lunes, 9 de noviembre de 2020

 “Una versión inverosímil de la vida cotidiana”
-El Chocó en las memorias de Gabo-[1]

Parque Centenario de Quibdó, septiembre de 1954. Foto: Guillermo Sánchez, El Espectador.
Marcha de protesta contra el proyecto gubernamental de desmembración del Departamento del Chocó y su repartición entre Antioquia, Caldas y Valle del Cauca. La bandera es portada por el entonces gobernador militar, Capitán Luis A. Cano. El cuadro que llevan los dos muchachos es "Homenaje al boga", del pintor chocoano Francisco Mosquera Agualimpia.

 

Con motivo de las acciones de la ciudadanía quibdoseña y su dirigencia (Gabriel Meluk Aluma, Ramón Lozano Garcés, Aureliano Perea Aluma, Antonio José Maya, Primo Guerrero, entre otros) para protestar contra el proyecto de desmembración del Departamento del Chocó y su repartición entre los departamentos de Caldas, Antioquia y Valle del Cauca, el escritor colombiano, Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez viajó a Quibdó y a otros lugares del Departamento del Chocó en septiembre de 1954, como enviado especial del diario El Espectador, de Bogotá. Fruto de su trabajo como el reportero que entonces era, Gabo publicó en El Espectador una serie titulada El Chocó que Colombia desconoce, compuesta por cuatro reportajes considerados piezas maestras del periodismo colombiano. El primero de ellos fue publicado el 29 de septiembre de 1954, bajo el título Historia íntima de una manifestación de 400 horas y al mismo dedicamos un artículo en El Guarengue, en octubre de 2018: https://miguarengue.blogspot.com/2018/10/y-el-dia-llegara-de-tu-redencion.html

 

En esta ocasión, les ofrecemos en El Guarengue el extracto de las páginas que a este acontecimiento de su vida profesional y personal le dedicó Gabo en su libro de memorias, Vivir para contarla. Al igual que en los reportajes a los que alude este capítulo de su vida, en este texto brilla la agudeza de García Márquez y esa intuición envidiable de narrador capaz de materializar la actualidad permanente como característica narrativa; aunque, en este caso, sea ayudado por la historia regional del Chocó, que en algunos aspectos pareciera a veces congelada en el tiempo, como una de sus madrugadas de diluvios eternos.


De todos modos, los tiempos no estaban para ferias. El gobierno del general Rojas Pinilla, ya en conflicto abierto con la prensa y gran parte de la opinión pública, había coronado el mes de setiembre con la determinación de repartir el remoto y olvidado departamento del Chocó entre sus tres prósperos vecinos: Antioquia, Caldas y Valle. A Quibdó, la capital, sólo podía llegarse desde Medellín por una carretera de un solo sentido y en tan mal estado que hacían falta más de veinte horas para ciento sesenta kilómetros. Las condiciones de hoy no son mejores.

En la redacción del periódico dábamos por hecho que no había mucho que hacer para impedir el descuartizamiento decretado por un gobierno en malos términos con la prensa liberal. Primo Guerrero, el corresponsal veterano de El Espectador en Quibdó, informó al tercer día que una manifestación popular de familias enteras, incluidos los niños, había ocupado la plaza principal con la determinación de permanecer allí a sol y sereno hasta que el gobierno desistiera de su propósito. Las primeras fotos de las madres rebeldes con sus niños en brazos fueron languideciendo al paso de los días por los estragos de la vigilia en la población expuesta a la intemperie. Estas noticias las reforzábamos a diario en la redacción con notas editoriales o declaraciones de políticos e intelectuales chocoanos residentes en Bogotá, pero el gobierno parecía resuelto a ganar por la indiferencia. Al cabo de varios días, sin embargo, José Salgar se acercó a mi escritorio con su lápiz de titiritero y sugirió que me fuera a investigar qué era lo que en realidad estaba sucediendo en el Chocó. Traté de resistir con la poca autoridad que había ganado por el reportaje de Medellín, pero no me alcanzó para tanto. Guillermo Cano, que escribía de espaldas a nosotros, gritó sin mirarnos:

-¡Váyase, Gabo, que las del Chocó son mejores que las que usted quería ver en Haití!

De modo que me fui sin preguntarme siquiera cómo podía escribirse un reportaje sobre una manifestación de protesta que se negaba a la violencia. Me acompañó el fotógrafo Guillermo Sánchez, quien desde hacía meses me atormentaba con la cantaleta de que hiciéramos juntos reportajes de guerra. Harto de tanto oírlo, le había gritado:

-¿Cuál guerra, carajo!

-No se haga el pendejo, Gabo -me soltó de un golpe la verdad-, que a usted mismo le oigo decir a cada rato que este país está en guerra desde la Independencia.

En la madrugada del martes 21 de setiembre se presentó en la redacción vestido más como un guerrero que como un reportero gráfico, con cámaras y bolsos colgados por todo el cuerpo para irnos a cubrir una guerra amordazada. La primera sorpresa fue que al Chocó se llegaba desde antes de salir de Bogotá por un aeropuerto secundario sin servicios de ninguna clase, entre escombros de camiones muertos y aviones oxidados. El nuestro, todavía vivo por artes de magia, era uno de los Catalina legendarios de la segunda guerra mundial operado para carga por una empresa civil. No tenía sillas. El interior era escueto y sombrío, con pequeñas ventanas nubladas y cargado de bultos de fibras para fabricar escobas. Éramos los únicos pasajeros. El copiloto en mangas de camisa, joven y apuesto como los aviadores de cine, nos enseñó a sentarnos en los bultos de carga que le parecieron más confortables. No me reconoció, pero yo sabía que había sido un beisbolista notable de las ligas de La Matuna en Cartagena.

El decolaje fue aterrador, aun para un pasajero tan rejugado como Guillermo Sánchez, por el bramido atronador de los motores y el estrépito de chatarra del fuselaje, pero una vez estabilizado en el cielo diáfano de la sabana se deslizó con los redaños de un veterano de guerra. Sin embargo, más allá de la escala de Medellín nos sorprendió un aguacero diluviano sobre una selva enmarañada entre dos cordilleras y tuvimos que entrarle de frente. Entonces vivimos lo que tal vez muy pocos mortales han vivido: llovió dentro del avión por las goteras del fuselaje. El copiloto amigo, saltando por entre los bultos de escobas, nos llevó los periódicos del día para que los usáramos como paraguas. Yo me cubrí con el mío hasta la cara no tanto para protegerme del agua como para que no me vieran llorar de terror.

Al término de unas dos horas de suerte y azar el avión se inclinó sobre su izquierda, descendió en posición de ataque sobre una selva maciza y dio dos vueltas exploratorias sobre la plaza principal de Quibdó. Guillermo Sánchez, preparado para captar desde el aire la manifestación exhausta por el desgaste de las vigilias, no encontró sino la plaza desierta. El anfibio destartalado dio una última vuelta para comprobar que no había obstáculos vivos ni muertos en el río Atrato apacible y completó el acuatizaje feliz en el sopor del mediodía.

La iglesia remendada con tablas, las bancas de cemento embarradas por los pájaros y una mula sin dueño que triscaba de las ramas de un árbol gigantesco eran los únicos signos de la existencia humana en la plaza polvorienta y solitaria que a nada se parecía tanto como a una capital africana. Nuestro primer propósito era tomar fotos urgentes de la muchedumbre en pie de protesta y enviarlas a Bogotá en el avión de regreso, mientras atrapábamos información suficiente de primera mano que pudiéramos transmitir por telégrafo para la edición de mañana. Nada de eso era posible, porque no pasó nada.

Recorrimos sin testigos la muy larga calle paralela al río, bordeada de bazares cerrados por el almuerzo y residencias con balcones de madera y techos oxidados. Era el escenario perfecto, pero faltaba el drama. Nuestro buen colega Primo Guerrero, corresponsal de El Espectador, hacía la siesta a la bartola en una hamaca primaveral bajo la enramada de su casa, como si el silencio que lo rodeaba fuera la paz de los sepulcros. La franqueza con la que nos explicó su desidia no podía ser más objetiva. Después de las manifestaciones de los primeros días la tensión había decaído por falta de temas. Se montó entonces una movilización de todo el pueblo con técnicas teatrales, se hicieron algunas fotos que no se publicaron por no ser muy creíbles y se pronunciaron los discursos patrióticos que en efecto sacudieron el país, pero el gobierno permaneció imperturbable. Primo Guerrero, con una flexibilidad ética que quizás hasta Dios se la haya perdonado, mantuvo la protesta viva en la prensa a puro pulso de telegrama.

Nuestro problema profesional era simple: no habíamos emprendido aquella expedición de Tarzán para informar que la noticia no existía. En cambio, teníamos a la mano los medios para que fuera cierta y cumpliera su propósito. Primo Guerrero propuso entonces armar una vez más la manifestación portátil, y a nadie se le ocurrió una idea mejor. Nuestro colaborador más entusiasta fue el capitán Luis A. Cano, el nuevo gobernador nombrado por la renuncia airada del anterior, y tuvo la entereza de demorar el avión para que el periódico recibiera a tiempo las fotos calientes de Guillermo Sánchez. Fue así como la noticia inventada por necesidad terminó por ser la única cierta, magnificada por la prensa y la radio de todo el país y atrapada al vuelo por el gobierno militar para salvar la cara. Esa misma noche se inició una movilización general de los políticos chocoanos -algunos de ellos muy influyentes en ciertos sectores del país- y dos días después el general Rojas Pinilla declaró cancelada su propia determinación de repartir el Chocó a pedazos entre sus vecinos.

Guillermo Sánchez y yo no regresamos a Bogotá de inmediato porque convencimos al periódico de que nos permitiera recorrer el interior del Chocó para conocer a fondo la realidad de aquel mundo fantástico. Al cabo de diez días de silencio, cuando entramos curtidos por el sol y cayéndonos de sueño en la sala de redacción, José Salgar nos recibió feliz, pero en su ley.

-¿Ustedes saben -nos preguntó con su certeza imbatible- cuánto hace que se acabó la noticia del Chocó?

La pregunta me enfrentó por primera vez a la condición mortal del periodismo. En efecto, nadie había vuelto a interesarse por el Chocó desde que se publicó la decisión presidencial de no descuartizarlo. Sin embargo, José Salgar me apoyó en el riesgo de cocinar lo que pudiera de aquel pescado muerto.

Lo que tratamos de transmitir en cuatro largos episodios fue el descubrimiento de otro país inconcebible dentro de Colombia, del cual no teníamos conciencia. Una patria mágica de selvas floridas y diluvios eternos, donde todo parecía una versión inverosímil de la vida cotidiana. La gran dificultad para la construcción de vías terrestres era una enorme cantidad de ríos indómitos, pero tampoco había más de un puente en todo el territorio. Encontramos una carretera de setenta y cinco kilómetros a través de la selva virgen, construida a costos enormes para comunicar la población de Istmina con la de Yuto, pero que no pasaba por la una ni por la otra como represalia del constructor por sus pleitos con los dos alcaldes.

En alguno de los pueblos del interior el agente postal nos pidió llevarle a su colega de Istmina el correo de seis meses. Una cajetilla de cigarrillos nacionales costaba allí treinta centavos, como en el resto del país, pero cuando se demoraba la avioneta semanal de abastecimiento los cigarrillos aumentaban de precio por cada día de retraso, hasta que la población se veía forzada a fumar cigarrillos extranjeros que terminaban por ser más baratos que los nacionales. Un saco de arroz costaba quince pesos más que en el sitio de cultivo porque lo llevaban a través de ochenta kilómetros de selva a lomo de mulas que se agarraban como gatos a las faldas de la montaña. Las mujeres de las poblaciones más pobres cernían oro y platino en los ríos mientras sus hombres pescaban, y los sábados les vendían a los comerciantes viajeros una docena de pescados y cuatro gramos de platino por sólo tres pesos.

Todo esto ocurría en una sociedad famosa por sus ansias de estudiar. Pero, las escuelas eran escasas y dispersas, y los alumnos tenían que viajar varias leguas todos los días a pie y en canoa para ir y volver. Algunas estaban tan desbordadas que un mismo local se usaba los lunes, miércoles y viernes para varones, y los martes, jueves y sábados para niñas. Por fuerza de los hechos eran las más democráticas del país, porque el hijo de la lavandera, que apenas sí tenía qué comer, asistía a la misma escuela que el hijo del alcalde.

Muy pocos colombianos sabíamos entonces que en pleno corazón de la selva chocoana se levantaba una de las ciudades más modernas del país. Se llamaba Andagoya, en la esquina de los ríos San Juan y Condoto, y tenía un sistema telefónico perfecto, muelles para barcos y lanchas que pertenecían a la misma ciudad de hermosas avenidas arboladas. Las casas, pequeñas y limpias, con grandes espacios alambrados y pintorescas escalinatas de madera en el portal, parecían sembradas en el césped. En el centro había un casino con cabaret-restaurante y un bar donde se consumían licores importados a menor precio que en el resto del país. Era una ciudad habitada por hombres de todo el mundo, que habían olvidado la nostalgia y vivían allí mejor que en su tierra bajo la autoridad omnímoda del gerente local de la Chocó Pacífico. Pues Andagoya, en la vida real, era un país extranjero de propiedad privada, cuyas dragas saqueaban el oro y el platino de sus ríos prehistóricos y se los llevaban en un barco propio que salía al mundo entero sin control de nadie por las bocas del río San Juan.

Ése era el Chocó que quisimos revelar a los colombianos sin resultado alguno, pues una vez pasada la noticia todo volvió a su lugar, y siguió siendo la región más olvidada del país. Creo que la razón es evidente: Colombia fue desde siempre un país de identidad caribe abierto al mundo por el cordón umbilical de Panamá. La amputación forzosa nos condenó a ser lo que hoy somos: un país de mentalidad andina con las condiciones propicias para que el canal entre los dos océanos no fuera nuestro sino de los Estados Unidos.



[1] Tomado de: Gabriel García Márquez. Vivir para contarla. Bogotá, Editorial Norma, 2002. 579 pp. Pág. 532-538. Reproducción textual.

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