domingo, 22 de septiembre de 2019


Carta a un padre que acaba de perder una hija
Infinidad. Foto: Julio César U. H.

Estimado amigo:

Soy consciente de que la tristeza por la que Usted está pasando no es una tristeza consolable, no es una tristeza remediable con paliativos como las palabras y la compañía, los pésames y los abrazos, que son sobre todo expresiones necesarias de la amistad y de la solidaridad, sin pretensiones de consuelo. Tampoco estas palabras pretenden consolarlo. Si acaso, acompañarlo, si es que Usted las lee en medio del maremágnum de ocupaciones mentales y emocionales que en el momento llenan su vida.

No me quiero ni siquiera imaginar lo que se siente. Quizás porque siento que imaginármelo es llamarlo y me da físico miedo hacerlo, como me da físico miedo el solo pensar en imaginármelo. Pero, sé, sí, porque también soy padre por vocación y por convicción, y porque siempre deseé que mi primer hijo no fuera un hijo, sino una hija, de los lazos que nos unen a los padres con nuestros hijos y con nuestras hijas; sé de la profunda, inefable y feliz huella que deja en nosotros la primera vez que –recién nacidos- los miramos con emociones y amores tan acabados de nacer como ellos y como ellos nunca antes imaginados ni sentidos.

No me quiero ni siquiera imaginar todo lo que Usted debe estar sintiendo, viviendo, pensando, sufriendo, callando, llorando, diciendo, para asumir esta realidad tan dolorosa como inexplicable: el amor por los hijos y las hijas es un amor tan literalmente indescriptible e inenarrable, que es quizás la única forma de amor que no se puede contar y solamente se entiende cuando se accede a ella por la única vía posible de acceso, la de tener hijas o hijos; así mismo ha de ser este dolor por el que Usted está pasando ahora, el cual, como ya Usted lo debe haber pensado, no se le desea a nadie.

Me niego terminantemente a creer que una atrocidad como esta de arrancarle súbitamente la vida a una hija de uno, sabiendo que con esa vida se va también un pedazo de la de uno, sea obra de Dios. Y si lo es, lo tomo como una evidencia de que los dioses también tienen malos días, días en los que nada les sale bien y terminan llevándoselo a uno por delante, dejándole la vida vuelta un reguero de cosas ininteligibles tiradas por ahí, de cualquier manera, hasta en los rincones más bellos del alma.

Me niego terminantemente a siquiera pensar que eso de ponerle fin a una vida de escasos 21 años sea un designio divino, pues nada de divino tiene suprimir de tajo, como en una lúgubre ordalía medieval, un universo infinito de posibilidades; a menos que también los dioses den pasos en falso, metan la pata, se equivoquen y no precisamente de buena fe.

Confío, sí, en que el paso del tiempo consiga mitigar en algo los estragos de este golpe tan bajo que Usted ha recibido; así como sé que la conciencia de querer estar en las mejores condiciones posibles, para beneficio del resto de la familia, contribuirá significativamente a esto, del mismo modo que la compañía de ellos y ellas. No será fácil, no será pronto, no será indoloro; pero, será: cuándo y cómo solamente Usted lo sabrá, en un momento y de un modo que también solamente Usted conocerá. Al fin y al cabo, qué tanto importan ya las indefiniciones, si algo tan definido como la vida de un ser tan amado como una hija puede verse desdibujado, tachado, empañado, borrado de un golpe certero y aleve, rastrero e inconmutable...

Finalmente, y porque creo en el milagro cotidiano de la poesía, en su capacidad para reflejarnos y ser nuestra voz, aquí le dejo una de las más significativas expresiones de dolor ante la muerte de un ser querido que hayan sido escritas en nuestra bella lengua española, la Elegía del poeta y pastor de cabras Miguel Hernández ante la muerte de su entrañable amigo. Leído en voz alta o en silencio, o escuchándolo cantado en la numinosa voz de Serrat, este poema nos escarba el alma hasta hacer que a lo largo y ancho de ella rueden unas cuantas lágrimas gruesas y grandes como goterones de un chubasco; pero, reparadoras como el silencio que sucede al aguacero o su rítmico arrullo mientras cae y se desliza sobre el tiempo oxidado de un techo de zinc.


ELEGÍA
Miguel Hernández

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo
Ramón Sijé con quien tanto quería).

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento.
a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.

Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.


Para Víctor Raúl Mosquera García, en memoria de su hija Aura Naomi.

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