lunes, 21 de junio de 2021

Hágase la luz

Hágase la luz

Aún no se han cumplido cincuenta años de la inauguración de la línea de interconexión eléctrica entre Bolombolo y Quibdó, por parte del entonces Presidente de la República Misael Pastrana Borrero, un día inolvidable de febrero de 1973, cuando, además de la pequeña tragedia de decenas de bombillos quemados, algunas neveras y unos cuantos radios y televisores afectados, medio pueblo se ilusionó con la idea de que la disponibilidad de luz en los bombillos no volvería a depender de los horarios nocturnos de la vieja planta eléctrica que estaba instalada en una amplia edificación de la Carrera Primera, frente a las canchas de basquetbol del complejo educativo del Barrio Escolar, yendo hacia el otrora Hotel de Turismo Citará.

Antes de ese día, además de unos pocos televisores por barrio, unos cuantos radios más y unas cuantas neveras eléctricas, había neveras de petróleo en la ciudad y en cuanto caían las luces de la noche, si la planta eléctrica de la Carrera Primera no funcionaba por desperfectos o por falta de combustible, o si se presentaban daños locales en los cables de los barrios o de las casas, se vivía a la luz de las velas, de los quinqués o de las lámparas artesanales de querosín, que eran un sencillo artificio de buhonero u hojalatero, fabricadas a partir de un tarro de leche en polvo (Klim o Nido) al que se le adaptaba en la tapa un tubo de hojalata a través del cual pasaba una mecha que se humedecía del tarro con querosín y se asomaba para ser encendida. De modo que cuando las noches eran tempraneras y oscuras los escolares terminaban sus tareas diarias iluminados por quinqués o velas o por aquellas lámparas hechizas. Con esos mismos tarros, los niños elaboraban sus lámparas portátiles o linternas, fijando un cabo de vela en el interior del tarro, cuya luz se proyectaba a través de agujeros circularmente y simétricamente dispuestos, que se abrían con un clavo en el fondo de la lata. Provistos de estas lámparas, a las que se le ponía un asa de alambre o de cualquier guasca disponible, los niños iban de su casa a la tienda o deambulaban de un andén a otro para reunirse con sus amigos y sentarse a charlar o a echar cuentos, en aquellas noches oscuras cuando la luz de la planta fallaba y no había luna que la reemplazara.

Así pues, aquel día memorable de 1973, llegó a la ciudad la luz por interconexión y medio pueblo pensó que la oscuridad en las noches era cosa del pasado. La Subestación de Huapango, situada en predios del norte de Quibdó que aún eran monte y estaban rodeados de monte, sería a partir de entonces otra zona de nuevo y denso poblamiento de la ciudad. En sus alrededores, y sin que la gente pensara siquiera en lo que significaba vivir expuesto a los campos electromagnéticos del lugar y demás riesgos concurrentes, fue naciendo casa por casa el sector o barrio automáticamente bautizado La Subestación, abigarrado y profuso sobre planicies, lomas, colinas, zanjas y pantanos del área de influencia de la microcuenca baja de El Caraño. Pero, tendrían que pasar muchos años, casi hasta nuestros actuales días, para que la luz que a Quibdó llegó con la Subestación de Huapango fuera realmente permanente; pues, hasta bien entrado el presente siglo, aún era frecuente que cada vez que llovía, incluso si el aguacero era en la trocha entre Bolívar (Antioquia) y Quibdó, la luz se fuera y nunca se supiera cuándo regresaría.

Dicha intermitencia, además de las tarifas y de las variaciones de voltaje en el servicio, impidieron que la suscripción o matrícula de los hogares quibdoseños al nuevo servicio de energía eléctrica interconectada fuera masiva e inmediata, sobre todo en los sectores periféricos de la ciudad, durante el resto de la década de los años 1970, desde su inauguración. La gente decía que a esa luz no se conectaba porque le quemaba los bombillos y se volvió costumbre que así como antes -cuando el servicio lo prestaba una planta- se usaba un elevador de voltaje para regular la corriente en las neveras y normalizar su funcionamiento; en el momento de la interconexión se recurriera al uso de reguladores o estabilizadores para proteger las neveras, los televisores y los ventiladores, tres electrodomésticos cuyo uso vendría a popularizarse con la llegada de la luz, a finales de los años 1970 y comienzos de la década de 1980; al igual que las radiolas y equipos de sonido, y las estufas eléctricas, que paulatinamente fueron reemplazando los fogones Esso Candela, que durante tantos años habían formado parte de la vida cotidiana de muchos hogares quibdoseños, como también el fogón de leña en otros casos.

Durante tres cuartas partes del siglo XX, Quibdó vivió sus noches a la luz mortecina de bombillos que alumbraban a duras penas un poco más que una vela o una lámpara de querosín y que poco servían, por ejemplo, para iluminar el cuaderno de tareas escolares, pues, además de escasa su luz, era muy alta su ubicación en las paredes o pendiendo de un alambre desde los cielorrasos; así que no alcanzaban a iluminar lo suficiente, aún con lo entrenados que estaban los ojos de aquellos muchachos para jugar y leer de noche, tanto que les bastaba la luz de una luna en cuarto menguante para terminar de hacer una división de tres cifras o una regla de tres compuesta.

A partir de 1973, llegada la interconexión, cuando en la memoria de la gente aún estaba viva la imagen de las llamas tragándose a Quibdó en el incendio de 1966; los bombillos empezaron a alumbrar más y los electrodomésticos -adquiridos con el novedoso y recién introducido sistema de pago por cuotas mensuales- no solamente empezaron a funcionar mejor, sino que también -quién lo hubiera pensado- empezaron a formar parte de las vidas cotidianas de sectores cada vez más amplios de la población. Los televisores y las neveras, que hasta ese momento eran una exclusividad que funcionaba como marca de clase, comenzaron a ocupar también las salas de los más pobres y adquirirlos se volvió un sueño diariamente acariciado por las familias. De hecho, a propósito de ese sueño, surgió el negocio de las rifas de electrodomésticos en diciembre, cuyas boletas, que jugarían con los números del premio mayor de la Lotería del Chocó, se adquirían también a plazos y se iban pagando a lo largo de las semanas que faltaban para el sorteo, pues -como lo advertían las coloridas boletas, que solían traer imágenes de los aparatos rifados- “boleta sin cancelar no juega”.

Hace casi un siglo, recién instalada una de las primeras plantas eléctricas con capacidad para iluminar en su totalidad a la próspera población que era el Quibdó de entonces, la edición 2299 del periódico ABC, publicada el 24 de octubre de 1930, bajo el título “Abusos en tarifas de energía”, denunciaba que “la luz eléctrica de Quibdó resulta la más cara del mundo. Comparándola únicamente con la de Condoto e Istmina vemos que aquí se cobra un 100% más por el servicio mensual”. Y explicaba que, mientras en esas dos poblaciones se cobraban 2 pesos oro por cada bombilla de 100 vatios y 80 centavos por una bombilla de 50 vatios, en Quibdó, “por las mismas bombillas se exigen al consumidor $4,50 y $2,25 respectivamente”. En su edición número 2300, al otro día, el ABC hacía públicas las quejas de algunos vecinos por “la falta de luz en sus vecindarios”, en una nota en la que también denunciaba que “las calles de Quibdó se encuentran llenas de basuras sin que se sepan los motivos, pues es sabido que el municipio paga a algunos empleados para el barrido de ellas”.

Un poco más de un mes atrás, el mismo periódico ABC, en su número 2273, del jueves 11 de septiembre de 1930, había informado que “desde el 26 de agosto viene la ciudad padeciendo las noches oscuras” y que, a pesar de que el ingeniero de la planta había informado que la reparación de la caldera de vapor no tomaría más de diez días, “tenemos contadas 16 noches y la luz no aparece”. “Y no se diga que antenoche se prestó el servicio, puesto que sin que sepamos los motivos, antes de las 12 fue cortada. Fuera de que en las horas en que nos visitó la luz, notamos que las bombillas quemadas, algunas desde el centenario de Sucre, en junio 14, permanecen en el mismo estado”; informaba además el diario ABC en dicha nota, titulada “El problema de la luz”, la cual concluía así: “Hacemos estas anotaciones para llamar muy comedidamente la atención al señor interventor y a sus superiores para que se solucione pronto este asunto de la luz.  Quibdó la necesita y la reclama por conducto nuestro”.

Cinco días después, el periódico ABC informó que estaba próxima la llegada a Quibdó del ingeniero cartagenero Ángel Pérez, “quien ha sido llamado por la Intendencia para que se encargue de la reparación del motor generador de la luz pública de la ciudad, que como se sabe, va para un mes nos tiene padeciendo la oscuridad”, según se lee en la edición 2277 del 16 de septiembre de 1930.

Un mes después, según la edición 2293, publicada el miércoles 15 de octubre de 1930, el padecimiento por la oscuridad nocturna de Quibdó, ocasionada por la falla de la planta, parecía haber sido superado: “Anoche fue de nuevo prestado el servicio de la luz eléctrica pública y particular. El motor funcionó admirablemente y la luz ha mejorado muchísimo. Felicitamos al ingeniero señor Pérez por ese éxito obtenido”, indicaba el ABC.

Es claro, entonces, que durante todo el siglo XX, y aún ahora, transcurridas dos décadas del siglo XXI, la luz en Quibdó ha sido un servicio intermitente, en varios aspectos deficiente y también costoso, a veces impagable para gran parte de la población. De hecho, hace 87 años, en septiembre de 1934, mediante un decreto firmado por el Intendente Nacional del Chocó, Adán Arriaga Andrade, su Secretario de Hacienda y Obras Públicas, Dionisio Echeverry Ferrer, y Lisandro Mosquera Lozano como Subsecretario de Hacienda, se establecieron facilidades de pago para “todas las deudas en favor de la empresa de energía eléctrica, que no hayan sido arregladas hasta la fecha y que procedan de servicios de luz y energía prestados antes del 1º de julio del año en curso…”, mediante su división en “abonos por quintas partes”. (Periódico ABC, edición 2902, 25 de octubre de 1934).

En los tiempos que corren, ya la luz no se va, se va la energía, hay cortes o apagones. Ya no es tan frecuente que las niñas y los niños griten felices porque se fue la luz o porque vino. En el Quibdó de hoy, la oscuridad es abrigo de malhechores y fuente de pavor, nada que ver con juegos callejeros y fábulas o cualquier otra inventiva inocente de la imaginación. Hoy, como ayer, no es del todo eficiente la calidad del servicio, sus costos no son del todo razonables y su cobertura sigue siendo incompleta. Hoy, como ayer, aunque sucesivos paros cívicos han logrado que se amplíe la interconexión, en zonas como el Baudó y la Costa Pacífica chocoana existen decenas de poblaciones adonde nunca ha llegado el servicio público de luz y energía eléctrica. En todo el Chocó, aún hay miles de casas donde nunca ha alumbrado -amén del sol y la luna- ninguna luz distinta a la de una vela o una lámpara de querosín.

 

5 comentarios:

  1. Julio, me llevaste en viaje rápido a mi niñez y parte de adolescencia.
    Recuerdo las noches de luna llena cuando en la famosa cancha La Piedra de mi amado barrio Las Margaritas, jugábamos fútbol iluminados por la blanca luz de la reina de la noche. Los partidos duraban hasta cuándo la existencia de balones se agotaba porque era imposible encontrarlos en los densos bosques y matorrales de los guarengues que rodeaban la cancha. Al día siguiente, con la ayuda de machetes y del astro rey los recogiamos para seguir soñando con Cuca Aceros, Ferrero, Alejandro Brand, Willington, y tantas otras estrellas de nuestro fútbol.

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    1. Gracias, Rafael, por tu comentario, que conduce a la evocación de aquellas noches de juegos infantiles y del maravilloso fútbol que entonces nos tocó oír en las transmisiones por radio. Gracias por compartir esos recuerdos.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. Maravilloso. Me encantó el artículo. Recuerdo en particular el Barrio La Yesquita; me tocó la transición allá

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  4. Buenas noches, al leer este artículo, evoco momentos del pasado, ya que ante esta situación vivimos a plenitud nuestra niñez reunidos en algún andén vecino narrando cuentos, anécdotas, cantando y/o haciendo travesuras de una forma sana.

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