El día que el Santo Eccehomo
se le
apareció a una lavandera en Quibdó
Si existiera un archivo sonoro de las viejas e históricas emisoras de Quibdó, quizás encontraríamos allí muchas entrevistas que, aunque en el momento de ser emitidas no pasaban de ser parte de la novedad pasajera de una noticia de noticiero radial, hoy serían piezas relevantes de la historia local y regional, que bien podrían contribuir a paliar nuestra clásica desmemoria general. Pero, no existe tal archivo. Y si hubiera existido no sería raro que se hubiera quemado en uno de tantos incendios que desde siempre han asolado a Quibdó. De modo que aquellas piezas radiofónicas no pasaron de ser palabras al aire, palabras al viento, que el aire y el viento -y la fragilidad de la memoria de quienes las oyeron- terminaron por arrastrar hacia el olvido infinito de lo insustancial.
Es el caso de una entrevista, que mi memoria de niño recuerda breve (no más de cinco minutos), transmitida en el excelente noticiero del mediodía, que -a principios de la década de 1970- presentaba la emisora Ecos del Atrato, el cual era dirigido por Emil Nauffal Dualiby, el inolvidable maestro del periodismo radial chocoano y de la buena locución, quien recogió el testimonio de una señora -lavandera ella- a quien se le acababa de aparecer el Santo Eccehomo, en una sábana que ella recién había lavado y que al principio pensó que había quedado manchada o mal lavada. La mujer vivía en el barrio Nicolás Medrano, de Quibdó, que para la época era de uno de los sectores lejanos de la ciudad.
En cuanto corrió por el pueblo la voz de este acontecimiento, Emil Nauffal Dualiby se dispuso a llegar hasta la casa de paredes de palma, techo de paja a cuatro aguas rematado en caballete, pampón delantero y guayacanes de piso que la elevaban medio metro del suelo. Con su grabadora de periodista de la época, que era un artefacto del tamaño de un adoquín y casi tan pesado como un tomo del Pequeño Larousse Ilustrado, y que para su funcionamiento necesitaba cuatro pilas Eveready de las más grandes, de las que se usaban para las linternas; Emil grabó la narración lacónica y escueta de la señora, lavandera de oficio, a quien le había ocurrido la sagrada aparición.
Cuando Emil llegó al lugar, a buscar a la señora, una romería espontánea de gente de todos los barrios y edades ocupaba el pampón delantero de la vivienda, una casa perfectamente construida en el más vernáculo estilo de la arquitectura orillera del Chocó. La leyenda había comenzado a tejerse, palabra por palabra, en cada comentario nuevo, en cada nueva versión. Cada gente allí presente se sentía casi obligada a aportar un pedacito al relato de lo ocurrido; de modo que la sábana dejó por momentos de serlo, para convertirse en funda de almohada o en trozo limpio de arpillera de los que se usaban para proteger los panes hechos en hornos de barro, que niños y mujeres salían a vender por las calles en bateas o anafes de madera; o dejó de estar tendida al sol, a la orilla de la quebrada donde la señora lavaba, para pasar a estar colgada en un tendedero de alambre dulce o de palo, según la versión que de la historia se oyera. Para algunos relatores espontáneos, la señora era muy devota. En otros relatos, ella era muy pobre y estaba muy necesitada; por lo que la aparición era una señal divina del buen futuro de su situación. La protagonista de la historia pondría en su lugar cada una de estas cosas.
Un fotógrafo anónimo inmortalizó para la posteridad aquella escena de la casa con la tela impresa colgada en su frente y dos policías custodiando la puerta -provista de una reja de madera-, mientras afuera la gente curiosea bajo el resistero. La imagen impresa sobre la tela es de una nitidez insólita, tan nítida como las palabras de la señora explicándole lo sucedido a Emil Nauffal Dualiby. Que ella no sabía por qué a ella le había pasado eso, que ella estaba tranquila lavando como tres docenas de ropa, pues de eso vivía, y cuando ya se iba, cuando la mayor parte de la ropa ya se había oreado, de modo que sería más fácil terminar de secarla en su casa, vio una especie de mancha en esa sábana, que era la única prenda de su propiedad entre todo el joto que había llevado para lavar. Contrariada, y en vista de que en el cielo amenazaba la lluvia, terminó de recoger rápidamente la ropa, dos poncheras de aluminio, un mate, el pedazo de jabón que le había sobrado, el viejo manduco que había sido de su abuela, el rallo que había heredado de su mamá y el frasco vacío que usaba para cargar el Límpido con el que despercudía la ropa de cama y la de trabajo. Y se fue en volandas para su casa, en donde se percató que lo que antes había visto como una mancha era la imagen de un Cristo claramente delineada, que ella al instante no identificó. Asustada, llamó a voces a parientas y vecinas, y les contó y la sábana les mostró. Y, acto seguido, por todo el pueblo la bola se regó.
Desde esa tarde hasta varias semanas después, la señora no tuvo un minuto de paz en su propia casa, pues siempre había gente ahí al frente, hablando, preguntando, comentando, incluso rezando, ante la imagen que ella optó por dejar afuera; aquella representación del Jesús sufriente y humillado, coronado de espinas, torturado por los esbirros del procurador romano en la provincia de Galilea; una imagen que es popularmente conocida en Hispanoamérica como el Eccehomo, famoso en Valledupar, de donde es patrono; en Popayán por su hermosa imagen de madera, de clara manufactura quiteña; en Sutamarchán, por la belleza del monasterio del siglo XVII consagrado a su nombre, que es monumento nacional; y en el antiguo poblado minero de La Raspadura, en el Chocó profundo, adonde todo chocoano debe concurrir por lo menos una vez cada año -de preferencia el Domingo de Cuasimodo- para conseguir los favores del santo y, en general, mantener de parte suya a la divinidad.
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