lunes, 6 de agosto de 2018


¡Salud, adorada bandera!

El maestro peruano Everardo Zapata Santillana, con las versiones de Coquito 1955 y 2005.


Los que aprendimos a leer con la cartilla Coquito (de Everardo Zapata Santillana) o con la cartilla Nacho, libro inicial de lectura (de Editorial Susaeta) somos hijos de quienes lo hicieron con la cartilla Charry (de Justo V. Charry, reformada posteriormente por su hija Cecilia Charry Lara) o con la Citolegia (de Librería Bedout). Ellos y nosotros terminamos encontrándonos, en muchos casos, en la Alegría de Leer (de Juan Evangelista Quintana con la colaboración de su esposa Susana), que cuando mi mamá la usó (1938) ya llevaba 35 ediciones y contaba, cómo no, con aprobación eclesiástica.

También nos encontramos en las tonadas y letras de viejas canciones que recorrieron las escuelas primarias del país desde que ellos nacieron hasta que nosotros estábamos terminando la secundaria, cuando ya nada era igual, aunque todo parecía lo mismo.

Por ejemplo, aunque fue en la Anexa a la Normal de Quibdó en donde la memorizamos mis compañeros y yo, fue mi mamá quien me ayudó a afinar el tono de esta oda a la escuela, que cantábamos siempre cuando regresábamos del vergel de las vacaciones: “Cual bandada de palomas / que regresan del vergel / ya volvemos a la escuela / anhelantes de saber. / Ellas vuelven tras el grano / que las ha de sustentar / y nosotros tras la idea / que es el grano intelectual”.

El inmenso valor de la escuela y la preponderancia de la figura del maestro para la sociedad estaban resumidos en aquella canción; así como el sentido de Patria, recogido en los pliegues de la bandera nacional, lo vitoreábamos, sin entender del todo el canto, en el himno marcial que tenía como coro: “Salud, adorada bandera, que un día / batiendo tus pliegues allá en Boyacá / sellaste por siempre la lucha bravía / de un pueblo que ansiaba tener libertad”.

Así transcurrieron los primeros cinco años de nuestras vidas académicas, aprendiendo casi todo lo que hoy somos capaces de recordar a memoria limpia en materia de aritmética y geometría, historia y geografía, botánica, zoología y mineralogía, escritura, lectura y ortografía; y cantando cantos y canciones en homenaje al hecho mismo de aprender, al lugar de aprendizaje y a ese ser de culto que era el maestro; al igual que himnos a la patria y a la bandera, que sonaban más fragorosos que melódicos o marciales en las trescientas voces escasamente unísonas de nuestra formación escolar, cuando les rendíamos culto los viernes de cada mes en aquel patio donde tantos consejos, regaños, castigos, noticias, instrucciones, rezos y cantos acontecían cada lunes para nosotros, los escolares de overol de aquella inolvidable escuela.

De este modo, más con gusto que con desdén, sin oposición ni crítica alguna, con un ánimo que no lograban desgastar ni siquiera los casi tres kilómetros diarios de camino que hacíamos para llegar hasta allá, le cogimos cariño a la escuela y a los maestros y maestras (los profes y las seños). Aprendimos que aprender en la escuela era literalmente clave para nuestro porvenir y le cogimos el golpe al difícil oficio de aprender de la vida cotidiana. Y, mediante una eficiente repetición diaria y semanal, las seños y los profes nos inculcaron el amor a la patria y el culto a la bandera, amén de unos cuantos dogmas religiosos.

Por dichas razones: el cariño por la escuela y los maestros, el amor a la patria y el respeto a la religión, cada 20 de julio y cada 7 de agosto, recorríamos las calles del sector céntrico del pueblo, en filas perfectas, vestidos para la ocasión con el llamado uniforme de gala: traje de paño azul oscuro, camisa blanca, zapatos negros y corbata negra; hasta concurrir en el Parque Centenario, para oír los discursos del Gobernador y el Alcalde, previo Te Deum laudamus en la Catedral, en donde la tríada del olor a incienso, el humo y el latín cantado contribuía tanto a la mayor solemnidad del acto como al calor mayor, casi asfixiante, dentro del sacro recinto en donde también moraba un santo que nos parecía muy bonito y al que mirábamos con una mezcla de pavor y asombro porque había sido capaz de apagar aquel incendio que casi nos deja sin casa a todos una noche de fines de octubre del año anterior al de nuestra entrada a la escuela, cuando nuestro Departamento apenas iba a cumplir veinte años de haber dejado de ser Intendencia.

Todo ello y más llega a la memoria con motivo de un nuevo 7 de agosto, cuando aquella querida escuela se ha venido a menos y cuando la bandera solamente nos representa si después de una victoria la portan o se envuelven en ella patriotas verdaderas como Caterine Ibargüen Mena. De resto, esa bandera a la que alguna vez saludamos con respeto hoy únicamente simboliza una patria que ha devenido en fuente perenne del mal para sus hijos, de tanto ser ultrajada y dicha por la boca del mayor y más desquiciado apátrida del país con su acentico de capataz de la tierra de la arepa insípida y de la mentira recurrente, a tal punto que el capataz escoge un peón y se lo impone como jefe de estado a la nación.

7 comentarios:

  1. Hermosa remembranza de nuestra nińez y adolescencia.Tiempos de amistad sincera, de responsabilidad, de respeto a nuestros padres, profesores y mayores; época de sentido de pertenencia con nuestra escuela y con el terruño...Cuando la palabra valía màs que el seello y firma notariales.
    Recuerdo nuestras lecturas y quisiese que de la nada apareciese ese cowboy de y pies,canana al cinto y winchester en mano que reestablezca la justicia y el orden, hoy pisoteados por el capataz abusivo e indolente y su peón manso y obediente.

    ResponderBorrar
  2. Para infortunio de quienes recibimos ese tipo de educación, hoy el individualismo y la carrera por el enriquecimiento sin ningún precepto de moralidad alguna, han llevado a que nuestra propia clase dirigente haya perdido el sentimiento de patria, pues una de las nuevas estrategias es no solo abrir el mercado sin consideración alguna, sino incluso vender la tierra a empresarios extranjeros. ¿Dónde iremos a clavar la bandera?

    ResponderBorrar
  3. Qué agradable leer, un lunes por la mañana, los sentimientos de los años felices en que nuestro mundo es la escuela, la familia y la amistad. Siendo peruana le agradezco haber publicado una foto del maestro Everardo Zapata Santillana y de sus "Coquito", que ya veo fue el primer libro que todos los sudamericanos leímos en nuestras vidas .... Y veo que también tenemos en común el poema "Cual bandada de palomas ..". Yo misma lo ignoraba por lo que me parece pertinente señalar que es un poema del portorriqueño Virgilio Dávila, fallecido en 1943. El maestro Zapata Santillana tiene 94 años y vive en su amada Arequipa.

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. Gracias por su sentido comentario, que interpreta los sentimientos que me movieron a escribir este artículo. Gracias por leer El Guarengue y gracias por la noticia sobre la vida de nuestro maestro común. Saludos.

      Borrar
  4. Qué lindos recuerdos. Muchas gracias.

    ResponderBorrar
  5. Maysa del Carmen Porras de Vargas2 de enero de 2023, 11:52 a.m.

    Gracias amigo, hermano Julio César por llevarme a recordar mi infancia, recordé mucho de la vivido en tu escrito pluma inspirada por lo que vivimos actualmente, los valores que nos inculcaron ta poco se ven en la actualidad, mucha falta de sentido de pertenencia, se evoluciona en muchas cosas como la tecnología, pero que también con su mal uso nos lleva a perder muchos valores como el amor por los demás y el respeto. Admiración total por tu escritos, reflexiones y por ti persona. Bendiciones.

    ResponderBorrar

Sus comentarios son siempre bienvenidos. Gracias.