lunes, 6 de febrero de 2023

 Estampas quibdoseñas (III)

Marañones. FOTO: Twitter-Enamórate del Chocó.

Era tan alta la paliadera que desde ahí se podían ver hasta las goteras de los techos de zinc y de paja de las casas del vecindario e incluso avizorar las casonas de dos y tres pisos de la carrera primera, los decorados de sus balcones y algo del mobiliario de sus amplias salas. También podían verse desde ahí las torres del reloj del templo parroquial, desde las cuales una vez -hace unos años, cuando los hidroaviones todavía eran una novedad- la esbelta acróbata de un circo que pasó por la ciudad descendió descolgándose por una manila, sin arneses ni nada, solamente con unos guantes cubriendo sus manos, hasta alcanzar el piso, medio despeinada y con una sonrisa triunfal.

Eso fue en aquel San Pacho inolvidable, siendo párroco el Padre Miró, en el que la procesión se hizo al otro día, porque el propio día llovió todo el día sin parar. Eran los tiempos en los que la fiesta empezó a convertirse en algo de todos, incluso de los que vivían en las casas de paja y palma que se desperdigaban por los montes de La Yesca y de La Aurora. Aquellas casas de donde los hombres solamente salían los sábados a vender carbón y leña, y una o dos veces al mes a vender una que otra fruta, unos cuantos plátanos y algo de carne de monte, para conseguir así con qué comprar media libra de sal, un paquete de velas y una botella de querosín, una pasta de jabón, seis yardas de nailon y media libra de plomo, para alistar la atarraya y las varas de pichindé, de guadúa o de bambú con las que pescaban sardinas, charres, rollizos, boquianchas y uno que otro bocachico joven que se extraviaba con las crecientes y terminaba en la quebrada en vez de volverse adulto allá en su Atrato. Aquellas casas de donde las mujeres salían, cada dos o tres días, únicamente a recoger y entregar los jotos de ropa que durante mucho tiempo lavaron ahí mismo en el río, hasta que a un comandante de policía le dio por prohibir la lavada en los puertos y arrimaderos, y determinó como únicos lugares permitidos las quebradas y unas orillas del río por allá lejos, por El Paraíso, más abajo del Nausígamo, casi llegando a la que llamaban la Calle de Quibdó, una vuelta amplia desde la cual se divisaba el pueblo cuando se venía subiendo y desde la cual pitaban los barcos procedentes de Cartagena anunciando su llegada.

A las lavanderas de esos montes de La Yesca y de La Aurora, que no se metían con nadie y que a esas casas solamente llegaban por la parte de atrás, para recibir y entregar la ropa y cobrar su paga por cada docena de piezas lavadas; lo que más les dolió de aquella orden fue que la misma gente a la que ellas les lavaban la ropa era la que había intrigado ante el maldecido comandante ese para que les prohibiera lavar en las orillas cercanas y las obligara a hacerlo cada vez más lejos; dizque porque era “muy triste el espectáculo que se presentaba con el tendido de ciertas ropas, casi en plena Calle Real, sólo por escaparse las lavanderas de la caminada al lugar que tienen señalado para ello”; como habían escrito en su tal ABC gentes de esas que en toda su vida no habían cargado ni las cuatro onzas de queso que al almuerzo se comían, ni mucho menos habían caminado media legua cargando encima de la cabeza toda la ropa de una casa envuelta en un joto, donde llevaban también el rallo y el manduco, la batea y la totuma.

Además de los tres tanques en los que se almacenaba el agua de lluvia para hacer los oficios de la casa, para cocinar, para bañarse y lavar la ropa, en aquella paliadera quedaba espacio para cuatro materas sembradas con yerbas de aliño en tres tarros de leche Klim y avena Quaker y en una lata de manteca La Sevillana. Al final de la paliadera, seguía el vacío, el precipicio profundo del patio enmontado en donde crecían a sus anchas todas las matas, arbustos, árboles y yerbas posibles. 

La belleza roja de los marañones maduros y la verde hermosura de los marañones biches, cuyo nacimiento era anunciado por la copiosa lluvia magenta de las flores abundantes que se desgranaban de aquel árbol formidable hasta tapizar de fucsia el suelo, se apiñaba en abundantes gajos pendientes de las sólidas ramas donde las hojas eran una fiesta en homenaje a todos los tonos de verde con los que era posible pintar la esperanza. Contorsionándose contra el viento, vigorosas y compactas, retorcidas unas, rectas otras, brillantes todas, las guamas se alargaban meticulosamente en las robustas ramas de este árbol portentoso, que al cielo se elevaba ofrendando la blancura impoluta de sus flores leves y la tersura de algodón de la suculenta envoltura de sus pepas. Entre sus pesadas macetas de verde filigrana, que en las noches oscuras y en las madrugadas frías caían a plomo sobre el blando suelo y con su ruido seco y bronco despertaban a las lombrices y a los achicapozos, se multiplicaban las incontables pepas del árbol del pan, reproduciendo en silencio la serena y suave delicia de su sabor incomparable.

Dispersos por las partes del patio donde corría agua, había uno que otro palo de coronilla que se asomaba airoso y pródigo por entre los variados matorrales y el aroma de las matas de Santamaría de anís y las hojas de la Santamaría boba y las matas de lulo siempre abundantes y cargadas. Justo allí discurría esa pequeña quebrada que se fue formando con las aguas de una docena de cangrejeras, esos brotes minúsculos pero imparables de agua fresca y límpida -con granitos de oro en sus areniscas- de los que están llenos los pantanos de la orilla derecha del Atrato en donde crecen estos pueblos de donde los campesinos traen hasta Quibdó la más sabrosa comida, los sábados al amanecer, en sus canoas ranchadas, grandes y anchurosas, tan bonitas como celosas; en sus champas longilíneas como sombra de gente al mediodía; en sus chingos de cedro y en sus veloces potros.

No faltaban los caimitos, lisos, tan lisos como una nube y tan bonitos que antes de comérselos uno los contemplaba un rato para fijar en la memoria la perfecta combinación del amarillo y el verde de su impecable concha. Los borojós macizos y delicados, hermosamente fragantes y exquisitamente sápidos, abundaban también ahí, doblando hasta el suelo las ramas con su peso equivalente a la sabrosura de sus jugos. Las guayabas agrias, con su aroma celestial; las apetitosas guayabas rojas, cuya blandura era un regalo para los dientes y el paladar; las guayabas de leche que hasta en el palo mismo, sin desprenderlas de su gajo, provocaba siempre morder; los limones de monte y las toronjas, que eran la nota ácida entre el embrujo dulce de tan pródigo huerto; la sutil sabrosura de las humildes badeas y la polvorosa exquisitez colorida de los chontaduros, tampoco faltaban en aquel patio, en cuyo centro se elevaba una palma de coco cuyas hojas inmensas alcanzaban la altura del techo de la casa. Según decía el señor que la trepaba para coger los cocos jechos y las pipas colmadas de agua, desde el cogollo de esa palma, en los días despejados, se podían ver las montañas al otro lado de las cuales decían que quedaba Colombia.

FOTO: Manuel Saldarriaga Quintero/El Colombiano.


4 comentarios:

  1. Qué delicia, se me hizo agua la boca. Lo único amargo...lo que se veía desde el cogollo de la palma, la Colombia que sí existe, mientras éste lado de Colombia lleno de diversidad de sabores, colores y riquezas sigue invisible, olvidado...

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  2. Describiste el patio de mi casa en las Margaritas... Sólo que le agregaste la palma de coco que nunca pelechó y seca y escuálida se quedó.

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  3. Felicitaciones por un texto tan entrañable con el sabor y el olor de la tierra madre!

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  4. Expectacular, asombroso como relatas con tanta poesía hechos cotidianos de un día cualquiera en Quibdó, la nostalgia nos embriaga. Un abrazo amigo Julio, David Peña C

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