¿Etnocidio?
Pintura de Miryam Zora. Colección particular. Foto: Julio César U. H. |
Este río y esta quebrada no son como los que quedaron allá lejos, donde antes
transcurría su vida. El río les queda muy lejos y sus aguas son diferentes,
quizás porque son más nuevas, pero también más usadas, que las que discurrían
por su propia orilla. Y la quebrada es distinta hasta en el olor, no tiene más
que pejesapos; y el musgo, más que musgo, parece una pátina nacida de la
suciedad, no de la edad ni del paso del tiempo. No hay peces en la quebrada y los
del río están envenenados, aunque deambulen por ahí como si nada y sigan
cayendo en las atarrayas ocasionales de los pescadores dominicales de este
pueblo grande que de ciudad tiene el caos en todas sus formas y un empeño casi
intencional en contra de la vida.
Tampoco es el mismo el monte de atrás de la
casa, quizás porque no es realmente un monte, por lo ralo, por lo mustio,
porque luce como depilado a filo de machete pompo y a desgarre de azadón
oxidado. Falta la azotea florecida de olores, sembrada de condimentos y
medicinas naturales, en el cóncavo lecho agrietado de un pedazo de canoa vieja,
tan vieja que ni siquiera se puede ver la madera de la cual fue hecha. No
pulula el aroma de la Santa María de Anís ni se camuflan con ella pequeños
rastrojos de Santa María Boba, su parienta inodora; ni crecen sin que nadie los
haya sembrado los lulos gigantescos con sus hojas como sombrillas. No florece
el guamo en las tardes de junio, ni nacen promesas de zapotes cuando agosto declina
y se avecina el paroxismo de las lunas vespertinas de septiembre. No se escucha
el aplastante sonido de la maceta de árbol del pan cayendo al piso. Y, además, la
vista no ha recorrido un metro cuando ya aparece colindante otra paliadera, otro tanque, otra ropa
tendida, otra basura en el piso, otra gente, gente desconocida las más de las
veces, sin más vecindad que el catastro mental del acaparador que alquila o vende
a diestra y siniestra, hasta tres veces, cada pedazo de tierra de las afueras
de este pueblo en donde vinieron a parar porque no había para donde más coger y
era preferible esta especie de muerte en vida que perder la vida efectivamente
a manos de la más áspera muerte.
No huele igual el llantén de aquí, que se
le compra a un indio que ni siquiera es de por aquí, que vino de bastante lejos
y que, si no fuera por las plumas con las que se ciñe la frente para atender el
negocio, más parecería un paisa de tantos que abundan, que vienen y van, que no
cesan de ir y venir, que no paran de vender, de sudar y de estas tierras mal hablar.
No huele igual el llantén y, por eso, uno hasta duda de que sí sirva para los
riñones y para la presión. No sabe igual un agua de botoncillo para el hígado
estragado después de la parranda; bueno, es que ya tampoco hay parranda, porque
por aquí no basta la alegría para irse de parranda: se necesitan montones de
plata y cierto sentido temerario de la existencia, porque cada parranda puede
terminar en velorio.
El agua de yerbabuena no sabe ni a agua ni
a yerbabuena. Sabe a nada, huele a nada. Así es la yerbabuena de por aquí, como
el sauco de por aquí, tan amargo que se parece más a esta vida que no es vida,
que a la bebida refrescante con gotas de limón que en las tardes de domingo tomaban
mientras jugaban dominó debajo del palo de marañón del frente de la escuela. No
saben a lo que siempre supieron y sus aromas se confunden en la nariz, en la
cabeza y en la boca, la celedonia, el limoncillo y la verbena, el paico, la
ruda, la malva y la salvia. Se salva el cilantro, quizás porque lo traen de
abajo, de allá de donde asustados vinieron una tarde de hace ya bastante tiempo
o porque tiene tanto aroma que ni la tristeza del tiempo perdido se lo puede
quitar del todo.
Tampoco son iguales los cantos de los
pájaros al amanecer, embullando el nacimiento del día, y cuando cae la noche,
despidiéndose y contándose cosas antes de dormirse. Y no son iguales porque
allá en aquellas orillas eran tantos pájaros que a la gente se le iba media
vida tratando de aprender a distinguir los cantos de todos y por aquí no pasan
de tres o cuatro azulejos, unas cuantas chorlas, siete chamones y dos garzas extraviadas.
Y eran tantos, como poquitos son por aquí, porque ahí estaban los árboles para
que vivieran y comieran, en cambio acá hasta arroz viejo y otros desperdicios
de comida comen en los reducidos patios de las reducidas piezas de plástico
roto y tablas viejas, que más parecen cambuches de mineros indolentes que casas
de gente; pero, que son los lugares donde les tocó vivir mientras pasa este mal
rato, que ya lleva tantos años que los niños dejaron de serlo y a las niñas les
han empezado a nacer niños que, al paso que vamos, dejarán de serlo también por
estos lares.
Pintura de Rodolfo A. Murillo Herrera. Colección particular. Foto: Julio César U. H. |
Estas misas presididas por cristos tan
lujosos que cuestan más que una casa buena de allá del pueblo, estas fiestas de
guardar que se guardan siempre los lunes y no el día correspondiente, estos velorios
donde hasta el rezo forma parte de la oferta funeraria comercial y no del
sentimiento del rezandero y de la concurrencia, no colman sus espíritus, no
estremecen su fe, no despiertan su espíritu ritual, no tocan ni de refilón su
espíritu festivo, no pasan de sus ojos y de sus oídos, no alcanzan a llegar a
su alma. Quizás porque faltan las ramas de ruda y palma de Cristo, de
heliotropo y flor morada. Quizás porque los cantos tienen otra tonada. Quizás
porque los santos no son sus propios santos, aquellos con los que llevan –de tiempo
atrás- una amistad bien avenida, una devoción comprometida, una ritualidad tan
antigua como esa devoción y esa amistad, incluyendo los favores a cambio de los
rezos, el baile con el santo al son de chirimía en la procesión del último día,
su alumbramiento de una noche completa, su engalanamiento con flores y yerbas
del monte.
…Todo eso e infinitas cosas más que
constituyen el universo inmediato que le da sentido a la vida, a los
sentimientos, a las sensaciones, a las relaciones, al ser, al pensamiento, a la
creencia, al juego, a la palabra, al ocio, a la creación y recreación de lo que
uno es, todo eso queda cuestionado, en entredicho, subordinado y subestimado,
subsumido en la pesadumbre y en las ignominiosas luchas diarias por la comida y
la supervivencia… Al inmenso drama de no poder tener todo lo que antes se
tenía, por poco que fuera, se suma el drama infinito de no poder ser todo lo
que se es y todo lo que se era antes de que esta execrable tragedia
aconteciera.
Súbitamente y brutalmente expulsados por la
fuerza de sus espacios de vida, de sus territorios locales y, por ende, alejados
de sus referentes espaciales tangibles e intangibles, hombres y mujeres
forzados a la condición de víctimas no solamente han luchado día a día por
reconstruir su integridad física y psicosocial, por acceder a educación y
salud, a trabajo decente, a sustento y alimentación, a vivienda y a
tranquilidad familiar. También, adicionalmente, absurdamente, han sido obligados
a malvivir su identidad -como seres culturales que son- en lugares ajenos e
inhóspitos por falta de referentes simbólicos; a disminuir la cantidad y
calidad de prácticas y manifestaciones de dicha identidad y, en no pocos casos,
por sustracción de materia simbólica, a resignarla frente a estructuras y
contextos dominantes.
Además del indescriptible daño que les
ocasionaron los hechos directamente relacionados con las diversas modalidades
de violencia a las que fueron sometidos en curso del conflicto armado y de la
consiguiente tragedia humanitaria en la que fueron sumidos en los ámbitos
físico, psicológico, económico, productivo y de acceso a servicios estatales;
las personas, las familias, las comunidades y poblaciones negras que fueron
reducidas a la condición de víctimas en el Chocó han vivido y viven también una
tragedia simbólica: la alteración de sus sistemas de producción de sentido, la
desestructuración de sus relaciones culturales. Una tragedia que casi nadie ve,
que casi a nadie le importa, que casi nadie atiende. Como si el hecho de ser parte
del universo de las víctimas excluyera el hecho ser parte del universo de una
cultura.
La negación del derecho a vivir, recrear y
transmitir la propia cultura tiene un nombre: etnocidio.
“El etnocidio significa que,
a un grupo étnico, colectiva o individualmente, se le niega su derecho a disfrutar,
desarrollar y transmitir su propia cultura y su propia lengua. Esto entraña una
forma extrema de violación masiva de los derechos humanos, particularmente del derecho
de los grupos étnicos al respeto de su identidad cultural y del derecho de todos
los individuos y los pueblos a ser diferentes y a considerarse y a ser considerados
como tales, derecho reconocido en la Declaración sobre la Raza y los Prejuicios
Raciales aprobada por la Conferencia General de la Unesco en 1978”. (El Correo
de la Unesco, noviembre 1983)[1].
[1] El Correo de la UNESCO: una ventana abierta sobre el mundo, año XXXVI,
N° 11, noviembre 1983. p. 9-10, il.
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