lunes, 10 de junio de 2019


Un pueblo dispuesto a todo (I)
Líderes del Paro Cívico del Chocó realizado en mayo de 1987. Al centro, envuelto en la bandera del Chocó, Marco Tobías Cuesta, quien dirigió el Comité Central de Paro. A la izquierda, el famoso líder Kunta Kinte. Detrás se ve al poeta Oscar Maturana y a la derecha al líder de la entonces llamada Orewa, Alberto Áchito. Foto: https://www.elcampesino.co/fallece-marco-cuesta-lider-civico-del-departamento-de-choco/

Entre el martes 26 y el sábado 30 de mayo de 1987, hace 32 años, se llevó a cabo uno de los paros cívicos departamentales de mayor trascendencia en la historia de la protesta social en el Chocó: “…el Chocó languidecía en la desesperanza y el retroceso, bajo el yugo del gobierno gris de Virgilio Barco y de una sumisa dirigencia política regional, solo preocupada por sus pequeños intereses personales. Crecía la distancia del Chocó frente al resto del país en todos los órdenes. No existía un metro de vía pavimentada y viajar entre Quibdó e Istmina era un suplicio, por la demora con el viejo ferry en el cruce del río Atrato en Yuto y los avatares propios de una carretera destapada. La Universidad Tecnológica caminaba en medio de muchas dificultades presupuestales y locativas. La vía al mar, el viejo anhelo de avanzar en la integración del Chocó, estaba paralizada y solo se había construido el pequeño tramo Ánimas-Puerto Nuevo. Hablar por teléfono era un privilegio y no era posible llegar en carro a Condoto por falta del puente[1].

La crónica cuya primera parte ofrecemos hoy, y la segunda la próxima semana, fue escrita a máquina el día 2 de junio de 1987, después de una semana de vivir el paro desde adentro, como uno más de los cientos de manifestantes que, día tras día, nos reunimos en el Parque Centenario y recorrimos las calles de Quibdó gritando consignas y reclamos, bajo la orientación del Comité Central de Paro, dirigido por el abogado Marco Tobías Cuesta Moreno, quien falleció hace poco menos de un año, el 1° de agosto de 2018.

Hagamos, pues, memoria, estimados lectores y amigos de El Guarengue.


El 26 de mayo de 1987, a las cuatro y treinta y cinco minutos de la tarde, todo quibdoseño que se respetara se sintió con derecho adquirido para hablar mal de la Gobernadora del Chocó. La mandataria, hija de un comerciante costeño que se radicó en Quibdó hace tantos años que los que podrían recordar cuándo fue se han ido muriendo, había dicho a una cadena radial que el Paro Cívico Departamental transcurría normalmente y que más bien tenía algo de folclórico, como un carnaval. “¡La Gobernadora no entendió nuestro reclamar y lo confundió con un carnaval!”, fue el nuevo grito, espontáneo y sonoro, aunque algo cojo de métrica, que los manifestantes añadieron a las decenas que, a modo de consignas o reclamos, se profirieron durante cinco días continuos en la capital del único departamento que tiene costas en los dos océanos; pero, no cuenta con una sola carretera decente ni con servicio de telefonía regular.

A esa hora se produjo la primera pedrea del Paro. Durante algo más de dos horas, cientos de manifestantes airados que se concentraron en el Parque Manuel Mosquera Garcés, a todo el frente del deteriorado edificio de la Gobernación, intercambiaron piedras por gases lacrimógenos con la Policía. Los líderes del movimiento pedían calma. Pero, la masa había sido herida en su dignidad y en su orgullo, pues aparte de haber dicho lo que dijo, la Gobernadora se había negado a dar la cara a la multitud que reclamaba su presencia en el improvisado palco del Hotel Citará o en un balcón cualquiera de la Gobernación. Así las cosas, a la gente –quisiera o no- le tocó incorporarse a lo que parecía un juego: correr desesperadamente ante el avance de la fuerza pública durante cinco o diez minutos, para luego reunirse nuevamente en el parque y volver a correr en cuanto los de las primeras filas lanzaban piedras nuevamente contra lo que el grito colectivo llamaba “La cueva de Eva” y de la cual se le pedía a la Gobernadora que saliera: “¡Eva, Eva, Eva, que salga de su cueva!”.

Correrle a la Policía no era algo común para los quibdoseños hasta esa tarde gris de martes. Por eso, quizás, se vio lo que se vio: todos corríamos riéndonos, comentando la causa de la carrera, ignorando las primeras tres veces por qué lo estábamos haciendo e inconscientes del peligro de una encerrona policial que nos hubiera hecho llorar por obra y gracia de esos pequeños cilindros metálicos repletos de un gas parecido al humo del incendio que devastó a Quibdó en 1966. Dicha inexperiencia en este tipo de incidentes llevó a la mayoría de los manifestantes a decidir que su casa era el mejor sitio para irse. Eran casi las siete de la noche y era seguro que los noticieros de esa hora nos brindarían la oportunidad de ver a nuestra capital en la pantalla mágica de la televisión. Y así fue. Sin embargo, la impotencia y el enardecimiento ocuparon las almas de los quibdoseños simultáneamente con el final de los noticieros, ya que un decreto de la Alcaldía ordenaba Toque de queda a partir de las ocho de la noche y reconfirmaba la Ley seca, vigente desde las doce de la noche del lunes.

El Paro Cívico del Chocó realizado entre el 26 y el 30 de agosto de 1987 se caracterizó por la amplia participación
de la ciudadanía, que demostró su apoyo al movimiento de múltiples maneras.
Foto: Cortesía Gonzalo Díaz Cañadas, Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó.

Ahí fue Troya. Sin que nadie diera la orden expresa, cada quibdoseño sintió que era su deber desobedecer la orden del Alcalde. Un centenar de desobedientes tuvo que amanecer en los calabozos del F-2, asustados y hambrientos, maltratados y somnolientos; pero, orgullosos de su acción de apoyo al Paro Cívico, cuyos dirigentes madrugaron a negociar con el Alcalde, Esteban García, la libertad de los retenidos. La Gobernadora, Eva Álvarez de Collazos, consideró que una medida adecuada era pedir refuerzos de la Pe Eme, Policía Militar, a la IV Brigada del Ejército, con sede en Medellín.

"¡Ni por el más, ni por el menos…Ni por el putas retrocedemos!"
El atrio de la Catedral de Quibdó, situado en el costado norte del Parque Centenario, amaneció convertido en tribuna pública y permanente del Paro Cívico. Desde allí se daría la batalla verbal al gobierno, pues, como lo decía la consigna que con toda el alma vociferaban los manifestantes: “¡Si no se negocia el memorando, seguiremos peleando!”. A diferencia del martes, que había amanecido lúgubre y lluvioso, este era un día de sol bien chocoano.

En el costado sur del Parque Centenario, donde se erige amarillo y con su helipuerto el nuevo edificio del Banco de la República, Pablo Lincoln Mosquera iba a completar sus primeras doce horas en huelga de hambre, como su forma personal de protesta contra el Estado colombiano. Dos viejos se percataron de la presencia del hambriento voluntario cuando un corrillo de curiosos rodeó al camarógrafo y al auxiliar del Noticiero Nacional, quienes se acercaron a grabar a Mosquera. El viejo más viejo preguntó que qué pasaba ahí, levantando la voz más de lo acostumbrado, debido al estrépito de los altoparlantes que amplificaban la voz de los oradores y arengadores de la tribuna de la Catedral. El viejo menos viejo le contestó que, según había oído, dizque era un paisa que se estaba muriendo de hambre ahí en las escalas del andén del banco. El primero, utilizando la mayor parte de su sentido común, opinó que le debían dar entre todos alguna cosita, plata o comida, para que solucionara su problema. Alguien les explicó que ni era paisa ni se estaba muriendo de hambre. Pero, el viejo más viejo no se quiso quedar callado y dejó clara su posición frente a la forma de protesta escogida por Mosquera: “Ese sí es babosidá ponerse a llevar hambre por el propio gusto”, dijo con expresión de incredulidad en su rostro apergaminado e invitó al viejo menos viejo a que se fueran de ahí porque ya iban a ser las doce y la cuarta marcha del pueblo por las calles no comenzaría hasta las cuatro de la tarde; de modo que tenían tiempo de ir a buscar lo suyo en materia de almuerzo.

Oyendo las incidencias del Paro Cívico a través de La Voz del Chocó o de Ecos del Atrato, participando en las marchas sin el menor asomo de cansancio, gracias a las condiciones que dan décadas de entrenamiento en procesiones de San Pacho cada 4 de octubre, los quibdoseños estaban decididos a no dar un paso atrás, “¡ni siquiera para tomar impulso!”, hasta que el Gobierno Nacional enviara una comisión negociadora; pero, no cualquier comisión. En ella debía venir el Consejero Presidencial Carlos Ossa Escobar, ya que por un razonamiento rebosante de lógica todos creíamos firmemente que el Departamento del Chocó entero era más importante que el Municipio de Remedios, en Antioquia, donde al primer día de paro ya había llegado Ossa.

A la una y cincuenta minutos de la tarde de ese miércoles 27 de mayo de 1987, el ruido de un avión que hacía cuarenta y cinco horas y diez minutos no era percibido por los oídos de la gente en Quibdó, interrumpió la siesta de muchos, que se recuperaban para regresar a la concentración del Parque Centenario. Las dos emisoras radiales especulaban sobre los ocupantes del avión. Un locutor de Ecos del Atrato dijo que se trataba de un Hércules. Otro lo corrigió, al aire, explicándole, con la mirada fija en el cielo, que se trataba, sin lugar a dudas, de un Focker, igualito al que los había transportado hacia Tumaco cuando los III Juegos Deportivos del Litoral Pacífico. Por fin se aclaró el misterio. No era la comisión de negociación la que ocupaba la aeronave. Eran los casi 200 hombres de la Policía Militar que la Gobernadora había solicitado a la IV Brigada del Ejército.

Primera y última páginas de la crónica original, escrita en una 
máquina de escribir mecánica, marca Remington, 
en Quibdó, el 2 de junio de 1987. Foto: JCUH.
Inmediatamente, en las casas, la gente se fue cepillando los dientes a la carrera para salir al parque a ver qué iba a pasar, pues nadie estaba dispuesto a perderse nada. El Comité Central de Paro pidió a la Gobernadora que acuartelara a los recién llegados en el aeropuerto, con el fin de evitar disturbios, teniendo en cuenta que ya un grupo de jóvenes del Barrio Julio Figueroa Villa y de la Loma de San Judas habían estado a punto de hacerse bombardear con gas lacrimógeno por la tropa. Finalmente, y hasta el primer lunes de junio, los policías militares recibieron como sede una concentración de escuelas que aquí conocemos como el Barrio Escolar, en una de las cuales estudió el llamado Padre del Departamento, Diego Luis Córdoba Pino, un hijo de mineros de Neguá que se hizo oír más de una vez en el Congreso de Colombia y de cuya cosecha verbal la colectividad chocoana guarda en lo más lúcido de su memoria la respuesta que cuentan que dio cuando alguien, a su entrada al recinto, dijo: “Se oscureció el Senado”. “Pero, se iluminaron las inteligencias”, dicen que le contestó Diego Luis.


La toma de Telecom
La noche del miércoles, hubo incendio de carros oficiales, violaciones de domicilio por parte de policías buscando a manifestantes incendiarios escondidos, pedreas y gases lacrimógenos, gritos e insultos renovados contra la Gobernadora, desconcierto por la tozudez del gobierno nacional, desobediencia masiva al toque de queda, miedo, opiniones acerca de lo que pasaría al otro día, audiencias cautivas frente a las pantallas de los telenoticieros, una tensa calma –como dicen los periodistas.

A cinco muchachas del sector del Polvorín, en el Barrio Alameda Reyes, se les metió la policía a la casa, luego de forzar la puerta de entrada. Andaban buscando a los muchachos que habían quemado el equipo de oficina y unos archivos de la Inspección Permanente Central de Quibdó, que funciona en una casa alquilada. La casa se salvó de ser quemada porque los muchachos tuvieron el tiempo suficiente para pensar que esa casa no era propiedad del gobierno, que era de una chocoana, que si la quemaban se producía un incendio en el barrio y que eso sí estaría muy mal y sería muy grave. Por eso, optaron por desocupar la oficina y prenderle fuego a todo ahí al frente de la Cárcel del Distrito Judicial de Quibdó, Anayansi, donde los reclusos dormían hacinados y en medio de la pestilencia característica del lugar, haciendo cábalas sobre lo que estaba ocurriendo afuera.

El jueves, Quibdó amaneció caluroso. Las calles más y más sucias, gracias a que brigadas de muchachos recolectaban botellas de todos los tamaños y colores, en las casas de los vecindarios y las estrellaban contra el piso, con el fin de reforzar las barricadas construidas con postes abandonados de transmisión de energía eléctrica, con vallas, con palos, con piedras y ladrillos, con cuanta cosa encontraran en los alrededores de los barrios, en sus propias casas y en las de los vecinos, y en su imaginación de neófitos de la anarquía y la protesta. La misión común era demostrar de cualquier manera el apoyo al Paro Cívico y la decisión de boicotear todo hasta que cesaran las causas del movimiento. Pablo Mosquera continuaba en su huelga de hambre, recibiendo dextrosa por vía intravenosa.

A las ocho y media de la mañana, ya el Parque Centenario estaba repleto. En pocos minutos arrancó la primera marcha del día. Las gargantas estaban incólumes. Por las ventanas de la Universidad Tecnológica del Chocó se seguía repartiendo, a todo el mundo, gaseosas y galletas. Los almacenes y tiendas continuaban cerrados. Los vendedores ambulantes seguían haciendo su agosto, como lo habían hecho desde el miércoles, cuando el Comité de Paro permitió que el primer vendedor de paletas hiciera en el parque la mejor venta de su vida. “Si es así, que continúe el paro”, dijo el paletero, feliz por el insólito volumen de ventas que había alcanzado en dos días, que calculó en cinco veces más lo que habría vendido en los alrededores del Barrio Escolar un lunes a las doce del mediodía.

El almuerzo de ese jueves fue menos completo en todas las casas del centro de Quibdó, pues no había donde aprovisionarse y las reservas de mercado se agotaban. En los barrios periféricos seguía siendo más o menos normal, porque los tenderos por esos lados seguían fiando, vendiendo, abriendo sus tiendas cuando se les pedía que las abrieran; aunque su buena voluntad no les alcanzó para evitar que se les acabara el surtido de pollo, huevos, legumbres, papas y plátanos. De modo que la gente empezó a recurrir al atún y a las sardinas enlatadas, a partir de ese día, pues hasta el queso, alma y nervio de desayunos, almuerzos y cenas, se había agotado en todo el pueblo. Algunos habitantes de Quibdó, especialmente ancianos y foráneos, empezaron a denigrar del paro y a rogar que no se prolongara. Mientras tanto, en Tutunendo, corregimiento situado a media hora de la ciudad, por la trocha hacia Antioquia, los camioneros y demás choferes invertían su tiempo en charlas de choferes, en baños en el hermoso y cristalino río, y en una que otra botella de Aguardiente Platino, cuando les era posible beberlo a hurtadillas. Un camionero se vio obligado a deshacerse de su carga de pollos procesados, pues el olor ya se hacía insoportable tanto para él como para sus colegas y para los tutunendeños, que les servían como anfitriones.

A las dos y media de la tarde, un estudiante de Obras Civiles de la Universidad Tecnológica del Chocó recorrió el Parque Centenario y sus alrededores buscando reunir a la “Familia universitaria”, según lo pregonaba a través de uno de los tantos megáfonos que aparecieron como de la nada durante todos los días que duró el Paro Cívico. Media hora más tarde, esta vez por los altoparlantes de la tribuna de la Catedral, uno de los coordinadores del movimiento informaba a la muchedumbre que “los compañeros de la Universidad se acaban de tomar las instalaciones de Telecom” y que no iban a salir de allí hasta que el delegado presidencial no se hiciera presente en Quibdó. Un centenar de jóvenes, entre los cuales había un alto número de mujeres y un mudo que se coló poco tiempo después, pusieron en jaque las comunicaciones en Quibdó, a partir de ese momento.

Las marchas diarias del Paro Cívico del Chocó, entre el 26 y el 30 de agosto de 1987, fueron suficientemente concurridas
como para demostrarle al Gobierno Nacional que el movimiento iba en serio y que este era un pueblo dispuesto a todo 
por la garantía de sus derechos. Foto: Cortesía Gonzalo Díaz Cañadas, Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó.

Los manifestantes del parque se dirigieron entonces a Telecom, que queda a dos cuadras, y allí gritaron su solidaridad y apoyo a la acción, vigilados por un montón de policías, provistos, como durante los cinco días del paro, de escudos, cascos, bolillos y gas lacrimógeno, ya que no podían portar armas, en virtud de un acuerdo logrado entre el Comité Cívico y la Gobernadora y el Comandante de Policía.


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La próxima semana

Un pueblo dispuesto a todo (II): 
➧Hamlet 
➧"Ossa llegó y el pueblo negoció".




[1] Chocó 7 días. Edición N° 1218. Quibdó, mayo 31 a junio 6 de 2019. Editorial: El paro cívico de 1987. En: http://www.choco7dias.com/1218/editorial.html

1 comentario:

  1. Excelente crónica para recordarle a las nuevas generaciones las gestas del pueblo Quibdoseño.

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