lunes, 4 de febrero de 2019

Matinal y Matiné, 
Vespertina y Noche,
Doble y Cine Continuo...
Trabajos de reconstrucción
del Teatro César Conto, en Quibdó, 31.01.2019.
Foto: Cortesía 
Douglas M. Cujar Cañadas.



Los pasteles de Taurina costaban $1. Los comprábamos al frente del Teatro César Conto, minutos antes de sumergirnos en el fascinante mundo en penumbras de los karatekas chinos, de los soldados y cowboys gringos, y de aquellos protohéroes latinos que eran los enmascarados mejicanos; todos los cuales aparecían en cuanto terminaba El mundo al instante, aquel noticiero de noticias europeas y locutor colombiano, a través del cual confirmábamos que el mundo iba más allá de lo que nos imaginábamos cuando calcábamos los mapas y nos aprendíamos los límites de los países, para las clases de Geografía Universal con la Maestra Enriqueta.

Tan inexistente, por diminuta e insignificante, era la presa de aquellos pasteles, como grandioso era el sabor de esa porción de arroz perfectamente aliñado, completamente grasoso y deliciosamente colorido por la bija; grasa y bija que terminaban untadas debajo de los asientos y en el piso del teatro, en las suelas de los zapatos, en las manos y en la ropa de los comensales, que en cuanto empezaba la película desamarrábamos el pastel, lo destapábamos y comenzábamos a engullirlo a mordiscos y a bocados, hasta el último grano, pues con los dedos y la lengua rebañábamos las hojas de bijao que nos habían servido como plato, hasta que les quedaba solamente el brillo característico de la grasa en la penumbra, magnificado por las luces variables que salían de las escenas de la gigantesca pantalla del Teatro César Conto.


Mientras saboreábamos la gloria en forma de granos de arroz, en esa gran pantalla, al fondo del amplio escenario y del proscenio del teatro, Bruce Lee daba cuenta, él solitico[1], de dos docenas de enemigos, casi siempre narcotraficantes de opio, proxenetas o ambas cosas; las balas de los revólveres Colt 45 o de las escopetas y fusiles Winchester de Ringo, Sartana y Django silbaban sobre la polvareda de la calle del frente del saloon, con una puntería infalible -en cualquiera de los tres casos- para sacar del medio a cuanto forajido se les atravesara; Santo y Blue Demon hacían justicia capturando con la misma eficiencia a ladronzuelos de barrio o de cuello blanco, o le devolvían la calma a la gente espantando momias y zombis terroríficos que deambulaban por las calles oscuras de los barrios de Ciudad de México; y los soldados gringos, siempre los buenos -cómo no-, cigarrillo entre los labios en pleno combate, se imponían a la invariable maldad de los alemanes, de los rusos y de los japoneses…en Matinal y Matiné (10 a.m., 1 p.m. y 3 p.m.), Vespertina (6:30 p.m.) y Noche (9:30 p.m.), con una sola película, en Doble (dos películas) o en Cine Continuo (repetición de dos películas por una vez), que eran las funciones en las que estos protagonistas actuaban.


¡Cuadro, cuadro, cuadro…!, rugía el teatro entero cuando reconocíamos el momento preciso de una escena de las que aparecían en las fotografías en blanco y negro, impresas en papel brillante, en un tamaño como de 20 por 25 cm, que ponían como publicidad de cada película en las carteleras del hall del Teatro, visibles desde afuera a través de la gran reja metálica que protegía completamente la entrada, a cuyos lados se hallaban las taquillas. Y rugía también para insultar a Tito Mogolla cuando la película súbitamente se detenía, a causa de una falla eléctrica o de un enredo de la cinta en el proyector o por el cambio de rollo, pues solamente había un proyector. Todo quedaba en la más absoluta oscuridad y uno juraba que él había robado, es decir, que le había recortado un trozo o una escena a la película antes de reanudarla. Ni siquiera en semana santa, que era la época del silencio y la decencia, cuando invariablemente, cada año, presentaban El Mártir del Calvario, Los 10 mandamientos y películas similares, de gladiadores romanos y de héroes bíblicos como Sansón, se escapaba Tito Mogolla de los insultos de ese público que lo menos que quería cuando estaba en cine era que le interrumpieran su diversión.

Aunque ir a cine en el Teatro César Conto era, a finales de la década de los 60 y durante los años 70 del siglo pasado, una de las diversiones más fabulosas y soñadas para los niños y jóvenes de la época; no dejaba de ser una diversión suntuaria y relativamente costosa, pues en las familias no abundaba el dinero, pero sí los hijos. De modo que se convirtió en un premio al buen comportamiento semanal o mensual, un estímulo al aprovechamiento escolar, una esperada actividad vacacional, un lujo posible cuando las vacas flacas se alejaban, esporádicamente, de la economía familiar.


Además de contemporáneos o coetáneos, nosotros éramos condiscípulos, vecinos, amigos, compañeros, cachas, en fin, hermanos de la vida, que compartíamos entre todos todo lo que teníamos; desde útiles escolares en clase y comida en el recreo o en la casa, hasta secretos familiares, balones de fútbol, juegos, bolas o canicas, trompos, sueños infantiles y, por supuesto, la afición al cine; del cual siempre salíamos eufóricos y con la imaginación a mil revoluciones por segundo. Convertidos transitoriamente en unos karatecas, volábamos y nos devastábamos mutuamente a puños y patadas, turnándonos los papeles de los buenos y los malos. Hechos todos unos ringos, unos djangos, unos sartanas, no había cowboy, cuatrero o forajido, ni siquiera un Sheriff ni un Marshall ni un Ranger de Texas, que nos pudiera detener, a menos que desde el fondo del Saloon o desde el horizonte de la calle principal o en la puerta del almacén de víveres o en la escuela o en la iglesia, surgiera, como una aparición o un milagro, una mujer con el cabello y los ojos, los labios y la sonrisa, la mirada y la presencia de Claudia Cardinale, Marilyn Monroe, Ursula Andress o Anita Ekberg. Así, como chinos y como pistoleros, o transfigurados en tremendos soldados de tierra, mar y aire, ametrallando con un brazo adelante del otro y las manos empuñadas, apuntando a través del periscopio de los dedos enrollados o soltando bombas a granel mediante el accionamiento de una palanca imaginaria de un avión imaginario, recorríamos el trayecto de regreso entre el Teatro César Conto y nuestras casas, después de que The End nos anunciaba el fin de la hora y media de Matiné o de las casi tres horas de Vespertina o de las más de tres horas de Cine continuo, cuando ya estábamos más grandecitos y nos daban permiso para ir de noche a cine.
A la derecha, Claudia Cardinale.

Los vimos tantas veces que se convirtieron en parte de nuestra cotidianidad lúdica y cultural, aprendimos a reconocerlos y a pronunciar sus nombres: John Wayne, Lee Van Cleef, Charles Bronson, Gary Cooper, Clint Eastwood, Eli Wallach, Henry Fonda, Giuliano Gemma, Franco Nero, Bruce Lee, Charlton Heston, George Peppard, Rock Hudson, Kirk Douglas, Tony Curtis, Yul Brynner, Jack Palance, George Martin, Fernando Sancho, Sidney Poitier, Mario Moreno (Cantinflas)…eran los protas o protagonistas de las decenas de películas que en casi dos décadas pasaron por nuestros ojos y nuestras emociones infantiles y juveniles, en el Teatro César Conto: películas de chinos, de bala, de pistoleros, de comiquerías, de guerra, de amor, de terror, según nuestra propia codificación de los géneros cinematográficos, incluyendo varias películas de las series de Tarzán, de King Kong, de Godzilla y de El planeta de los simios; y excluyendo aquellas limitadas a los mayores de edad, casi siempre bajo la categoría sexo, cuando se necesitaban veintiún años para tener cédula[2].

Por la vía del cine llegamos hasta lo que en la tienda de alquiler de revistas de propiedad de Ennio Antonio Serna Ibargüen se llamaban las novelitas seguidas, que eran pequeños libros de bolsillo de un cuarto de página de tamaño, con portadas coloridas de trazo similar al de los carteles promocionales de las películas, impresos casi siempre en letra de 12 puntos de la familia Times, con una extensión promedio de 100 a 120 páginas. Entonces, como en una canción de Serrat, nos leímos enterito a Don Marcial Lafuente Estefanía, quien escribió más de 2.600 novelas del Oeste, a Keith Luger y a Silver Kane, los tres más prolíficos de aquella banda de escritura de Bolsilibros Bruguera, cuyos nuevos títulos llegaban cada quincena o cada mes a la tienda y eran las únicas publicaciones que uno podía alquilar y llevarse para la casa, pues el resto, que eran las revistas ilustradas o comics, solamente podían leerse ahí mismo en la tienda, muchas veces en compañía de una kolita o de una avena helada, que eran preparadas por el mismo Ennio y por su mamá, la Señora Delia; y de un pan, de una rosca de pandeyuca o de un turrón de maní de Helados La Fuente.

Algunos alcanzamos a saber, en aquel tiempo, que Marcial Lafuente Estefanía era tan español como Pedro Grau, el entonces Vicario Apostólico de Quibdó. Todos supusimos que Silver Kane y Keith Luger eran estadounidenses, gringos puros que por su origen conocían como los que más aquella historia del western que con tanta diligencia narraban en sus cautivadoras novelas. Pero, resulta que no, la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, querido amigo Nabucodonor: casi 50 años después, me acabo de enterar, y te lo cuento, que ambos eran tan españoles como Don Marcial. Keith Luger era un seudónimo de Miguel Oliveros Tovar, nacido en La Coruña, quien escribió más de 500 novelas cortas y seis guiones de películas. Silver Kane se llamaba realmente Francisco González Ledesma, era catalán, de Barcelona, publicó más de 1.000 novelas, la mayoría del Oeste. Kane y Luger se movían también con bastante solvencia en las aguas narrativas del género policiaco, del cual también éramos lectores.


Pero, no solamente de cine vivía el Teatro César Conto. A veces, en las tardes o en las noches, en días comunes; pero, también en fines de semana, había fiestas o presentaciones, qué sé yo, a las que a nosotros como niños nos gustaba ver entrar a los invitados, que eran todos adultos y que nos parecían muy elegantes con sus vestidos de dril ellos, con sus vestidos de lino, crepé, opal y popelina ellas.

En su amplio escenario se realizaron también, en nuestra época, ceremonias de grado, como las del famosísimo Centro Técnico Comercial, que funcionaba de noche en la Escuela Nicolás Rojas, fundado por el profesor Carlos Córdoba Posada y donde aprendieron taquigrafía, técnicas de oficina, rudimentos de contabilidad, técnicas de archivo y mecanografía más de la mitad de las secretarias de todas las oficinas del Quibdó de aquellos tiempos, algunas de las cuales escribían hasta 35 palabras por minuto en las aparatosas y ruidosas máquinas de escribir Remington, Underwood y Olivetti.

Las etapas finales del Festival Interbarrios de la Canción, de la emisora Ecos del Atrato, creado y animado por el ingenioso Gustavo Vélez Henao, el mismo de los históricos Vikingos Nevado, también se llevaron a cabo por lo menos durante una temporada en el Teatro César Conto. Julia Salamandra, Lorenza Salas, Julia Pacheco, Gloria Helena Uribe Hermocillo, Xenia Lozano Victoria y el ídolo masculino, Rubén Asprilla, conformaban el top de voces del magnífico concurso; con arreglos musicales y acompañamiento ni más ni menos que de Julio César Valdés (El Gringo), Gerardo Rendón y Luis “Cayayo” Rentería.

Una de las últimas versiones del felizmente célebre Festival de la Canción Chocoana Canalete de Oro también se escenificó allí, en el escenario del Teatro César Conto. Alfonso Mosquera Córdoba, con su voz entonada, precisa, grata y confortable; Teresa Lemus Córdoba, con su figura encantadora, su simpatía natural y su voz melodiosa, armónica, profesional; y yo, por inesperado honor proveniente de la generosidad del equipo de Radio Universidad del Chocó, fuimos los presentadores del Canalete de Oro en aquella ocasión, cerca del final de los años 80 y del final de la vida del Teatro César Conto. Esa fue la última vez que entré a ese recinto, sagrado en mi memoria infantil y juvenil por todos los milagros que en él presencié, sentado en sus cómodas sillas o en el piso de los escalones de sus pasillos, como se hacía cuando uno entraba tarde y ya todas las sillas estaban ocupadas. Poco después, también para el teatro, llegó el momento del The End.

Sobran, pues, razones, recuerdos y motivos de alegría ante la noticia de que la reconstrucción del Teatro César Conto ha avanzado un poco más del 50% y que de este año 2019 no pasa su puesta en funcionamiento, con una capacidad para casi 500 personas y plenamente apto para albergar manifestaciones culturales adicionales al cine; gracias a las modernas especificaciones constructivas, tecnológicas, arquitectónicas de su diseño.


Los diseños estructurales, estructurales en concreto y de estructura metálica, acústico y de iluminación escénica, eléctricos e hidráulicos, tecnológicos audiovisuales, de iluminación ambiental y luminarias, de electroacústica e intercomunicación, de automatización, de voz y datos; así como los estudios y diseños bioclimáticos, las asesorías en arquitectura teatral y recomendaciones de cimentación, entre otros componentes definitivos para darle vida al nuevo Teatro César Conto, fueron donados en su totalidad, por prestantes profesionales colombianos y firmas nacionales que gozan de amplio reconocimiento, incluyendo premios y galardones nacionales e internacionales por la calidad de sus trabajos.

Respondiendo a una reivindicación del Comité cívico por la salvación y la dignidad del Chocó, a través de su Mesa de Cultura, el Ministerio de Cultura del Gobierno Santos asignó la mayor cantidad de recursos financieros para la obra, a los cuales se sumaron recursos de regalías de la Gobernación del Chocó, el recaudo de donaciones a través de una campaña liderada por La W Radio, los permisos y facilidades otorgados por la Alcaldía de Quibdó. El cemento, las luminarias de iluminación ambiental, los pisos, paredes, sanitarios y lavamanos, todas las tuberías, las sillas especializadas para teatro e incluso un proyector de cine de última generación también han sido donados por empresas colombianas[3].

Quizás por su extranjería y su falta de información sobre el particular, quizás por su afán de encontrarle un pero a todo y así mantener su estatus de críticos de oficio, hay quienes han subvalorado y desconocido la importancia, la trascendencia y el mérito que para la vida cultural de Quibdó y del Chocó tiene esta obra, acerca de la cual consideran que “la recuperación es, en realidad, la reconstrucción de un teatro olvidado por todo el mundo hace 21 años”, y que, junto a la Biblioteca Pública Arnoldo Palacios y otras obras recientes, se trata de “Inversión pública y privada que solo maquilla Quibdó” [sic][4].

A pesar de esos escasos y aislados menosprecios, la reedificación, reconstrucción y recuperación del Teatro César Conto se convirtió en una causa común de múltiples instituciones y personas que asumieron como propio el desafío de devolverle a Quibdó un escenario clave para su historia y su patrimonio cultural, un trozo perdido de su memoria, de nuestra memoria. Cuánto gusto nos dará a los asiduos del viejo teatro acceder al nuevo, para disfrutar del presente y remembrar aquel pasado durante el cual tan felices fuimos y tanta imaginación derrochamos.

Cuando aparezca The End, indicando el fin de la primera película que veamos en el nuevo Teatro Cesar Conto, quizás entre todos los amigos de esa época, que ahí estaremos juntos, logremos recordar exactamente cuánto pagábamos por la boleta para entrar a cine en el viejo Teatro César Conto. O de pronto estamos de buenas y un día cualquiera, al parar una rapimoto[5] en una congestionada calle de Quibdó, tengamos la cinematográfica sorpresa de que quien la maneja sea el propio Tito Mogolla y entonces le podremos preguntar a él por ese y otros datos que ya no recordamos[6].







[1] Este diminutivo inventado lo utilizábamos, hiperbólicamente, para magnificar el hecho de que los héroes no necesitaban ayuda para triunfar sobre el mal.

[2] La mayoría de edad en Colombia pasó de 21 a 18 años en el año 1977, durante la presidencia de Alfonso López Michelsen.

[4] Gómez Nadal, Paco. Inversión pública y privada que solo maquilla Quibdó. Colombia Plural, 10.04.2017, en: https://colombiaplural.com/inversion-publica-y-privada-quibdo-paro-civico-mayo

[5] Así se les dice a los mototaxis en Quibdó.

[6] Gracias a mis amigos Nabuco, Alito, Erwin y el Viejo Valen por ayudarme a recordar algunas de las películas de aquella época; con lo cual contribuyeron a que, por asociación, recordara datos adicionales.

6 comentarios:

  1. También en mi niñez, en un barrio de Medellín, tuve la fortuna de contar con una tienda donde alquilábamos las revistas ilustradas. Y luego de la retreta de domingo, mi padre nos llevaba al teatro, en matiné, en donde lloré con los tangos cantados por Carlos Gardel. Me encantó el ensayo.

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  2. Me alegra contribuir a la evocación de esos momentos de su niñez. Gracias por el comentario.

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  3. Excelente relato,yo alcance a ver peliculas de finales de los 80....la narrativa me hizo evocar ese buen pasado de mi terruño querido y lejano,.....mil gracias por tan buen relato. Saludos.

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  4. Mil gracias a usted por leer el relato, disfrutar de él y evocar sus propios tiempos.

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  5. Con esta narrativa tan interesante sobre el teatro César Conto, contribuyes a que se reconozca la importancia de empoderar la vida cultural del Chocó y su capital Quibdó a través de la recuperación del nuevo escenario que se construye.

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    1. Gracias, amigo Alito. Ojalá así sea: una vida cultural tan rica como la de Quibdó y el Chocó merecen un escenario acorde con su valor. Saludos.

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