El pesebre de los que no teníamos pesebre
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| ★Belén, por Jesús Nieto López. FOTO: Corporación El Taller del Pesebre |
Su montaje e instalación empezaban por lo menos una semana antes de que comenzara oficialmente la novena, bajo la dirección de la dueña de casa, la Señora Estela Olier de Cristancho, quien con sus propias manos, su talento y su imaginación —con su esposo, su hermana, sus hijos e hijas como ayudantes principales y algunos de nosotros como ayudantes de los ayudantes o ayudantes secundarios— llevaba a cabo de modo prolijo y detallado las principales labores de diseño y arte, arquitectura y construcción, ambientación, pintura y decoración, escenografía y puesta en escena, cuyo resultado final era esa maravilla anual que le ponía notas inefables de alegría y diversión a por lo menos quince o veinte días de nuestras vacaciones escolares; ya que —pasada la Nochebuena— la vigencia del pesebre se extendía hasta el 6 de enero, cuando los tres reyes magos (barbudos y solemnes) llegaban por fin —luego de un recorrido diario de uno o dos centímetros por los caminos de aquellas colinas, aldeas, campiñas y rebaños— ante la presencia a la vez humilde y majestuosa de aquel recién nacido sonriente que descansaba en un lecho mullido de espirales relucientes de viruta de madera y aserrín, sobre una pequeña estructura de chamizos diminutos y palillos de guadua labrados con esmero y devoción.
Cada noche, al finalizar la novena, la Señora Estela repartía caramelos, golosinas y dulces, al igual que pequeños y sencillos regalos; teniendo siempre el cuidado de que nadie se fuera de su casa sin haber sido premiado aunque fuera con un confite de anís anaranjado, uno de banana blanco, amarillo o rosado, y uno rectangular de refrescante menta verde; o con un juego de Yas o un pequeño trompo plástico empacados entre una bolsita transparente, unas cuantas bolas o canicas, una muñeca diminuta y monocromática de pasta, un pito ruidoso y ronco, un balero de pasta o alguna estampa religiosa alusiva a la navidad. El último día, el 24 de diciembre, cuando la Novena se prolongaba un poquito más de la cuenta, pues ese día había licencia para trasnochar, advenía el que para nosotros era el premio mayor: la Señora Estela, cuyos pudines o pequeños ponqués gozaban de fama en todo el pueblo por su exquisito sabor y su fino aroma, su delicada manufactura y su incomparable textura esponjosa y suave, nos regalaba un pudín a cada uno, además de los confites a granel y los regalos pequeñitos; y de ñapa rifaba entre la feliz concurrencia infantil una serie de regalos de mayor calibre, tales como un colorido juego de lotería, tres tomatodos, una firulina, una pelota de letras de las más grandes y un balón de caucho mediano, dos muñecas de las que abrían y cerraban sus ojos grandes con pestañas, según se las sentara o acostara, y un completo juego de cocina que durante mucho tiempo hizo las delicias de nuestros juegos infantiles en los andenes de esa calle, pues traía ollitas, cacerolas, platos y tazas, todos de aluminio o latón; de modo que niñas y niños simulábamos con matas, semillas, hojas, musgo, raíces y hasta arena fina y piedrilla, los alimentos que dizque comprábamos en la tienda, cocinábamos, servíamos y comíamos, utilizando agua sacada de los charcos de la calle después del aguacero o de los tanques de aprovisionamiento de los patios de las casas, y con pequeños fogones de leña que improvisábamos con cualquier elemento que nos sirviera para simularlos…; cumplido lo cual, hasta nos acostábamos en el piso, que en el juego era nuestra cama, para dormir hasta el otro día, cuando debíamos levantarnos a trabajar.
Alrededor de ese pesebre, que parecía una lección de geografía por la perfección de su diseño en cuanto a topografía, relieves y escarpes, niveles y altitudes, o una clase de artes, por la belleza y creatividad de sus decorados, la disposición de todos sus elementos, la coherencia y el colorido de sus diversos paisajes, personajes, objetos, animales y plantas; cantamos los villancicos y canciones mejor entonadas que uno pueda recordar de su infancia, incluyendo el bolero del Columpio del amor (“este es el columpio del amor, este es el vaivén arrullador”); quizás porque ahí —en esa casa— todos eran cantantes y músicos: no en vano fue allí donde creció Nicolás Cristancho (Macabí), el portentoso primer pianista que tuvo el Grupo Niche.
Fue allí también donde los jóvenes y las jóvenes de la casa (Manolo, Teodoro y Chucho, Julia Rosa y Susana) nos explicaban a los más pequeños (incluyendo a su hermano Nicolás y a sus hermanitas Matea y Ana Marta) cuál de esos animalitos que nosotros nunca habíamos visto —y en muchos casos todavía nos demoraríamos muchos años para ver— era una oveja, cuál un cisne, cuál un pato, cuál una vaca, cuál un camello, cuál una mula y cuál un buey; así como nos hablaban del desierto, que en el pesebre estaba perfectamente hecho con una mezcla de arena amarilla y de arena café; y de la reluciente Estrella de Belén, que era una especie de Lucero de Quito (la estrella vespertina que se asomaba al anochecer en la desembocadura del río Quito al río Atrato, en Quibdó, y que permanecía hasta el alba). Y nos enseñaban que los trocitos de espejo eran lagos y los tapices y revestimientos de musgo verde y fresco eran praderas donde pastaban los rebaños y donde la gente de las casitas sembraba y cosechaba su comida y la de sus animales. Nos explicaban el complejo asunto de la presencia de la mula y del buey en plena cuna del niño Jesús, el enredo de los reyes magos guiados por aquel lucero y trayendo algo que sabíamos bien qué era (oro), algo que no entendíamos cómo podían traerlo si era un humo o sahumerio oloroso que abundaba en la iglesia durante las solemnidades de semana santa (incienso) y algo de cuya existencia no teníamos ni sospecha (mirra); y nos hablaban del carpintero José, de su esposa María, que era prima hermana de Isabel e hija del señor Joaquín y de la señora Ana, que venían a ser abuelos del mismísimo hijo de Dios, ese a quien —con palabras y rezos que nosotros no atinábamos más que a repetir, ahí en torno al pesebre de la Señora Estela— habíamos homenajeado durante nueve días para animarlo a que naciera y, de paso, nos trajera unos cuantos regalos por humildes que estos fueran.

Grata reminiscencia que describe una epoca maravillosa, extrapolable a cualquier otro sitio de nuestra hermosa tierra. Que agradable volver a leer expresiones como firulina y balero, ya de poco uso.
ResponderBorrarPacho
Excelente memoria que nos ubica nuevamente a épocas memorables, donde la inocencia jugaba un papel importante por cuanto nos hacía vivir los momentos contenidos y expresados en cada figura u objeto de los que componen el complejo pesebre. Gracias por recordarlo con lujo de detalles
ResponderBorrarLEL.
De los artículos, crónicas, reportajes y demás; este tema es el que más me ha gustado, por el lenguaje en que lo cuentas. Chao Ediqui.
ResponderBorrarRevivir momentos de la infancia con la finura y frescor que las presenta Julio César, reconfortan y animan el sentido de la patria chica, del lar familiar. Me trae el recuerdo del "barquito de papel" de Leonardo Favio, vívido cuadro de la niñez pura, sencilla alineada a sanas costumbres del Quibdó de antaño, con vecindarios acogedores y matronas cariñosas, dignas de amor y respeto. Lindas navidades. Lindos tiempos aquellos
ResponderBorrarHermosa crónica Quibdoseña escrita por el periodista y poeta Julio César Uribe Hermocillo, un hombre pacífico del Pacifico Colombiano, quien con su pluma de ánade migratorio nos recrea de una manera nostálgica sobre el virtuosismo y las buenas costumbres de una matrona de Riosucio siempre llena de amor para su familia y sus semejantes, fuente perdurable de ternura y sobre todo, de dulzura. Su espíritu navideño vive en el corazón de tos los que tuvimos la fortuna de hacer conocido a tan espléndida mujer.
ResponderBorrarCon mi perenne afecto a la familia Cristancho Olier.
Feliz navidad y próspero 2026
Felicitaciones Julio por este inmenso bálsamo navideño; para todos alcanza como los dulces de anís, las bananas multicolores y los pudincitos que, magistralmente preparaba Doña Estela .
Lascario Alberto Barboza Diaz
Lo que describes es tan mágico, porque yo no estuve ahí y logré recrearlo!
ResponderBorrarLa narrativa de cada detalle en su puesto, con tanto cuidado, recordar los colores, la colaboración armónica de todos los participantes, me pusieron a saber a aguardiente, después de chuparme un confite de anís, anaranjado con dos liniecitas blancas. Dejas al descubierto la imaginación, que yo me sentí ahí, por la fineza del cuento, del recuerdo bonito de ese Quibdó que tuvimos y a muchos niños y jovencitos que hoy lo habitan se los quitaron por la avaricia violenta, en vez de la sonrisa ingenua y tierna, las puertas abiertas, la camaradería y juegos sociales que podían realizarse, sin miedo y con confianza. Vegueco.
Que relato tan bonito y nostalgico de cuando las navidades no consistian en puro mercadeo y había vecindad, solidaridad, gracias JC FELIZ NAVIDAD y AÑO NUEVO.
ResponderBorrarEsperanza C
Gratas memorias que mueven corazones de los protagonistas y de las que otros hubiéramos querido ser arte y parte......porque si vivimos algo parecido no es el mismo.....
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