lunes, 17 de junio de 2019


Un pueblo dispuesto a todo (II) 
Marco Tobías Cuesta Moreno y Carlos Ossa Escobar dirigieron la negociación entre el Gobierno Nacional y el Movimiento Cívico, que concluyó con la firma del Pacto Social entre Colombia y el Chocó, luego de cinco días de Paro Cívico. Ambos fallecieron recientemente.

Aquí está la segunda parte de la crónica sobre el Paro Cívico Departamental del Chocó de 1987, realizado entre el martes 26 y el sábado 30 de mayo, que es considerado uno de los de mayor trascendencia en la historia de la protesta social en el Chocó. Gracias al mismo existen el puente de Yuto, que mejoró el transporte entre Quibdó y la región del San Juan, el campus o ciudadela universitaria de la Universidad del Chocó y el edificio del SENA, en Quibdó; se completó y mejoró la interconexión eléctrica regional; se inició la construcción de un nuevo acueducto y la ampliación de redes de alcantarillado para Quibdó; se mejoró la planta telefónica de Quibdó, al punto que -por primera vez- la gente pudo acceder a teléfonos domiciliarios y estos dejaron de ser un lujo excluyente (en esos tiempos aún no había celulares y aún existía la empresa estatal Telecom); se acordó avanzar en la apertura de la carretera al mar Las Ánimas-Nuquí-Bahía Solano y otras vías del San Juan y del Darién Chocoano…, entre otras obras principales.

Multitudes de chocoanos marcharon a pleno sol o bajo el agua, durante cinco días, bajo la orientación de un Comité Central de Paro dirigido por el abogado Marco Tobías Cuesta Moreno, quien falleció hace poco menos de un año, el 1° de agosto de 2018. El negociador gubernamental fue el entonces Consejero Presidencial para la Paz, Carlos Ossa Escobar, un hombre amable, respetuoso y liberal, cuyo último cargo público fue el de Rector de la Universidad Distrital de Bogotá, y que falleció hace tres meses, en marzo de 2019.

Para la memoria, estimados lectores y amigos de El Guarengue. Esta crónica fue escrita a máquina el día 2 de junio de 1987.


Iban a ser las siete de la noche y la multitud seguía concentrada frente al edificio de Telecom. Adentro, los muchachos conversaban de cualquier cosa, planificaban acciones o se volaban de la toma, como lo hicieron dos muchachas y un muchacho a las pocas horas de haber comenzado la misma. Ellas adujeron razones familiares y él manifestó que se había ido porque tenía un compromiso con unos amigos de preparar juntos una comida casera o boda y que le pareció que se podía ir porque en la toma había personal suficiente. Hacia la media noche, para espantar el sueño, la mayor parte de los muchachos se dedicaron a reírse de la cara con la que dormían sus compañeros que a esa hora dormían. Afuera, en la Calle 25 con Carrera 3ª, los manifestantes habían sido dispersados por la Policía, desde faltando un cuarto para las ocho, a punta de gases lacrimógenos, por supuesto.

Hamlet
También esa noche hubo disturbios en algunos barrios de la ciudad, carros quemados, vidrios rotos, gritos, miedo, tensión, enojo, exasperación. La mamá de una muchacha de escasos veinte años que formaba parte del grupo de universitarios que pernoctaban en Telecom regresó llorando a su casa ante la imposibilidad de hacerle llegar ropa limpia a su hija, diciendo que no entendía cómo esta niña se había ido a meter en algo tan peligroso. Su niña, entre tanto, cenó con arroz blanco, galletas y Fresco Royal, además de las cantidades industriales de tinto con las que fueron surtidos para que pudieran pasar la noche en vela, como efectivamente la pasaron casi todos los miembros de la familia universitaria. A las cinco de la madrugada, para evitar el sueño que ya casi los vencía, los muchachos se bañaron y se sentaron a charlar sobre cuánto tiempo iban a permanecer dentro del edificio de Telecom. Unos propusieron que fuera hasta el momento en el que se lograra un acuerdo con el gobierno. Otros dijeron que había que sostener la promesa de salir en cuanto llegara la comisión del gobierno. Otros se quedaron callados: la procesión iba por dentro. Más o menos a las nueve de la mañana, desayunaron plátano, queso, arepa y café. Llamaron a lista y descubrieron que faltaba más gente; varios más habían desistido de la toma.

Hamlet Bechara Cuesta, asesinado por una
bala policial durante el Paro Cívico de 1987.
Mientras ellos desayunaban, un helicóptero aterrizó en el helipuerto del Banco de la República. Las emisoras no supieron quién lo ocupaba. Nadie lo supo hasta el mediodía. El Viceministro de Obras Públicas, Ernesto Velásquez, y el Consejero Presidencial para la Paz, Carlos Ossa Escobar, fueron conducidos directamente a la Gobernación del Chocó, donde se sentaron a dialogar durante toda la tarde de ese viernes con los delegados del Comité Cívico. Entonces, los muchachos fueron saliendo de Telecom hacia la Universidad. Todos no llegaron a almorzar allí, muchos se perdieron entre la muchedumbre con rumbo hacia sus casas, a contarlo todo y a diluir su miedo en el sabor de la comida de su mamá.

Hacia las diez de la mañana, después de la llegada del helicóptero, la Policía Nacional y la Policía Militar cerraron las principales calles y vías de Quibdó, y no permitían el paso a nadie. Esto provocó la furia de un poco más de dos centenares de hombres, mujeres, niñas y niños a los que se les obligó a cambiar la ruta de su marcha, desviándolos hacia el barrio Pandeyuca, donde se armó una gresca que Quibdó no va a olvidar jamás, pues en poco menos de una hora había cinco heridos y el joven Hamlet Bechara Cuesta había caído víctima de una bala que salió del revólver de un policía, cuyo nombre a las pocas horas estaba escrito en muros y paredes de las calles del centro de la ciudad. La noticia de su muerte solamente se supo al atardecer, cuando una muchedumbre delirante y adolorida gritó con todas sus fuerzas clamando justicia y castigo para el asesino de Hamlet, en el Parque Centenario, y elevando a la categoría de mártir suyo a este muchacho de 24 años, hijo de un reconocido arquitecto y de mamá fallecida. La tristeza se apoderó de todo el mundo, reemplazando a la rabia. Espontáneamente, apareció una bandera amarilla, verde y gris, la bandera del Chocó, para cubrir el ataúd del joven Bechara.

Unas cuantas motobombas y un poco de cloro
Con las primeras sombras, sin siquiera mirar qué tan hermoso o colorido estaba este día el atardecer, la gente se fue para su casa a descansar un poco, a pasar el mal rato, a comer algo, a ver qué decían en la televisión.

Los telenoticieros de las siete de la noche informaron que el Presidente Virgilio Barco Vargas había dicho que, si el problema del paro en Quibdó era por agua potable, por qué no sacaban agua del río con unas motobombas y la purificaban con cloro, ya que las aguas de los ríos de por acá eran tan puras que bastaba un mínimo tratamiento. Un hombre que, en trance de campaña política, había sido declarado hijo adoptivo del Chocó acababa de convertirse en un hijo mezquino e irrespetuoso; pues no solamente caricaturizaba las razones, exigencias y reivindicaciones del paro, sino que pasaba por alto la creciente contaminación del río Atrato a su paso por Quibdó, lo antitécnica e insuficiente que es la red de acueducto y alcantarillado de la ciudad, y otras cuantas cosas más que a cualquiera se le hacía raro que todo un Presidente de la República, que además era ingeniero civil, no tuviera en cuenta a la hora de salir con tamaña ligereza.

Esa noche fue levantado el toque de queda, con lo cual se logró evitar los disturbios o, por lo menos, disminuirlos. La Comisión de Paro obtuvo del gobierno la promesa de acuartelar a la Policía el sábado, durante las honras fúnebres y el sepelio de Hamlet, ya que estaba plenamente comprobado -luego de 100 horas de Paro Cívico- que la presencia de los uniformados exaltaba los ánimos de los manifestantes y terminaba convirtiéndose en la causa principal de enfrentamiento, puesto que el pueblo se sentía provocado y agredido. Los vidrios de los edificios de la Caja Agraria, el Palacio de Justicia, el Banco Popular, Telecom, la Gobernación y otros locales oficiales y comerciales habían sido el blanco de las piedras de la multitud. Durante esos días, las calles amanecían convertidas en playas o en basureros; las barricadas y los grafitis daban a Quibdó un aspecto de ciudad sitiada o tomada.

La Comisión de Negociación estuvo reunida hasta la madrugada del sábado 30 de mayo, ajena a los hechos de la calle, informada de los sucesos por los oficiales de la Policía. La gente seguía pidiendo a gritos, en conversaciones familiares, en barras de amigos, y hasta telepáticamente, la renuncia de la Gobernadora del Departamento y de su gabinete en pleno, por supuesto.

Los delegados del Gobierno Nacional visitan a Pablo Lincoln Mosquera, quien protagonizó una Huelga de hambre durante los días que duró el Paro Cívico del Chocó, en mayo de 1987.

“Ossa llegó y el pueblo negoció”
La primera labor de la multitud de manifestantes, el sábado en la mañana, fue salir a gritar los reclamos y las consignas, para recordarle a los comerciantes mal informados que el Paro Cívico Departamental no había finalizado. El número de asistentes a esta marcha fue el más pobre de todo el paro; pero, se logró el objetivo de mantener paralizadas las rutinas comerciales del sábado, que es el día de mercado en Quibdó. La mañana transcurrió en un Parque Centenario semivacío, donde las consignas se repetían con menos ímpetus que los días anteriores: mucha tristeza y algo de desolación embargaba a los presentes.

En la tarde, sí, la cosa fue a otro precio. Mucha gente se había quedado en sus casas durante la mañana, como una manera de recuperar ánimos y de tomar impulso para asistir al sepelio más concurrido y doloroso de toda la historia de Quibdó, todo un acontecimiento para la historia de un pueblo poco acostumbrado a la violencia. En el cortejo fúnebre marchaban unas ocho mil personas, pañuelo en mano, sudando de calor y de dolor, exigiendo justicia, dando un adiós lastimero y sentido a quien pagó la cuota de martirio que, al parecer, se requiere a los pueblos a cambio de sus derechos y de su progreso. Fue una muerte injusta, sin lugar a dudas. Los asistentes al sepelio, literal río humano de corriente cadenciosa recorriendo cuadras y cuadras del centro de Quibdó, comentaban sobre el futuro que tendría la investigación prometida por las autoridades departamentales y nacionales, “exhaustiva y rigurosa, hasta las últimas consecuencias”, si en este caso todo el mundo sabía, y hasta escrito en las paredes estaba, quién le había disparado a Hamlet.

Hamlet quedó en su tumba, allá en el Cementerio San José de Quibdó, cuando empezaba a morir con él este triste día. La compañía del pueblo llegaba hasta allí, porque en su nombre la lucha iba a continuar. La cita era nuevamente en el Parque Centenario, adonde la gente fue llegando poco a poco hasta colmarlo nuevamente, a la espera del acuerdo que, según decían, ya se había logrado.

El atardecer fue tan bello como siempre en Quibdó. Los destellos del sol, atravesando las nubes y reflejados por ellas, colorearon el monte y el cielo al otro lado del río, en esa orilla semipoblada de Quibdó a la que llamamos Barrio Bahía Solano, pues dicen que si uno se va derecho por entre el monte alcanza a llegar hasta allá y que si uno se trepa en una palma de coco o en un palo de cedro bien alto alcanza a ver desde allí la majestad oceánica del Pacífico chocoano. Pero, el crepúsculo no llegó a su culmen, no alcanzó su plenitud, no se desintegró lentamente sobre la oscuridad del cielo quibdoseño y sobre la aparente mansedumbre de la corriente inmensa del Atrato. Docenas de truenos lo espantaron y avisaron, con rayos aquí y allá, la llegada de aquel aguacero diluvial, monumental, bajo el cual concluiría con la mayor cantidad de dignidad posible esta gesta inolvidable.

Algunos coordinadores del Paro quemaban tiempo en la tribuna, para conseguir que el pueblo permaneciera en el parque hasta que llegara la Comisión Negociadora, que traería el texto del acuerdo firmado. Mucha gente no aguantó el tren de la espera y se fue para su casa, ignorando que se iban a perder uno de los acontecimientos más sobresalientes de la historia regional, un acontecimiento que –realmente, tal como suena- cambiará la vida del Chocó, por lo menos de Quibdó, marcando –realmente y tal como suena- un antes y un después en esta historia. Hacia las siete y media de la noche, el aguacero se largó sobre el parque. Las sombrillas que había y los oídos de todos los presentes se abrieron de inmediato. El texto del acuerdo había llegado. La lectura comenzó con un discurso introductorio y con un testimonio de Kunta Kinte, uno de los líderes más populares y reconocidos del Paro, un tipo echado pa’lante, que vende revistas, libros y periódicos en una caseta, ahí mismo en el Parque Centenario.

Cada punto del acuerdo leído por Flavio Mosquera con voz emocionada era vitoreado por las mil quinientas personas que celebrábamos bajo la lluvia el resultado de un esfuerzo conjunto de 120 horas de protesta. Cada mención del nombre o del cargo de la Gobernadora del Departamento interrumpía y atrasaba la lectura, pues el grito masivo pidiendo su renuncia no se hacía esperar, incontenible y espontáneo, desde el alma de la muchedumbre.

Cuando faltaba un poco para que la lectura llegara a la mitad del documento, llegó al parque nada menos que Carlos Ossa Escobar, acompañado de los demás integrantes del Comité Central del Paro Cívico, que se habían quedado en la Gobernación después de terminar con las firmas y los saludos de mutua satisfacción. La voz de la multitud no se hizo esperar e interrumpió la lectura del acuerdo para brindar al Consejero Presidencial el homenaje más grande que, con seguridad, haya recibido en su vida. Un aplauso de varios minutos, su primer apellido gritado en coro por más de mil gargantas, los brazos de todos estirándose para saludarlo y pedirle que hablara, fueron el testimonio humilde y valiente de la gratitud de un pueblo que sabe reconocer a quien le sirve; así en este caso fuera el enviado del Presidente, el representante del Gobierno Nacional, contra el cual se estaba protestando desde hacía más de 100 horas.

Ossa manifestó que hablaría cuando se acabara de leer el acuerdo. Empapada por el voluminoso rigor de la lluvia imparable, la gente ya había prescindido de las sombrillas y paraguas, que a esas alturas resultaban inútiles para protegerse de los chorros de agua que caían del cielo. Una vez finalizada la lectura, luego del estallido de alegría más grande del que se tenga noticia en Quibdó, el Consejero Presidencial se dirigió al pueblo chocoano y prometió que se cumpliría hasta la última coma del acuerdo. “¡Ossa llegó y todo se arregló!”, coreaba el gentío con el agua chorreando por todo su cuerpo, desde su cara hasta sus pies, ahí en el Parque Centenario, donde todo había comenzado hace cinco días, donde ahora se celebraba la concreción y firma de aquel documento, titulado Pacto Social entre Colombia y el Chocó, como si se estuviera suscribiendo una constitución o un acta de independencia.

Los miembros del Comité Cívico, y entre ellos Ossa, se bajaron de la tarima. La masa feliz los fue empujando a marchar hacia las calles, coreando esta vez: “¡Ossa llegó y el pueblo negoció!” y gritando sin cesar el apellido del Consejero. Comenzaba así un desfile de celebración por las calles inundadas de Quibdó, que se convierten en lagos, lagunas y ciénagas cada vez que llueve, es decir, más de 200 días al año. Carlos Ossa Escobar fue llevado por la gente a recorrer las principales calles de la ciudad, bajo el diluvio y caminando por entre los charcos. Le dieron a beber de una botella de aguardiente Platino y, lo mejor de lo mejor: lo hicieron pasar por la inmensa poza de la Alameda Reyes con Carrera Tercera, donde las aguas residuales del pésimo alcantarillado del centro de la ciudad se juntan con los riachuelos procedentes de todos los lados hasta que la inundación alcanza una altura de casi las rodillas de un adulto cuando lo atraviesa a pie.

Original  de la crónica escrita a máquina el 2 de junio de 1987.
La multitud alegre y dicharachera, eufórica por los favorables contenidos del acuerdo, condujo paso a paso a Ossa Escobar, hasta plantarlo justo en todo el centro de aquella encharcazón, y desde allí le gritó al Presidente Virgilio Barco que mandara pues el cloro para purificar la inmundicia por la que su delegado estaba transitando ahora mismo, a las 8:45 minutos de la noche, mojándose en un aguacero tan fuerte como nunca lo había visto ni sentido en su vida y chapuceando en esas aguas residuales como jamás volvería a hacerlo. Así se cobró la gente la ligereza del comentario presidencial sobre el cloro para purificar las aguas de Quibdó, mediante este pequeño desquite popular contra el gobierno, que Ossa contaría con detalles en Bogotá hasta lograr que allá vieran la gravedad de la situación.

A las 9 de la noche, un gentío cinco o seis veces más grande que al principio marchaba mojado hasta el alma, feliz y dichoso porque el pueblo había logrado en 120 horas lo que sus dirigentes no habían alcanzado en 40 años de vida departamental estable. Unas cuantas botellas de Platino fueron destapadas esa noche, cuando finalizó la marcha, cuando la jornada –como el aguacero- llegó a su fin. Era sábado, 30 de mayo de 1987.


Quibdó, Chocó, 2 de junio de 1987
A Marco Tobías y a Hamlet.

4 comentarios:

  1. Reitero excelente escrito que recrea con genialidad los hechos acaecidos para quienes no tuvimos la oportunidad de estar presentes.

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  2. Gracias, Erwin, por el comentario y por ser asiduo lector de El Guarengue.

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  3. JUCEUH, SIEMPRE TE HAS CARACTERIZADO POR ESA SENSIBILIDAD PARA ESCRIBIR;con el aprecio de siempre chella.

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  4. Es una buena crónica del significativo paro cívico de los chocoanos, el escritor tiene una pluma muy gráfica, pero yo viví los episodios ocurridos en el pandeyuca, pues allí estaba mi hogar, y tengo que decir que faltó anotar cuándo hirieron al relojero que trabajaba en la casa de los Caicedo, quien a la postre murió a consecuencia de ésa herida, también recuerdo cuando algunos habitantes del barrio pandeyuca, montaron el cuerpo herido de Hamlet Bechara sobre la moto roja del finado Ciro Flores y junto con otra persona que se montó de parrillero, sosteniendo el cuerpo de Hamlet, partieron raudos hacia el Hospital San Francisco.

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