezaban en la calle, mientras hacían compras o diligencias, o cuando las citaban a la escuela para las llamadas reuniones de padres de familia, que en realidad eran siempre de madres de familia.

Mayo era también el mes de la Virgen María en la Escuela Anexa a la Normal Superior para Varones, de Quibdó. La Seño Imelba, a quien solíamos llamar Doña Imelba, se encargaba de que así fuera. Con su proverbial serenidad y su característico aplomo, ella adornaba del modo que más bonito le parecía una imagen de la Virgen que había en la mitad de un gran patio, mitad jardín y mitad huerto, que tenía la escuela y que la separaba del Aula máxima o auditorio de la Normal. Este patio finalizaba en un sembrado de matas de plátano, contra un muro de cerramiento que daba a lo que entonces aún era parte del descomunal monte de Cabí.

Doña Imelba nunca fue nuestra maestra de grupo, pero todos los del salón la recordamos por su sonrisa y buen trato, y porque era ella quien siempre dirigía los rezos y los cantos en la escuela: Doña Imelba era algo así como la encargada oficial de esta celebración. Además de ser la única que se ocupaba de arreglar con devoción un altar para aquella imagen de la virgen, Doña Imelba era, al parecer, la única que sabía rezar del todo bien entre los maestros y las maestras de la escuela, pues todos los días dirigía los rezos que nos ponían a hacer, en la formación general por cursos, previa al comienzo de la jornada escolar (“Oh, Señora mía, Oh, madre mía, yo me ofrezco todo a vos y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón; en una palabra, todo mi ser. Ya que soy todo vuestro, oh, madre de bondad, guardadme y protegedme como cosa y posesión vuestra. Amén”). Y era también quien nos enseñaba casi todos los cantos, incluidos los de la Virgen, que obviamente en el mes de mayo era cuando más nos ponían a cantar.

El famoso canto de “el 13 de mayo, la Virgen María…”, objeto de tantas y tan risibles parodias, es obviamente uno de los más recordados entre los que aprendimos con Doña Imelba. Pero, hay otro que ella nos enseñó que también recordamos mucho, cuyo tono lento y su triste y llorosa cadencia nunca he podido saber si provienen de la música original o del hecho simple de que nosotros, en aquella época, convertíamos en aguabajo cuanta canción nos pusieran a cantar, incluido el himno del colegio y el Himno Nacional. De ese canto únicamente conseguimos aprendernos la primera estrofa, las demás no, porque no las entendíamos. Así que, con sentido práctico de maestra experimentada, Doña Imelba cantaba las demás y nos hacía volver a la primera estrofa, como si fuera el coro (o quizás lo fuera, no sé): “Como busca el tierno infante, afligido y pesaroso, / el descanso y el reposo en el seno maternal, / así yo, desde que brilla la blanca luz de la aurora, / vengo buscando, Señora, tu cariño celestial (bis)”.

Mayo era también, en aquellos tiempos de aquella escuela inolvidable, la feliz expectativa de la cercanía de las vacaciones de junio, que traían la diversión permanente a las calles y andenes, los baños eternos en los aguaceros eternos, las excursiones en balsa por la quebrada La Yesca, los juegos en grupo de día y de noche con las amigas y los amigos del barrio, las caminadas diurnas y las jornadas nocturnas de sentarse en una esquina a echar cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, de Pedro de Urdimalas o de Urdemalas, para nosotros Pedro Dimales o Pedro Rimales, del Diablo y la Diabla, o de Pedro, Juan y Diego. Mayo era también el mes en el que se celebraba el Día del Maestro, que ellos y ellas festejaban por su cuenta, pues nosotros, acatando la costumbre de la época en cuanto a la separación estricta de los espacios propios de los adultos, cuando más los felicitábamos la víspera antes de irnos para nuestras casas.

Así era el mes de mayo de la infancia y así lo podíamos evocar hasta hace poco, al hacer memoria de aquella escolar niñez. Ahora no. Ahora, los domingos de mayo comienzan con noticias sobre la muerte de amigos entrañables, a manos de una pandemia que pareciera no tener fin, o son la triste ocasión para la aniversaria evocación de la muerte de Teresa, "en cuya frente el cielo empieza". Ahora, además, para colmo de nuestro infortunio, mayo se convirtió en una hecatombe cotidiana, por obra y desgracia de la indolencia y la irresponsabilidad de legisladores y gobernantes, guiados por la insania de su innombrable patrón, un tirano desalmado que imparte sus siniestras y perentorias órdenes desde la trinchera impune de sus feudos y desde la repugnante asepsia de su cuenta de Twitter.

8 comentarios:

  1. Cómo es costumbre, excelente artículo; agradable y fiel evocación de esa entrañable Escuela Anexa a la Normal de Varones. Gratos recuerdos de la seño Imelda, quien junto a la seño Saray Caicedo de Mayo, fungían como madres y guías de quienes tuvimos el privilegio de disfrutar sus afectos de verdaderas maestras.
    Gracias Julio César

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  2. Son relatos que nos recuerdan aquellos años de escuela de encuentro y de disfrute. Gracias Julio

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  3. Gracias por esa semblanza tan especial que haces de mi madre, sobre todo ese retrato tan personal del compartir con un ser de luz como lo fue ella. Gracias nuevamente. Espero puedas compartir con nosotros tus escritos hacia adelante.

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    1. La Maestra Imelba es realmente memorable para los "anexos" y también lo fue después, como Coordinadora de Prácticas, cuando ya estábamos en la Normal. Gracias por leer El Guarengue: siempre bienvenido. Déjeme aquí su correo y seguiré enviándole el artículo cada semana.

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    2. Jorge Valencia Valencia
      jorval56@gmail.com

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  4. Y gracias a Elías Córdoba por darnos a conocer tú escrito. Saludos miles para ustedes.

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  5. Gracias Julio César. Hermoso y conmovedor escrito, conduce a una mezcla de sentimientos, un tiempo pasado que fue mejor.
    Gracias, gracias, gracias.

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Sus comentarios son siempre bienvenidos. Gracias.