Carta a un padre que acaba de perder una hija
Infinidad. Foto: Julio César U. H. |
Estimado amigo:
Soy consciente de que la tristeza por la
que Usted está pasando no es una tristeza consolable, no es una tristeza
remediable con paliativos como las palabras y la compañía, los pésames y los
abrazos, que son sobre todo expresiones necesarias de la amistad y de la
solidaridad, sin pretensiones de consuelo. Tampoco estas palabras pretenden consolarlo.
Si acaso, acompañarlo, si es que Usted las lee en medio del maremágnum de
ocupaciones mentales y emocionales que en el momento llenan su vida.
No me quiero ni siquiera imaginar lo que se
siente. Quizás porque siento que imaginármelo es llamarlo y me da físico miedo
hacerlo, como me da físico miedo el solo pensar en imaginármelo. Pero, sé, sí,
porque también soy padre por vocación y por convicción, y porque siempre deseé
que mi primer hijo no fuera un hijo, sino una hija, de los lazos que nos unen a
los padres con nuestros hijos y con nuestras hijas; sé de la profunda, inefable
y feliz huella que deja en nosotros la primera vez que –recién nacidos- los
miramos con emociones y amores tan acabados de nacer como ellos y como ellos nunca
antes imaginados ni sentidos.
No me quiero ni siquiera imaginar todo lo
que Usted debe estar sintiendo, viviendo, pensando, sufriendo, callando,
llorando, diciendo, para asumir esta realidad tan dolorosa como inexplicable: el amor por los hijos y las hijas es un amor tan literalmente
indescriptible e inenarrable, que es quizás la única forma de amor que no se
puede contar y solamente se entiende cuando se accede a ella por la única vía
posible de acceso, la de tener hijas o hijos; así mismo ha de ser este dolor
por el que Usted está pasando ahora, el cual, como ya Usted lo debe haber
pensado, no se le desea a nadie.
Me niego terminantemente a creer que una
atrocidad como esta de arrancarle súbitamente la vida a una hija de uno,
sabiendo que con esa vida se va también un pedazo de la de uno, sea obra de
Dios. Y si lo es, lo tomo como una evidencia de que los dioses también tienen
malos días, días en los que nada les sale bien y terminan llevándoselo a uno
por delante, dejándole la vida vuelta un reguero de cosas ininteligibles
tiradas por ahí, de cualquier manera, hasta en los rincones más bellos del
alma.
Me niego terminantemente a siquiera pensar
que eso de ponerle fin a una vida de escasos 21 años sea un designio divino,
pues nada de divino tiene suprimir de tajo, como en una lúgubre ordalía
medieval, un universo infinito de posibilidades; a menos que también los dioses
den pasos en falso, metan la pata, se equivoquen y no precisamente de buena fe.
Confío, sí, en que el paso del tiempo
consiga mitigar en algo los estragos de este golpe tan bajo que Usted ha
recibido; así como sé que la conciencia de querer estar en las mejores
condiciones posibles, para beneficio del resto de la familia, contribuirá
significativamente a esto, del mismo modo que la compañía de ellos y ellas. No
será fácil, no será pronto, no será indoloro; pero, será: cuándo y cómo
solamente Usted lo sabrá, en un momento y de un modo que también solamente
Usted conocerá. Al fin y al cabo, qué tanto importan ya las indefiniciones, si
algo tan definido como la vida de un ser tan amado como una hija puede verse
desdibujado, tachado, empañado, borrado de un golpe certero y aleve, rastrero e
inconmutable...
Finalmente, y porque creo en el milagro
cotidiano de la poesía, en su capacidad para reflejarnos y ser nuestra voz,
aquí le dejo una de las más significativas expresiones de dolor ante la muerte
de un ser querido que hayan sido escritas en nuestra bella lengua española, la
Elegía del poeta y pastor de cabras Miguel Hernández ante la muerte de su
entrañable amigo. Leído en voz alta o en silencio, o escuchándolo cantado en la
numinosa voz de Serrat, este poema nos escarba el alma hasta hacer que a lo
largo y ancho de ella rueden unas cuantas lágrimas gruesas y grandes como
goterones de un chubasco; pero, reparadoras como el silencio que sucede al
aguacero o su rítmico arrullo mientras cae y se desliza sobre el tiempo oxidado
de un techo de zinc.
ELEGÍA
Miguel
Hernández
(En Orihuela, su pueblo
y el mío, se me ha muerto como del rayo
Ramón Sijé con quien
tanto quería).
Yo quiero ser llorando
el hortelano
de la tierra que ocupas
y estercolas,
compañero del alma, tan
temprano.
Alimentando lluvias,
caracolas
y órganos mi dolor sin
instrumento.
a las desalentadas
amapolas
daré tu corazón por
alimento.
Tanto dolor se agrupa en
mi costado,
que por doler me duele
hasta el aliento.
Un manotazo duro, un
golpe helado,
un hachazo invisible y
homicida,
un empujón brutal te ha
derribado.
No hay extensión más
grande que mi herida,
lloro mi desventura y
sus conjuntos
y siento más tu muerte
que mi vida.
Ando sobre rastrojos de
difuntos,
y sin calor de nadie y
sin consuelo
voy de mi corazón a mis
asuntos.
Temprano levantó la
muerte el vuelo,
temprano madrugó la
madrugada,
temprano estás rodando
por el suelo.
No perdono a la muerte
enamorada,
no perdono a la vida
desatenta,
no perdono a la tierra
ni a la nada.
En mis manos levanto una
tormenta
de piedras, rayos y
hachas estridentes
sedienta de catástrofes
y hambrienta.
Quiero escarbar la
tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra
parte a parte
a dentelladas secas y
calientes.
Quiero minar la tierra
hasta encontrarte
y besarte la noble
calavera
y desamordazarte y
regresarte.
Volverás a mi huerto y a
mi higuera:
por los altos andamios
de las flores
pajareará tu alma
colmenera
de angelicales ceras y
labores.
Volverás al arrullo de
las rejas
de los enamorados
labradores.
Alegrarás la sombra de
mis cejas,
y tu sangre se irá a
cada lado
disputando tu novia y
las abejas.
Tu corazón, ya
terciopelo ajado,
llama a un campo de
almendras espumosas
mi avariciosa voz de
enamorado.
A las aladas almas de
las rosas
del almendro de nata te
requiero,
que tenemos que hablar
de muchas cosas,
compañero del alma,
compañero.
Para Víctor Raúl Mosquera García, en memoria de su
hija Aura Naomi.
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