lunes, 27 de julio de 2020


Ignominias
Quibdó antes del incendio del 26 de octubre de 1966.
Foto: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

Los cuartos que se les asignaban para que pernoctaran durante su estadía en la casa, que podía durar meses o años, y para que pasaran allí estrictamente los tiempos del día en los que no estaban dedicadas al trabajo, quedaban generalmente ocultos y retirados de la vista de los visitantes. Eran piezas oscuras y simples, desprovistas de cualquier detalle constructivo distinto al cerramiento de tablas de madera burda que delimitaba el espacio fijado como útil para los menesteres. Sus puertas, que no pasaban de ser tres o cuatro tablas clavadas a dos travesaños horizontales, se fijaban a medias en el vano, de modo que levantándolas levemente pudieran arrastrarse hasta cerrarlas, y no tenían pestillos ni aldabas, pues la privacidad de quienes allí habitaban no formaba parte del diseño.

Tales piezas o habitaciones estaban situadas junto a los depósitos y alacenas, en donde se almacenaban y conservaban provisiones, herramientas, materiales sobrantes de refacciones y objetos inútiles de aquellos que se guardan por si algún día vuelven a servir para algo; y junto a las cocinas y los patios, en donde transcurría la mayor parte de sus jornadas ordinarias de trabajo. El conjunto así formado, sin importar como fuera su composición y distribución exactas, se ubicaba en la parte trasera o posterior de los primeros pisos de aquellas casas de fachada elegante y vistosa, construidas por maestros carpinteros inspirados al principio en reminiscencias españolas y posteriormente en técnicas y detalles caribeños, traídos a la región por los jamaiquinos y panameños que vinieron a construir los enclaves urbanísticos de los gringos de las empresas mineras, luego de haber desarrollado toda una escuela en la exclusiva Zona del Canal de Panamá.

Aunque casi ninguna lo sabía y, cuando una que otra vieja ya casi centenaria lo mencionaba, elegían no creerle y tomar sus historias como parte del extravío de una mente anciana; aquellos cuartos habilitados para que ellas durmieran juntas tenían notables semejanzas -tanto en su rusticidad como en sus usos- con las barracas que servían de albergue durante la época esclavista. Dormían juntas, sobre bastos petates de palma tendidos en el piso de madera, repartidos del modo que el espacio disponible lo permitiera. Sin toldillos que las resguardasen del ataque de los zancudos, que abundaban en una ciudad entonces bastante insalubre por la proliferación de pantanos, aguas estancadas, cloacas y albañales. Con una que otra sábana desgastada para protegerse de los fríos que en este trópico húmedo de selva pura invadían las noches de temporales infinitos o las madrugadas de frío atrateño. Y sin siquiera un abanico para refrescarse en las noches ardientes, cuando se soplaban unas a otras con lo que encontraran: la tapa de una olla, una hoja de bijao o de Santa María de Anís, la pollera dominguera de alguna de ellas.

Llegaban a ser hasta cinco o seis por vivienda y se encargaban de todo: aseo, preparación de alimentos y cuidado de menores y adultos.

El movimiento de la cocina empezaba desde la madrugada cuando ellas se levantaban a la luz de mechones o velas y se prolongaba hasta la hora de la noche en la que los patrones les permitieran acostarse, luego de una decena de recomendaciones sobre oficios previos, que les impartían desde sus camas y dormitorios ubicados en los segundos pisos de las casas. Tan importantes labores estaban a cargo de dos cocineras: una experta y una ayudante práctica, a la vez aprendiz. La experta dominaba técnicas, recetas y manejo de ingredientes de diferentes gastronomías, de modo que siempre le daba a la comida sus propios toques de ingenio propio y sabiduría heredada en materia de sazón y condimentación. La ayudante se defendía en cuanto a preparaciones básicas y, con instrucciones de la experta, podía acercarse en algunos casos a sus delicias culinarias.

Por el aseo respondían dos. Una lavandera y planchadora, que además de despercudir debía almidonar toda la ropa y, cuando los veranos se prolongaban, debía salir de la casa a lavar la ropa en las quebradas. Y una encargada del aseo general, a la que le tocaba barrer, sacudir, ordenar, lustrar objetos de plata, lavar patios y balcones, hallar objetos perdidos, ordenar salas, salones y dormitorios, cómodas y escaparates, limpiar zapatos y ayudar a preparar valijas para los viajes de los señores.

El cuidado de los dueños de la casa, los patrones y las patronas, los señores, las señoras, las niñas y los niños, los y las jóvenes, incluía labores de crianza, compañía y enfermería. La nana, aya o niñera, ayudaba en la crianza de niñas y niños menores, y servía –cuando se le demandaba y ella podía- como mamá de leche o nodriza de los bebés a quienes su madre no podía o rehusaba alimentar con sus pechos. Estas nanas respondían ante sus patronas por el bienestar completo de la niñez de la casa, a la que debían prodigarle todo lo necesario para evitarles cualquier llanto o incomodidad; lo cual incluía divertirlos con juegos, cuentos, rondas y danzas, muchos de ellos de su propia tradición y cosecha cultural, motivo por el cual a veces eran rechazados por las señoras.

A las nanas, frecuentemente, se añadían una o dos jóvenes, que ejercían como damas de compañía de las púberes, preadolescentes o adolescentes y de las señoras de la casa cuando se ocupaban de manualidades como decoración, tejido, bordado o costura; o cuando salían a pasear por la ciudad, a hacer visitas a familiares y amistades o a efectuar compras que por su importancia no podían delegarse.

Desde principios del siglo XX, ellas, solamente ellas y únicamente para esas labores, podían pernoctar y transitar por todos los espacios de las casas de las carreras primera, segunda y tercera, paralelas al río; con excepción de los sitios secretos en donde se guardaban los cofres de alhajas y caudales. Sirvientas las llamaban y eran negras. Vivían sometidas a una servidumbre doméstica bastante parecida a la esclavitud forzada, expropiadas de su autonomía y excluidas de la educación y de los más mínimos derechos. Ocurrió en Quibdó, en el sector central de la ciudad, habitado por la élite blanca heredera del poder colonial y por unas cuantas familias negras acaudaladas, desde principios del siglo XX hasta finales de la década de los años 1960, luego de que un incendio devastador quemó la exclusiva zona simbólicamente demarcada para tan vil segregación.

Muchas familias que, a raíz del gran incendio, se marcharon de Quibdó hacia Bogotá, Cali, Medellín, Popayán, Cartagena, Barranquilla, prolongaron este modelo de servidumbre, a partir de los años 1970: mandaban por una muchacha a Quibdó, preferiblemente del campo, para que trabajara en sus casas citadinas y ahora se encargara –ella sola- de todos los oficios. La mísera paga o el cambio de título, de sirvienta a empleada o muchacha, no marcó ninguna diferencia en la mayoría de los casos; como no la ha marcado la eufemística y difundida costumbre de llamar a las empleadas domésticas de hoy la chica o la muchacha o la señora que nos ayuda en la casa.

Toda la razón del mundo tuvieron estas mujeres y sus parentelas extensas en su idolatría a Diego Luis Córdoba luego de que él les prometiera, en 1933, cambiar su delantal de sirvientas por un título de maestras.


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