Ignominias
Quibdó antes del incendio del 26 de octubre de 1966. Foto: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó. |
Los cuartos que se les asignaban para que pernoctaran durante su estadía en la casa, que podía durar meses o años, y para que pasaran allí estrictamente los tiempos del día en los que no estaban dedicadas al trabajo, quedaban generalmente ocultos y retirados de la vista de los visitantes. Eran piezas oscuras y simples, desprovistas de cualquier detalle constructivo distinto al cerramiento de tablas de madera burda que delimitaba el espacio fijado como útil para los menesteres. Sus puertas, que no pasaban de ser tres o cuatro tablas clavadas a dos travesaños horizontales, se fijaban a medias en el vano, de modo que levantándolas levemente pudieran arrastrarse hasta cerrarlas, y no tenían pestillos ni aldabas, pues la privacidad de quienes allí habitaban no formaba parte del diseño.
Tales piezas o
habitaciones estaban situadas junto a los depósitos y alacenas, en donde se
almacenaban y conservaban provisiones, herramientas, materiales sobrantes de
refacciones y objetos inútiles de aquellos que se guardan por si algún día
vuelven a servir para algo; y junto a las cocinas y los patios, en donde
transcurría la mayor parte de sus jornadas ordinarias de trabajo. El conjunto
así formado, sin importar como fuera su composición y distribución exactas, se ubicaba
en la parte trasera o posterior de los primeros pisos de aquellas casas de
fachada elegante y vistosa, construidas por maestros carpinteros inspirados al
principio en reminiscencias españolas y posteriormente en técnicas y detalles caribeños,
traídos a la región por los jamaiquinos y panameños que vinieron a construir
los enclaves urbanísticos de los gringos de las empresas mineras, luego de
haber desarrollado toda una escuela en la exclusiva Zona del Canal de Panamá.
Aunque casi
ninguna lo sabía y, cuando una que otra vieja ya casi centenaria lo mencionaba,
elegían no creerle y tomar sus historias como parte del extravío de una mente
anciana; aquellos cuartos habilitados para que ellas durmieran juntas tenían
notables semejanzas -tanto en su rusticidad como en sus usos- con las barracas que
servían de albergue durante la época esclavista. Dormían juntas, sobre bastos petates
de palma tendidos en el piso de madera, repartidos del modo que el espacio
disponible lo permitiera. Sin toldillos que las resguardasen del ataque de los
zancudos, que abundaban en una ciudad entonces bastante insalubre por la
proliferación de pantanos, aguas estancadas, cloacas y albañales. Con una que
otra sábana desgastada para protegerse de los fríos que en este trópico húmedo
de selva pura invadían las noches de temporales infinitos o las madrugadas de
frío atrateño. Y sin siquiera un abanico para refrescarse en las noches
ardientes, cuando se soplaban unas a otras con lo que encontraran: la tapa de
una olla, una hoja de bijao o de Santa María de Anís, la pollera dominguera de
alguna de ellas.
Llegaban a ser
hasta cinco o seis por vivienda y se encargaban de todo: aseo, preparación de
alimentos y cuidado de menores y adultos.
El movimiento de la
cocina empezaba desde la madrugada cuando ellas se levantaban a la luz de
mechones o velas y se prolongaba hasta la hora de la noche en la que los
patrones les permitieran acostarse, luego de una decena de recomendaciones
sobre oficios previos, que les impartían desde sus camas y dormitorios ubicados
en los segundos pisos de las casas. Tan importantes labores estaban a cargo de dos
cocineras: una experta y una ayudante práctica, a la vez aprendiz. La experta
dominaba técnicas, recetas y manejo de ingredientes de diferentes gastronomías,
de modo que siempre le daba a la comida sus propios toques de ingenio propio y
sabiduría heredada en materia de sazón y condimentación. La ayudante se
defendía en cuanto a preparaciones básicas y, con instrucciones de la experta,
podía acercarse en algunos casos a sus delicias culinarias.
Por el aseo
respondían dos. Una lavandera y planchadora, que además de despercudir debía
almidonar toda la ropa y, cuando los veranos se prolongaban, debía salir de la
casa a lavar la ropa en las quebradas. Y una encargada del aseo general, a la
que le tocaba barrer, sacudir, ordenar, lustrar objetos de plata, lavar patios y
balcones, hallar objetos perdidos, ordenar salas, salones y dormitorios,
cómodas y escaparates, limpiar zapatos y ayudar a preparar valijas para los
viajes de los señores.
El cuidado de los
dueños de la casa, los patrones y las patronas, los señores, las señoras, las
niñas y los niños, los y las jóvenes, incluía labores de crianza, compañía y
enfermería. La nana, aya o niñera, ayudaba en la crianza de niñas y niños
menores, y servía –cuando se le demandaba y ella podía- como mamá de leche o
nodriza de los bebés a quienes su madre no podía o rehusaba alimentar con sus
pechos. Estas nanas respondían ante sus patronas por el bienestar completo de
la niñez de la casa, a la que debían prodigarle todo lo necesario para
evitarles cualquier llanto o incomodidad; lo cual incluía divertirlos con
juegos, cuentos, rondas y danzas, muchos de ellos de su propia tradición y cosecha
cultural, motivo por el cual a veces eran rechazados por las señoras.
A las nanas,
frecuentemente, se añadían una o dos jóvenes, que ejercían como damas de
compañía de las púberes, preadolescentes o adolescentes y de las señoras de la
casa cuando se ocupaban de manualidades como decoración, tejido, bordado o
costura; o cuando salían a pasear por la ciudad, a hacer visitas a familiares y
amistades o a efectuar compras que por su importancia no podían delegarse.
Desde principios
del siglo XX, ellas, solamente ellas y únicamente para esas labores, podían pernoctar
y transitar por todos los espacios de las casas de las carreras primera, segunda
y tercera, paralelas al río; con excepción de los sitios secretos en donde se
guardaban los cofres de alhajas y caudales. Sirvientas las llamaban y eran negras.
Vivían sometidas a una servidumbre doméstica bastante parecida a la esclavitud
forzada, expropiadas de su autonomía y excluidas de la educación y de los más
mínimos derechos. Ocurrió en Quibdó, en el sector central de la ciudad,
habitado por la élite blanca heredera del poder colonial y por unas cuantas
familias negras acaudaladas, desde principios del siglo XX hasta finales de la
década de los años 1960, luego de que un incendio devastador quemó la exclusiva zona simbólicamente demarcada para tan vil segregación.
Muchas familias
que, a raíz del gran incendio, se marcharon de Quibdó hacia Bogotá, Cali,
Medellín, Popayán, Cartagena, Barranquilla, prolongaron este modelo de
servidumbre, a partir de los años 1970: mandaban
por una muchacha a Quibdó, preferiblemente del campo, para que trabajara en
sus casas citadinas y ahora se encargara –ella sola- de todos los oficios. La
mísera paga o el cambio de título, de
sirvienta a empleada o muchacha, no marcó ninguna diferencia en
la mayoría de los casos; como no la ha marcado la eufemística y difundida
costumbre de llamar a las empleadas domésticas de hoy la chica o la muchacha o
la señora que nos ayuda en la casa.
Toda la razón del
mundo tuvieron estas mujeres y sus parentelas extensas en su idolatría a Diego
Luis Córdoba luego de que él les prometiera, en 1933, cambiar su delantal de
sirvientas por un título de maestras.
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