Partería
Vieja no era, experimentada sí. Había perdido la cuenta de la cantidad de criaturas que a través de sus manos habían terminado de llegar al mundo, después de su tránsito por los vientres de las parturientas. Pero creía que habían sido más niñas que niños. Y, de paso, pensaba que las niñas nacían más fácil que los niños, pues -según su explicación- ellas nacían con la bondad de sus madres, mientras que ellos eran tan ásperos y cerriles como sus padres.
Cuando la criatura, siendo hombre, se va a parecer a su mamá en el transcurso de la vida -explicaba seria, casi solemne, como si estuviera desvelando el misterio de la santísima trinidad, mientras limpiaba al niño que acababa de nacer, con una mezcla de agua hervida, agua de manantial, agua de alhucema y unas gotas de agua bendita-, nace tan fácil como una niña, la madre lo expulsa con la fluidez del río y sin una gota de dolor adicional; su trabajo de parto no dura más de lo que dura una mañana o una tarde; si acaso hasta la prima noche, cuando el muchachito o la muchachita van a nacer en el último tramo del día, antes de la media noche. En estos casos, sin falta, las dilataciones son rítmicas y acompasadas, centímetro a centímetro, al paso de cada hora… Y eso es así porque sería el colmo que también fuera duro su nacimiento, si dura será su vida en este mundo de gañanes y garañones, -remató su plática- mientras el peladito intentaba, sin lograrlo, chuparse una mano.
Con una sonrisa tan bella como toda ella, estragado su cuerpo por el parto, pero feliz su vida por el nacimiento, la mamá acarició la negrura abundante del pelo de la cabecita de su hijo, le besó los pies y las manos y la nariz y la frente, y le pareció divino el conjunto de su cara; mientras la comadrona terminaba de ponerle escarpines y manoplas, ombliguero en la barriga, gorro en la cabeza y un babero colgado del cuello; pues el resto del ajuar, que ella misma le había cosido, tejido y bordado, durante todo su tiempo de gravidez, ya lo lucía su hijito, impecable. Mientras lo acunaba en su pecho, envuelto en una mantilla, le agradeció, con su mirada profunda y con las palabras gracias, muchas gracias, y las lágrimas que encharcaban el verdor de sus ojos, a la partera, por su atención y por las palabras que había dicho mientras aseaba y vestía a su hijo.
La comadrona la miró, le sonrió, se sentó en el taburete frente a la cama. Le dijo que le buscara al niño un nombre que a ella le inspirara amor. Le explicó brevemente lo que a su hermana Ninfa -que estaba en la cocina preparándole las primeras aguas que debería tomarse para un buen puerperio- le había explicado con detalle en materia de bebidas y comidas, cataplasmas, sobijos y masajes, baños y cuidados, para ella y el bebé. Y le prometió que regresaría mañana temprano, para examinarla y ayudarla en lo que fuera menester. El niño, satisfecho, eructó por primera vez en su vida, soltando el pródigo pecho de su madre, que rezumaba leche con una abundancia semejante a su alegría. Y se quedó profundo, hasta el otro día, cuando la partera regresó.
Era viernes. Le tocó despertarlos a ambos, madre e hijo, para que hicieran lo que era debido: él, comer, libar la leche que se derramaba en los pezones de su mamá; ella, darle de comer a él, y luego levantarse sin prisa, bañarse lentamente y alternadamente con agua tibia y agua fría, desayunar con deleite, vestirse con ropa limpia y planchada, asear a su bebé y cambiarle la ropa; y salir con él, oliendo a limpio los dos, a tomar el sol, que los esperaba a través de la ventana de la cocina, abundante, para que no tuvieran que salir al patio.
Cuarenta días después, la comadrona sonrió con alegría antes de marcharse. Sus visitas habían concluido. El niño que no lloraba, como ya lo conocía toda la gente, se paseó en los brazos de su madre y de cuanta mujer quiso cargarlo, por todas partes del caserío. Todos, sin falta, con excepción de los niños más pequeños, opinaron que el pelaíto estaba bonito, pero que lástima que fuera mudo. Cada vez que alguien lo dijo, la mamá sonrió, se asustó, lloró, se preocupó, se esperanzó, pensó que ojalá no fuera así, y que, si así fuera, pues alguna cosa se le ocurriría a ella para que la vida de ese muchachito tan lindo, al que ella tanto quería, no fuera a ser tan dura como la vida que a ella le había tocado…
Y lo hizo: cuando su hijo tenía dos años y nada que hablaba, lo llevó al médico. Rogó y esperó cuanto fue necesario en la sección de caridad del hospital del pueblo, hasta que logró que un médico lo examinara. Y, para su felicidad, el médico le dijo que el niño no tenía nada, que esperara, que pronto iba a hablar de corrido… Tres días después, cuando ella estaba preparando un caldo de papa y pollo y una arepa de maíz, para su desayuno; y una colada de avena, un huevo cocido y un queso pasado por agua hirviendo, para su hijo; oyó aquella voz que, desde ese día, sería su voz favorita, la voz que la haría reír y llorar, la voz que haría que su vida fuera menos triste: la voz de su hijito, diminuto él, bello, aprendiendo a caminar, que desde el doblez de su falda le decía que buenos días, que tenía hambre y que mucho la quería.*
*Este
relato está basado en hechos reales. Se omiten nombres, lugares y circunstancias
especiales.
➡En diciembre de 2023, por decisión de la 18ª sesión del Comité Intergubernamental para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial, de la Unesco, la “Partería: conocimientos, habilidades y prácticas” fue inscrita en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Genial... Bonita historia, que bueno... Me tocó vivir historias parecidas en el Urabá, son bellas historia de vida que se quedan en el corazón.
ResponderBorrarGracias Julio Cesar por compartir esta bella experiencia de VIDA