Matinal y Matiné,
Vespertina
y Noche,
Doble y Cine Continuo...
Los diseños estructurales, estructurales en
concreto y de estructura metálica, acústico y de iluminación escénica,
eléctricos e hidráulicos, tecnológicos audiovisuales, de iluminación ambiental
y luminarias, de electroacústica e intercomunicación, de automatización, de voz
y datos; así como los estudios y diseños bioclimáticos, las asesorías en
arquitectura teatral y recomendaciones de cimentación, entre otros componentes
definitivos para darle vida al nuevo Teatro César Conto, fueron donados en su
totalidad, por prestantes profesionales colombianos y firmas nacionales que
gozan de amplio reconocimiento, incluyendo premios y galardones nacionales e
internacionales por la calidad de sus trabajos.
Trabajos de reconstrucción del Teatro César Conto, en Quibdó, 31.01.2019. Foto: Cortesía Douglas M. Cujar Cañadas. |
Los pasteles de Taurina costaban $1. Los
comprábamos al frente del Teatro César Conto, minutos antes de sumergirnos en
el fascinante mundo en penumbras de los karatekas chinos, de los soldados y
cowboys gringos, y de aquellos protohéroes latinos que eran los enmascarados
mejicanos; todos los cuales aparecían en cuanto terminaba El mundo al instante, aquel noticiero de noticias europeas y
locutor colombiano, a través del cual confirmábamos que el mundo iba más allá
de lo que nos imaginábamos cuando calcábamos los mapas y nos aprendíamos los
límites de los países, para las clases de Geografía Universal con la Maestra
Enriqueta.
Tan inexistente, por diminuta e
insignificante, era la presa de aquellos pasteles, como grandioso era el sabor
de esa porción de arroz perfectamente aliñado, completamente grasoso y
deliciosamente colorido por la bija; grasa y bija que terminaban untadas debajo
de los asientos y en el piso del teatro, en las suelas de los zapatos, en las
manos y en la ropa de los comensales, que en cuanto empezaba la película desamarrábamos
el pastel, lo destapábamos y comenzábamos a engullirlo a mordiscos y a bocados,
hasta el último grano, pues con los dedos y la lengua rebañábamos las hojas de
bijao que nos habían servido como plato, hasta que les quedaba solamente el
brillo característico de la grasa en la penumbra, magnificado por las luces
variables que salían de las escenas de la gigantesca pantalla del Teatro César
Conto.
Mientras saboreábamos la gloria en forma de
granos de arroz, en esa gran pantalla, al fondo del amplio escenario y del
proscenio del teatro, Bruce Lee daba cuenta, él solitico[1], de dos docenas de
enemigos, casi siempre narcotraficantes de opio, proxenetas o ambas cosas; las
balas de los revólveres Colt 45 o de las escopetas y fusiles Winchester de
Ringo, Sartana y Django silbaban sobre la polvareda de la calle del frente del saloon, con una puntería infalible -en
cualquiera de los tres casos- para sacar del medio a cuanto forajido se les
atravesara; Santo y Blue Demon hacían justicia capturando con la misma
eficiencia a ladronzuelos de barrio o de cuello blanco, o le devolvían la calma
a la gente espantando momias y zombis terroríficos que deambulaban por las calles
oscuras de los barrios de Ciudad de México; y los soldados gringos, siempre los
buenos -cómo no-, cigarrillo entre los labios en pleno combate, se imponían a
la invariable maldad de los alemanes, de los rusos y de los japoneses…en
Matinal y Matiné (10 a.m., 1 p.m. y 3 p.m.), Vespertina (6:30 p.m.) y Noche
(9:30 p.m.), con una sola película, en Doble (dos películas) o en Cine Continuo
(repetición de dos películas por una vez), que eran las funciones en las que
estos protagonistas actuaban.
¡Cuadro,
cuadro, cuadro…!, rugía el teatro entero cuando reconocíamos el momento
preciso de una escena de las que aparecían en las fotografías en blanco y
negro, impresas en papel brillante, en un tamaño como de 20 por 25 cm, que
ponían como publicidad de cada película en las carteleras del hall del Teatro,
visibles desde afuera a través de la gran reja metálica que protegía completamente
la entrada, a cuyos lados se hallaban las taquillas. Y rugía también para
insultar a Tito Mogolla cuando la película súbitamente se detenía, a causa de
una falla eléctrica o de un enredo de la cinta en el proyector o por el cambio
de rollo, pues solamente había un proyector. Todo quedaba en la más absoluta
oscuridad y uno juraba que él había robado,
es decir, que le había recortado un trozo o una escena a la película antes de
reanudarla. Ni siquiera en semana santa, que era la época del silencio y la
decencia, cuando invariablemente, cada año, presentaban El Mártir del Calvario,
Los 10 mandamientos y películas similares, de gladiadores romanos y de héroes
bíblicos como Sansón, se escapaba Tito Mogolla de los insultos de ese público
que lo menos que quería cuando estaba en cine era que le interrumpieran su
diversión.
Aunque ir a cine en el Teatro César Conto
era, a finales de la década de los 60 y durante los años 70 del siglo pasado, una
de las diversiones más fabulosas y soñadas para los niños y jóvenes de la
época; no dejaba de ser una diversión suntuaria y relativamente costosa, pues en
las familias no abundaba el dinero, pero sí los hijos. De modo que se convirtió
en un premio al buen comportamiento semanal o mensual, un estímulo al aprovechamiento
escolar, una esperada actividad vacacional, un lujo posible cuando las vacas
flacas se alejaban, esporádicamente, de la economía familiar.
Además de contemporáneos o coetáneos, nosotros
éramos condiscípulos, vecinos, amigos, compañeros, cachas, en fin, hermanos de
la vida, que compartíamos entre todos todo lo que teníamos; desde útiles
escolares en clase y comida en el recreo o en la casa, hasta secretos
familiares, balones de fútbol, juegos, bolas o canicas, trompos, sueños
infantiles y, por supuesto, la afición al cine; del cual siempre salíamos
eufóricos y con la imaginación a mil revoluciones por segundo. Convertidos
transitoriamente en unos karatecas, volábamos y nos devastábamos mutuamente a
puños y patadas, turnándonos los papeles de los buenos y los malos. Hechos
todos unos ringos, unos djangos, unos sartanas, no había cowboy, cuatrero o forajido, ni siquiera un Sheriff
ni un Marshall ni un Ranger de Texas, que nos pudiera detener, a menos que desde
el fondo del Saloon o desde el horizonte de la calle principal o en la puerta
del almacén de víveres o en la escuela o en la iglesia, surgiera, como una
aparición o un milagro, una mujer con el cabello y los ojos, los labios y la
sonrisa, la mirada y la presencia de Claudia Cardinale, Marilyn Monroe, Ursula
Andress o Anita Ekberg. Así, como chinos y como pistoleros, o transfigurados en
tremendos soldados de tierra, mar y aire, ametrallando con un brazo adelante
del otro y las manos empuñadas, apuntando a través del periscopio de los dedos
enrollados o soltando bombas a granel mediante el accionamiento de una palanca
imaginaria de un avión imaginario, recorríamos el trayecto de regreso entre el
Teatro César Conto y nuestras casas, después de que The End nos anunciaba el fin de la hora y media de Matiné o de las
casi tres horas de Vespertina o de las más de tres horas de Cine continuo,
cuando ya estábamos más grandecitos y nos daban permiso para ir de noche a
cine.
Los vimos tantas veces que se convirtieron
en parte de nuestra cotidianidad lúdica y cultural, aprendimos a reconocerlos y
a pronunciar sus nombres: John Wayne, Lee Van Cleef, Charles Bronson, Gary
Cooper, Clint Eastwood, Eli Wallach, Henry Fonda, Giuliano Gemma, Franco Nero,
Bruce Lee, Charlton Heston, George Peppard, Rock Hudson, Kirk Douglas, Tony
Curtis, Yul Brynner, Jack Palance, George Martin, Fernando Sancho, Sidney
Poitier, Mario Moreno (Cantinflas)…eran los protas
o protagonistas de las decenas de películas que en casi dos décadas pasaron por
nuestros ojos y nuestras emociones infantiles y juveniles, en el Teatro César
Conto: películas de chinos, de bala, de pistoleros, de comiquerías, de guerra,
de amor, de terror, según nuestra propia codificación de los géneros
cinematográficos, incluyendo varias películas de las series de Tarzán, de King
Kong, de Godzilla y de El planeta de los simios; y excluyendo aquellas
limitadas a los mayores de edad, casi siempre bajo la categoría sexo, cuando se
necesitaban veintiún años para tener cédula[2].
Por la vía del cine llegamos hasta lo que
en la tienda de alquiler de revistas de propiedad de Ennio Antonio Serna
Ibargüen se llamaban las novelitas seguidas,
que eran pequeños libros de bolsillo de un cuarto de página de tamaño, con
portadas coloridas de trazo similar al de los carteles promocionales de las
películas, impresos casi siempre en letra de 12 puntos de la familia Times, con
una extensión promedio de 100 a 120 páginas. Entonces, como en una canción de
Serrat, nos leímos enterito a Don Marcial Lafuente Estefanía, quien escribió
más de 2.600 novelas del Oeste, a Keith Luger y a Silver Kane, los tres más
prolíficos de aquella banda de escritura de Bolsilibros Bruguera, cuyos nuevos
títulos llegaban cada quincena o cada mes a la tienda y eran las únicas publicaciones
que uno podía alquilar y llevarse para la casa, pues el resto, que eran las
revistas ilustradas o comics, solamente podían leerse ahí mismo en la tienda,
muchas veces en compañía de una kolita o de una avena helada, que eran
preparadas por el mismo Ennio y por su mamá, la Señora Delia; y de un pan, de
una rosca de pandeyuca o de un turrón de maní de Helados La Fuente.
Algunos alcanzamos a saber, en aquel
tiempo, que Marcial Lafuente Estefanía era tan español como Pedro Grau, el entonces
Vicario Apostólico de Quibdó. Todos supusimos que Silver Kane y Keith Luger
eran estadounidenses, gringos puros que por su origen conocían como los que más
aquella historia del western que con tanta diligencia narraban en sus
cautivadoras novelas. Pero, resulta que no, la
vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, querido amigo Nabucodonor: casi
50 años después, me acabo de enterar, y te lo cuento, que ambos eran tan
españoles como Don Marcial. Keith Luger era un seudónimo de Miguel Oliveros
Tovar, nacido en La Coruña, quien escribió más de 500 novelas cortas y seis
guiones de películas. Silver Kane se llamaba realmente Francisco González
Ledesma, era catalán, de Barcelona, publicó más de 1.000 novelas, la mayoría
del Oeste. Kane y Luger se movían también con bastante solvencia en las aguas narrativas
del género policiaco, del cual también éramos lectores.
Pero, no solamente de cine vivía el Teatro
César Conto. A veces, en las tardes o en las noches, en días comunes; pero,
también en fines de semana, había fiestas o presentaciones, qué sé yo, a las
que a nosotros como niños nos gustaba ver entrar a los invitados, que eran
todos adultos y que nos parecían muy elegantes con sus vestidos de dril ellos,
con sus vestidos de lino, crepé, opal y popelina ellas.
En su amplio escenario se realizaron
también, en nuestra época, ceremonias de grado, como las del famosísimo Centro
Técnico Comercial, que funcionaba de noche en la Escuela Nicolás Rojas, fundado
por el profesor Carlos Córdoba Posada y donde aprendieron taquigrafía, técnicas
de oficina, rudimentos de contabilidad, técnicas de archivo y mecanografía más
de la mitad de las secretarias de todas las oficinas del Quibdó de aquellos
tiempos, algunas de las cuales escribían hasta 35 palabras por minuto en las aparatosas
y ruidosas máquinas de escribir Remington, Underwood y Olivetti.
Las etapas finales del Festival
Interbarrios de la Canción, de la emisora Ecos del Atrato, creado y animado por
el ingenioso Gustavo Vélez Henao, el mismo de los históricos Vikingos Nevado, también
se llevaron a cabo por lo menos durante una temporada en el Teatro César Conto.
Julia Salamandra, Lorenza Salas, Julia Pacheco, Gloria Helena Uribe Hermocillo,
Xenia Lozano Victoria y el ídolo masculino, Rubén Asprilla, conformaban el top
de voces del magnífico concurso; con arreglos musicales y acompañamiento ni más
ni menos que de Julio César Valdés (El Gringo), Gerardo Rendón y Luis “Cayayo”
Rentería.
Una de las últimas versiones del felizmente
célebre Festival de la Canción Chocoana Canalete de Oro también se escenificó
allí, en el escenario del Teatro César Conto. Alfonso Mosquera Córdoba, con su
voz entonada, precisa, grata y confortable; Teresa Lemus Córdoba, con su figura
encantadora, su simpatía natural y su voz melodiosa, armónica, profesional; y
yo, por inesperado honor proveniente de la generosidad del equipo de Radio
Universidad del Chocó, fuimos los presentadores del Canalete de Oro en aquella
ocasión, cerca del final de los años 80 y del final de la vida del Teatro César
Conto. Esa fue la última vez que entré a ese recinto, sagrado en mi memoria
infantil y juvenil por todos los milagros que en él presencié, sentado en sus cómodas
sillas o en el piso de los escalones de sus pasillos, como se hacía cuando uno
entraba tarde y ya todas las sillas estaban ocupadas. Poco después, también
para el teatro, llegó el momento del The
End.
Sobran, pues, razones, recuerdos y motivos
de alegría ante la noticia de que la reconstrucción del Teatro César Conto ha
avanzado un poco más del 50% y que de este año 2019 no pasa su puesta en
funcionamiento, con una capacidad para casi 500 personas y plenamente apto para
albergar manifestaciones culturales adicionales al cine; gracias a las modernas
especificaciones constructivas, tecnológicas, arquitectónicas de su diseño.
Respondiendo a una reivindicación del
Comité cívico por la salvación y la dignidad del Chocó, a través de su Mesa de
Cultura, el Ministerio de Cultura del Gobierno Santos asignó la mayor cantidad
de recursos financieros para la obra, a los cuales se sumaron recursos de
regalías de la Gobernación del Chocó, el recaudo de donaciones a través de una
campaña liderada por La W Radio, los permisos y facilidades otorgados por la
Alcaldía de Quibdó. El cemento, las luminarias de iluminación ambiental, los
pisos, paredes, sanitarios y lavamanos, todas las tuberías, las sillas
especializadas para teatro e incluso un proyector de cine de última generación también
han sido donados por empresas colombianas[3].
Quizás por su extranjería y su falta de
información sobre el particular, quizás por su afán de encontrarle un pero a
todo y así mantener su estatus de críticos de oficio, hay quienes han
subvalorado y desconocido la importancia, la trascendencia y el mérito que para
la vida cultural de Quibdó y del Chocó tiene esta obra, acerca de la cual
consideran que “la recuperación es, en
realidad, la reconstrucción de un teatro olvidado por todo el mundo hace 21
años”, y que, junto a la Biblioteca Pública Arnoldo Palacios y otras obras
recientes, se trata de “Inversión pública
y privada que solo maquilla Quibdó” [sic][4].
A pesar de esos escasos y aislados
menosprecios, la reedificación, reconstrucción y recuperación del Teatro César
Conto se convirtió en una causa común de múltiples instituciones y personas que
asumieron como propio el desafío de devolverle a Quibdó un escenario clave para
su historia y su patrimonio cultural, un trozo perdido de su memoria, de
nuestra memoria. Cuánto gusto nos dará a los asiduos del viejo teatro acceder
al nuevo, para disfrutar del presente y remembrar aquel pasado durante el cual
tan felices fuimos y tanta imaginación derrochamos.
Cuando aparezca The End, indicando el fin de la primera película que veamos en el nuevo
Teatro Cesar Conto, quizás entre todos los amigos de esa época, que
ahí estaremos juntos, logremos recordar exactamente cuánto pagábamos por la
boleta para entrar a cine en el viejo Teatro César Conto. O de pronto estamos
de buenas y un día cualquiera, al parar una rapimoto[5]
en una congestionada calle de Quibdó, tengamos la cinematográfica sorpresa de
que quien la maneja sea el propio Tito Mogolla y entonces le podremos preguntar
a él por ese y otros datos que ya no recordamos[6].
[1] Este diminutivo inventado lo utilizábamos, hiperbólicamente, para
magnificar el hecho de que los héroes no necesitaban ayuda para triunfar sobre
el mal.
[2] La mayoría de edad en Colombia pasó de 21 a 18 años en el año 1977,
durante la presidencia de Alfonso López Michelsen.
[3] Información tomada de la web del Ministerio de Cultura, en:
[4] Gómez Nadal, Paco. Inversión pública y privada que solo maquilla
Quibdó. Colombia Plural, 10.04.2017, en: https://colombiaplural.com/inversion-publica-y-privada-quibdo-paro-civico-mayo
[5] Así se les dice a los mototaxis
en Quibdó.
[6] Gracias a mis amigos Nabuco, Alito, Erwin y el Viejo Valen por ayudarme a recordar algunas
de las películas de aquella época; con lo cual contribuyeron a que, por
asociación, recordara datos adicionales.
También en mi niñez, en un barrio de Medellín, tuve la fortuna de contar con una tienda donde alquilábamos las revistas ilustradas. Y luego de la retreta de domingo, mi padre nos llevaba al teatro, en matiné, en donde lloré con los tangos cantados por Carlos Gardel. Me encantó el ensayo.
ResponderBorrarMe alegra contribuir a la evocación de esos momentos de su niñez. Gracias por el comentario.
ResponderBorrarExcelente relato,yo alcance a ver peliculas de finales de los 80....la narrativa me hizo evocar ese buen pasado de mi terruño querido y lejano,.....mil gracias por tan buen relato. Saludos.
ResponderBorrarMil gracias a usted por leer el relato, disfrutar de él y evocar sus propios tiempos.
ResponderBorrarCon esta narrativa tan interesante sobre el teatro César Conto, contribuyes a que se reconozca la importancia de empoderar la vida cultural del Chocó y su capital Quibdó a través de la recuperación del nuevo escenario que se construye.
ResponderBorrarGracias, amigo Alito. Ojalá así sea: una vida cultural tan rica como la de Quibdó y el Chocó merecen un escenario acorde con su valor. Saludos.
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