lunes, 24 de junio de 2019


Recuerdos de La Troje
Miguel A. Caicedo, en octubre de 1986 (arriba izquierda)
y en sus épocas de Profesor de la Normal de Quibdó, en los años 50 del siglo pasado.
Fotos: Claudia Álvarez y Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó.

2019 es el año del Centenario del Natalicio del Poeta de la Chocoanidad, Miguel Antonio Caicedo Mena, quien nació en La Troje (corregimiento de Quibdó) el 30 de agosto de 1919 y falleció en Quibdó el 5 de abril de 1995. Como un homenaje a quien dedicó su vida a la educación y a la cultura chocoana y es el más insigne poeta costumbrista y folclórico del Chocó, El Guarengue ofrece una nueva entrega de su serie Un chocoano llamado Miguel. En esta ocasión, en su propia y memoriosa voz, el Maestro Caicedo nos lleva a La Troje de su infancia, su campesina infancia, en donde vivió y aprendió los rudimentos básicos de su ser chocoano.

Cuando yo era niño, recuerdo que allá en mi aldea, La Troje, donde nací, asistía a la escuela y, en las épocas en las que no había clase debía acompañar a mis padres a la mina. Claro que no trabajaba esforzadamente, sino porque podía prestar ayuda, la que puede prestar un niño en estos casos de laboreo de mina: traer un palo para hacer un horcón, ayudar a traer los madrinos, llevar una batea…, cualquier cosa de esas.

Pero, generalmente, yo dejaba estas labores y me iba con un primo a cazar. Tenía una cauchera para bajar palomas, perdices, pájaros. Generalmente nos íbamos los dos. O, cuando no, me iba solo por todos esos montes. Llevaba también mi vara de pescar. Porque las dos cosas en las cuales me entretenía eran, justamente, cazando aves o sacando peces. Y había bastante pescao en esas charquitas; de manera que yo me mantenía contento ahí, pescando y sacando sardinas y otros pescaos.

Uno se levantaba, desayunaba, hacía sus quehaceres y luego se disponía a ir a acompañar a los viejitos a la mina. Nos íbamos temprano toda la familia, porque esa era la costumbre: cuando no había clase, se iban todos, por no dejar a los niños en el pueblo, dedicados a la holgazanería. Ellos no permiten que uno esté de holgazán, porque siempre se han dejado llevar por eso de que “el vagabundo es el que aprende a brujo”; esto es, que una persona desocupada nunca hace cosas buenas, según ellos. Y creo que no están como muy equivocados.

Esa gente de aquella época por lo que más se preocupaba era por la formación integral de la persona y de hacerlo en forma correcta: sacar caballeros o personas de servicio que se enmarcaran bien dentro de la sociedad. Y la familia procuraba que no se dijera nada malo de ella o de algún pariente. Entonces, siempre estaban pendientes: “hombre, que tal cosa no es así, hágala por aquí, búsquele este lado, acomódese acá, eso no, esto sí”. Era, pues, ese cuidado para que el niño creciera educado, bien formado y dentro de un ambiente familiar sano y con una formación correcta. Toda la familia procuraba que no se dijera nada malo de ninguno de sus elementos. Entonces venía esa competencia social que se hacía con todo mundo: “fíjese en Fulano de Tal como vive, observe que la Familia Tal o la de Zutano esto…”. Entonces se establecía como esa especia de rivalidad; pero, por lo alto, ¿no? No había, pues, ofensas ni nada de eso de por medio, sino el estímulo de la una para la otra y cada quien quería hacerlo mejor que el que lo hacía bien.

De manera que, eso sí, en el pueblito… Imagínese que hasta hoy –será porque allá casi todos son familia- en La Troje nunca ha habido un servicio de policía. No se necesita, porque ellos sus cosas, todas, las arreglan entre sí. Son familiares o los unos intervienen para que todo pase bien y todo lo demás. Toda la vida, mire… Por eso es que el Doctor Diego Luis Córdoba también acostumbraba a decir que aquí en el Chocó todos eran sus parientes y a todos les decía “Familia”. Porque aquí, “si no es por lo Córdoba, es por lo Chalá”, como decía él.

Mira los Mena, por ejemplo. Vino aquí Juanico de Mena, que fue el gran precursor de esta familiaridad chocoana; se estableció en La Troje. Este pueblito mío antes se llamaba La Troja. Él le puso La Troja, porque lo tenía como almacenamiento de todo lo que producían sus minas. Él tenía unas minas en La Platina, otras en Serrana, por el lado de Guayabal, otras en Atrato abajo y acá por La Concepción también tenía. Luego, Juanico de Mena tuvo tres hijos: Nicomedes, Cirilo y Damián. El uno se fue para el San Juan, el otro se quedó acá en Atrato abajo y el otro por esos lados de allá. De manera que por donde usted se mete hay Menas. Y esos Menas, a su vez, se relacionaron con los Córdoba y los Rentería y los no sé qué más. De manera que, así como decimos aquí: por último, aunque sea un untadito tiene el uno del otro. Es una sola familia.

En esa época, uno se dejaba llevar y la experiencia que había adquirido el abuelito era la maestra suprema que uno tenía. Por eso es que se buscaba al abuelito. Por otra parte, había un fenómeno social, de la conducta social: cuando los hijos no eran de matrimonio y eran reconocidos, los que se encargaban de la crianza eran los abuelos, ¿sí ve? El tipo reconocía un muchacho y, en vez de ser como ahora, que la mamá lo lleva a un juzgado y luego le sacan una parte del sueldo para mantener al pelaíto, en ese tiempo, no; sino que, lejos de eso, la familia del padre tomaba al muchacho y lo llevaba a su casa. Allá, entonces, el abuelito era el que lo consentía, el abuelito era el que lo llamaba, el que lo vestía, etc. Entonces le tenían un cariño especial al abuelo, por el agradecimiento de haberlo recibido en su casa, por lo que le enseñaba y por todo lo que le daba.

La Troje, corregimiento del Municipio de Quibdó, en donde nació y creció el Poeta de la Chocoanidad, Miguel A. Caicedo. Foto: https://quibdoeducativa.files.wordpress.com/2012/06/sam_1171.jpg


Los domingos, que era cuando una podía quedarse allí, nos reuníamos los jóvenes en la plaza de La Troje, a jugar Canicas y Arroyuelo, otras clases de juegos populares, como La panda, La sortijita, La vieja con su violín, etc. Pero, siempre eran juegos tan sanos que los mayores solían detenerse a verlo jugar a uno y se divertían también. Hasta que lo llamaban a uno para un mandado, para hacer cualquier diligencia de la familia, ir a comprar algo… Pero, siempre, apenas era eso, la vida era común y corriente: levantarse, jugar, bañarse; porque, eso sí, como teníamos un río muy bonito, suavecito, ahí al lado, ¡chabán! ¡al agua! Y luego, cuando lo necesitaban a uno para algo, dejar lo que estaba haciendo…y…levantarse, jugar, comer, dormir, y ¡listo! Si había la oportunidad para un trabajo, pues uno lo hacía.

La formación familiar que le daban a uno se basaba en los refranes, sobre todo. En cada circunstancia que se presentaba, había una lección. Y los viejos, claro, como aprendieron de la naturaleza, en esa observación directa de los fenómenos de la vida y de la naturaleza, siempre tenían una cosa qué censurar o qué recomendar o qué aconsejar. Siempre. Las instrucciones, las reprimendas, las alabanzas mismas de las acciones diarias de los niños, consistían en la aplicación y explicación de un refrán. El proceso de formación de los hijos era una cosa por igual, allí intervenían todos, Inclusive, el padre se encargaba de los varoncitos y la madre de las mujercitas; pero, siempre había oportunidad para que tanto el uno como el otro intervinieran en la parcela del compañero.

En mi caso, cuando yo tenía un año murió mi mamá, no tuve oportunidad de conocerla, de hacerme bien a la imagen de cómo era ella. Pero, recuerdo qué sucedió el día en que ella murió y cuando ya estaba más grandecito, cuando ya sabía hablar, les conté exactamente todo lo que sucedió ese día y mi abuelito quedó supremamente sorprendido.

Después nos fuimos a la población de Cértegui, adonde mi abuelito se trasladó con toda su familia a dirigir las minas de un señor Jeremías Palacios. Cuando regresamos de allá, yo tenía doce o trece años, y también recuerdo mucho la gran hazaña de San Francisco de Asís aquí en Quibdó, en el incendio de 1931. Nosotros veníamos bajando por el río Quito y mi abuelito de pronto dijo: “hombre, eso es que hay mucha luz en Quibdó, parece que hay incendio, boguen ligero, a ver”. Y fue dele, dele, dele, dele, esos tipos al canalete y a la palanca. Y cuando llegamos aquí a la desembocadura, vimos que Quibdó estaba incendiado. Entonces la gente cogió a San Francisco de Asís y lo puso en la puerta de la Catedral y las llamas se detuvieron allí, hicieron un arco grande, así, vea, y ¡chubum!, al río, el agua las apagó. Yo vi eso desde allá de la Boca de Quito: la llama subió así, de raíz y todo, vea. ¿Ah? Se quedó el santo ahí, caliente y resquebrajao.

Entonces, cuando regresamos de allá, la gente creía que yo había nacido era en Cértegui. Todavía hay muchas personas que piensan así. Cuando llegué, mi abuelita paterna, Andrea Ibargüen, me dijo: “ay, mijo, gracias a Dios que me alcanzó usted viva, yo siempre tuve la preocupación de que usted no pudiera entrevistarse conmigo, yo tengo algo para usted, muy significativo”. Y, claro, yo, un muchacho de doce años, no entendía la cosa; pero, ella entró a su alcoba y me vino con un cuadro de la Virgen del Carmen, y me dijo: “este cuadro era de su mamá y lo he guardado siempre con la esperanza de que usted lo pudiera recibir”. Yo lo cogí y te digo que, en mi conciencia de niño, pensé que de ese momento en adelante esa idea iba a sustituir a mi mamá en la vida. Por eso es que yo siempre he sido muy prendido de la Virgen del Carmen, ¿ves? Y la gente ha creído que es para que me dé suerte; pero, está muy equivocada en eso: es para darle gracias por todos los favores que yo he recibido de ella.

Pues sí, y entonces yo les contaba, a mi abuelito y a los demás de la casa, que una muchacha morena clara se había encargado de mí ese día de la muerte de mi mamá; que venía conmigo en los brazos y lloraba allí frente al féretro. Luego me llevó para otra casa y me tuvieron todo el día alejado de allá. Yo no sé qué paso en la noche; pero, al día siguiente, sí me trajeron y -antes de cerrar el ataúd- ella estuvo conmigo frente a él. Yo alcancé a ver el rostro de mi mamá; pero, transformado ya por el rictus, ¿no? Y lo cerraron, ahora sí arrancaron, estuvieron en la iglesia y cuando salieron hacia el cementerio no me dejaron ir. La muchacha volvió conmigo a la casa, que quedaba allí donde ahora pudieron la Casa Cural. Pero, yo me encaramé casi al techo de la casa y por el medio de las soleras, esos palos cruzados en equis que casi siempre ponen al frente de las casas en el Chocó, vi exactamente dónde enterraron a mi mamá. Y, entonces, años después les dije: vean, mi mamá está enterrada en tal parte, ahí. Y ellos no recordaban bien y mi abuelito dijo: “sí, señor, ahí fue”. Y le dije: “vea, así derechito, donde estuvo ese palo de jaboncillo, ahí está enterrada mi mamá”. Y él se sorprendió mucho de eso.

Eso de los problemas en la familia siempre existen, ¿cierto? Pero, había familias que vivían muy armónicamente. Tanto, que le cuento esto: en La Troje, los matrimonios fundamentados comenzaron propiamente en la década de los 30; porque allí todos eran personas que se habían juntado a vivir sabroso y después de eso, cuando ya estaban los hijos para ser los padrinos de los padres, se celebraban los matrimonios. Yo me acuerdo. Muchos matrimonios fueron así. Ya los hijos tenían hijos. Ya eran abuelos, pues, cuando se casaban. Eso se debe a una costumbre muy antigua, que ya desapareció aquí; pero, sí la practicaron mucho: el congeneo. Las personas no creían necesario el matrimonio para juntarse, como decían. Se cogían, como era la palabra que usaban, y si se comprendían podían llevar una vida buena y entonces sí realizaban el matrimonio. De otra manera, pues partían cobijas y cada quien se iba por su punta.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Sus comentarios son siempre bienvenidos. Gracias.