lunes, 21 de noviembre de 2022

 Derroteros y exámenes finales

Noviembre era un mes de trabajo arduo y abundante en las escuelas quibdoseñas de hace medio siglo. El declive del año no traía consigo una disminución de responsabilidades y tareas, sino que -por el contrario- implicaba un incremento sustancial y significativo de estas, que debía ser afrontado con total idoneidad si se quería obtener su conclusión halagüeña, que no era otra que ganar el año.

Se llamaban derroteros. Cabían, usualmente, en un pliego doble de papel tamaño oficio rayado, es decir, en cuatro caras de aproximadamente unos cuarenta renglones cada una. Eran resúmenes de todo lo visto en cada una de las materias durante todo el año, elaborados por el maestro o la maestra mediante un conjunto de preguntas, entre 15 y 30, que luego copiaban en el tablero -cada una con su respuesta- para que uno las reprodujera en esas hojas de papel especialmente destinadas para ello. Igualmente, a veces el maestro o la maestra dictaban los derroteros y en ese caso uno primero los copiaba en el cuaderno de tareas y después, en su casa, los pasaba a dichas hojas y posteriormente los presentaba en limpio para su revisión. En ambos casos, copiados del tablero o del dictado, las hojas de los derroteros debían quedar impecables y legibles, sin errores, sin enmendaduras, sin tachones, con las preguntas enumeradas secuencialmente y escritas con lapicero de tinta roja, y las respuestas escritas con lapicero o estilógrafo de tinta azul. Los tres dedos con los que uno agarraba el lapicero y el estilógrafo quedaban magullados después de escribir un derrotero de esos, con la primera falange aplanada y adolorida, especialmente la del dedo del corazón. La mano quedaba tan cansada que uno se pasaba horas agitándola o moviéndola para todos los lados dizque para que descansara o dejándola caer en peso, por la inercia del brazo, hacia un lado del cuerpo, con el mismo fin.

Más o menos una semana completa nos tardábamos en esta labor de copiar los derroteros de todas las materias o asignaturas, casi siempre la primera semana de noviembre, pues entre la segunda y la tercera semana se llevaban a cabo los exámenes finales, cuyas preguntas -ya que para eso habían sido inventados- salían de esos derroteros, cuya extensión variaba según la materia de la que se tratara; siendo los derroteros de aritmética y geometría, lenguaje, geografía e historia los más largos: entre 20 y 30 preguntas por materia; aunque los de ciencias naturales, si se sumaban las tres materias que por separado se estudiaban: mineralogía, botánica y zoología, eran más largos que cualquiera de los otros, pues bien podían ajustar entre 40 y 50 preguntas en total.

De trabajos manuales y canto no había derrotero. Un trabajo manual libre, elaborado en barro, arcilla o peña, complementado con trozos de madera, hojas o flores, según de lo que se tratara, era el examen final de trabajos manuales. El de canto consistía simple y llanamente en aprenderse una canción, cualquiera, la que uno eligiera, del género que fuera: bolero, canción típica chocoana, vallenato, tango, vals, pasillo; armarse de valor y salir al frente de todos los compañeros, con la maestra o el maestro como jurado calificador, a cantar dicha canción. En ambos casos, trabajos manuales y canto, nadie perdía el examen final. Se obtenía como mínimo una nota de tres raspado, pues los maestros eran conscientes de que no todos éramos cantantes innatos ni teníamos habilidades para ello y que abundaban más las voces de tarro que otra cosa; así como tenían claro que no todos poseíamos talento artístico para modelar, diseñar, esculpir, armar y presentar de buena manera una figura o una escena, pues éramos más quienes no pasábamos de una bolita de barro a la que le acomodábamos dos piedrecitas diminutas como ojos, un trocito de paja de escoba como nariz y con la uña del dedo pulgar le hacíamos una hendidura que simulara una boca sonriente; le acomodábamos dos pedazos pequeños de barro como orejas y de ahí para allá seguíamos añadiendo trozos que simularan el tronco y las extremidades, hasta obtener algo que se nos pareciera a una figura humana, así al resto de los compañeros y al maestro no se les pareciera mucho, no por exigentes, sino porque en realidad la calidad del monigote era bastante deficiente.

Una vez completados los derroteros, los maestros nos informaban el horario de exámenes finales y nosotros diligentemente lo copiábamos, para mostrárselo a la mamá, que era lo mandado. Distribuidos en dos semanas, la segunda y la tercera de noviembre, en ese lapso uno solamente iba a la escuela a presentar el examen o los exámenes que tocaran -máximo dos por día- y el resto del tiempo se la pasaba estudiando en su casa, a ratos solo y casi siempre con algunos compañeros, hasta aprenderse totalmente de memoria el dichoso derrotero de cada materia y así llegar preparado al examen correspondiente. Los pocos bombillos que había en las casas se encendían al anochecer, cuando ponían en funcionamiento la planta eléctrica que prestaba el servicio a todo Quibdó. Alumbraban menos que una lámpara de querosín o una vela arrimadas plenamente a la hoja del derrotero, e incluso menos que la luna llena o nueva. Por ello, era mejor estudiar de día, después de llegar de la escuela y antes de que se oscureciera; o, por recomendación de los maestros, sobre todo para las materias cuyos derroteros eran más extensos y prolijos, uno se levantaba cuando aún estaba oscuro, en la madrugada, de modo que cuando asomara el sol uno ya estuviera listo y alcanzara a estudiar por lo menos una hora o una hora y media antes de desayunar e irse hacia la escuela.

Visto en la perspectiva del tiempo transcurrido, teniendo en cuenta que cuando vivimos esto teníamos entre siete y once años, y estudiábamos en la Escuela Anexa a la Normal Nacional para Varones de Quibdó -que así se llamaba entonces-, uno podría ver en estas prácticas de estudio una exigencia desmesurada e irracional o un esfuerzo titánico e inapropiado para niños tan pequeños; pero, en aquel tiempo, uno simplemente lo hacía así y lo asumía como parte de ser estudiante. Incluso, podría decirse que uno vivía este tiempo como una especie de rito anual que se concelebraba con los compañeros, que eran también amigos y condiscípulos, vecinos y casi hermanos, con quienes terminaba convirtiendo el aprendizaje de los derroteros en juego y diversión, y en una oportunidad de ayuda mutua y solidaria, especialmente con quienes tuvieran dificultades para memorizar ese montón de preguntas y respuestas. Conjeturar qué preguntas serían materia de cada examen era parte del juego y reírnos sin parar celebrando cuando lográbamos adivinarlas era parte de la satisfacción colectiva de ganar los exámenes, así como lamentar que alguien los perdiera era también parte del ritual.

Al igual que los derroteros, los exámenes finales se presentaban en esas hojas dobles de papel rayado, tamaño oficio, que se conseguían en cualquier tienda de Quibdó, donde a final de año se convertían en artículos tan demandados como el arroz y la manteca, los paqueticos de aliños y las cuatro onzas de fideos, las cuatro onzas de queso, las papeletas de café, la media libra de lentejas o de fríjoles, la media libra de papas o el plátano bien verde, los confites de anís y de menta o los coloridos bolones de chicle, que reposaban en esos frascos grandes de tapas metálicas, encima de los mostradores de madera, al lado de la vitrina protegida con anjeo o vidrio en donde se guardaba el queso para la venta y el cuchillo con el cual se cortaba y se limpiaba.

Antes de comenzar el examen, todos debíamos proceder a escribir en el centro del primer renglón de la hoja: Examen Final de… y en los renglones sucesivos: Presentado por…, Curso… y el nombre del maestro o la maestra; por ejemplo, Bibiana Mena, en segundo y tercero, y Roger Hinestroza en cuarto y quinto. Acto seguido, la maestra o el maestro empezaban a copiar en el tablero, con su caligrafía legible y bonita, los puntos o preguntas del examen, que por lo general eran cinco. En silencio absoluto, que solamente era posible romper si el maestro o la maestra lo permitían para aclarar individualmente alguna duda, transcurrían una o dos horas que era el tiempo fijado para cada examen. Quien terminaba levantaba la mano y con un gesto era autorizado a pararse de su puesto e ir hasta el escritorio del maestro o la maestra a entregarle el examen. Con una mirada rápida, ella o él se cercioraban de que el alumno hubiera respondido todos los puntos y entonces se despedían con un hasta mañana. Uno salía al patio de la escuela a esperar que sus compañeros de caminada diaria entre la casa y la escuela, y viceversa, terminaran su examen y salieran también, para emprender el regreso hablando sin parar del examen presentado y del que seguía; con excepción del último día, cuando la conversación derivaba hacia si se había o no ganado el año y cuándo era la clausura.

En la cuarta semana de noviembre, los maestros y las maestras terminaban de calificar, computaban, escribían las notas en las libretas de calificaciones, que traían cuatro hojas en donde estaban preimpresos los listados de las materias y los cajones para escribir las notas mensuales, la calificación definitiva y las faltas de asistencia; así como una sencilla pasta doble de cartulina en cuya portada había espacios para anotar los datos personales de cada alumno, incluyendo el nombre de su acudiente, el curso, el nombre de la escuela, y el del maestro o la maestra; y en cuya contraportada casi siempre venían impresos los llamados Deberes del alumno. La libreta de calificaciones incluía también, entre los textos del cuadernillo donde iban las notas, las normas reglamentarias del plan de estudios, aprobadas por el Ministerio de Educación Nacional, los espacios para las firmas de acudientes y maestros, y unas cuantas líneas para las observaciones mediante las cuales los maestros resumían el desempeño parcial o definitivo del alumno, incluyendo felicitaciones o admoniciones más o menos severas. De acuerdo con los resultados de cada alumno, los maestros definían y consignaban en la libreta de calificaciones su promoción al siguiente grado escolar o la repetición del mismo, por pérdida, al año siguiente. Todo ello a mano, con sus propios estilógrafos y lapiceros, libreta por libreta, hasta tenerlas listas para el día de la clausura del año escolar, que se hacía casi siempre entre el 25 y el 30 de noviembre de cada año; pasado lo cual empezaban las vacaciones, que se prolongaban hasta el 20 de enero del año próximo.

La Normal de Quibdó (izq.) y su Escuela Anexa (der.) empezaron a funcionar en el año 1936. En esta foto de 1942 se ven sus edificios recién inaugurados y está en construcción la cancha de fútbol. FOTO: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

De los derroteros y los exámenes finales nos quedaron un montón de datos que jamás olvidaremos. La capacidad de sumar, restar, multiplicar y dividir a mano y mentalmente... Los nombres y las partes de seis o siete figuras geométricas... Las llamadas teorías sobre el poblamiento de América, incluyendo la de un señor cuyo nombre conocimos desde aquel entonces: Paul Rivet... La historia de los caciques Guasebá y Quibdó... Las insólitas y supuestas razones por las cuales el Chocó lleva su nombre: un conquistador español que, al regresar a su tierra y ante la pregunta de cómo le habían parecido estos parajes, expresó: “esa tierra me chocó”; y unos pájaros que al atardecer, en el San Juan o en el Atrato, pasaban volando en bandada y cantando algo que se escuchaba como: “ay, chocó, ay, chocó”... La importancia de Diego Luis Córdoba, Adán Arriaga Andrade, Manuel Mosquera Garcés, César Conto Ferrer, Miguel Vicente Garrido... Los nacimientos y desembocaduras de los tres grandes ríos del Chocó y los llamados “primitivos pobladores” de la región... Y las características del oro: tenaz, dúctil y maleable… Por mencionar unas cuantas cosas entre tantas que uno recordaría -si se pusiera a hacer memoria- y que formaban parte de esos enmarañados cuestionarios que eran los derroteros con los cuales había que prepararse para presentar los exámenes finales.

Del mes de noviembre como momento culminante de cada año escolar, son inolvidables los actos de clausura, en donde casi siempre había números artísticos, como presentaciones musicales y declamaciones, además de las palabras de Don Arnulfo, el director de la escuela y la entrega, alumno por alumno, de las libretas de calificaciones. Allí se hacían públicos los reconocimientos a los mejores alumnos de cada curso en aprovechamiento, conducta y disciplina; y se despedía a quienes terminaban el quinto grado y por ello dejaban la Escuela Anexa, para pasar a la Normal o al Colegio Carrasquilla. En estos casos, solía incluirse un breve discurso de parte de uno de los alumnos de quinto y un premio especial a quienes, habiendo cursado los cinco años de primaria ahí en la escuela, hubieran tenido un rendimiento destacado durante todo su paso por ella. Lágrimas no faltaban, de madres emocionadas y conmovidas por el nuevo peldaño al que sus hijos ahora ascendían, en esa escalera que simbólicamente era la educación, la cual nos conduciría, algún día, a un punto de la vida llamado futuro.

A la alegría de haber ganado el año se sumaba entre nosotros la felicidad de saber que venían casi dos meses de aquellas vacaciones que consistían en jugar de sol a sol en las calles y en las casas, en las quebradas y zanjas, en los montes y pantaneros; incluyendo convidar a los amigos como compañía para hacer los mandados de la casa, apertrechado cada uno con su aro o rueda de llanta de carro recortada, que empujábamos y guiábamos con un pedazo de palo que hacía las veces de timón y propulsor. El tiempo nos era leve mientras jugábamos y cantábamos con las muchachas del barrio, en las noches claras; o mientras nos bañábamos en el aguacero, recorriendo el pueblo a toda carrera, en busca de los chorros más abundantes que cayeran de los techos; o mientras contábamos cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, de los hermanos Pedro, Juan y Diego, del diablo y de la diabla; o mientras echábamos mentiras y hablábamos paja sentados en los andenes y en las esquinas, en las noches oscuras, cuando los rayos y los truenos anunciaban la tormenta.

2 comentarios:

  1. Nostalgias. Para como Neruda, poder confesar que hemos vivido

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  2. Bellos recuerdos, se vivía adrenalina pura, pero con sentido de pertenencia y colaboración por todos y cada uno de los profesores y estudiantes.
    Gracias Julio por tan significativa y valiosa información.

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