Con cierta sombría pesadez, quizás por el poco esfuerzo que en la calidad de su sonido había puesto el sudoroso sacristán, hambreado, macilento y agotado por las mil labores que desde las cinco de la mañana había realizado; las campanas de la iglesia dieron las doce del día de aquel jueves aciago, dos días después de la florida y fastuosa fiesta del padre putativo de Jesús. No obstante, como siempre, su tañido y sus repiques alcanzaron a oírse no solamente en el Barrio del Centro, en el Barrio Norte y en la orilla del río; sino también hacia adentro del pueblo, por los lados de Belén de Judea, Chicharronal y Betecito, en la Yesca Grande, Chambacú y Panamá, en La Yesquita, Bebaracito y Chipichupe, por Bocacangrejo, Munguidocito, Tres brincos y Pantanito; también por la Avenida Istmina.
A esa hora, reverberaba el sol de la canícula de marzo sobre los techos de zinc relucientes de las casonas de madera y esterilla de palma sembradas a la orilla del río, afirmadas sobre cinco o seis metros de estacones de guayacán, adyacentes al puerto platanero. Sobre la iglesia desierta, en donde la reserva de hostias consagradas se reblandecía dentro del sagrario, el vino de consagrar estaba a punto de hervir en las botellas perfectamente escondidas en la sacristía lúgubre y el santo cristo parecía sudar en el ábside de aquel templo que todos soñaban con ver algún día convertido en una catedral.
En el convento, los hermanos legos y no tan legos, los padres misioneros y hasta el prefecto apostólico no podían evitar los malos pensamientos que se mecían con ellos, en sus mecedoras traídas de Cartagena, acerca de la inconveniencia y la mala hora que hasta estos inhóspitos climas y villorrios los habían traído desde la lejana e ibérica península. Pero, bendita sea la virgen, sea todo para honra y prez de la iglesia y para la máxima gloria de dios nuestro padre y del padre Claret, pensaron para espantar cualquier blasfemia, mientras entonaban el ángelus del mediodía, casi a coro con las monjas del colegio que, a tres cuadras de allí, lo rezaban antes del almuerzo, sudorosas y acaloradas, desesperadas y malpensadas, entre tantas ropas sagradas.
En lugar de brisa, llegaban a estas casas orilleras de la carrera primera los hedores densos de sus propios detritus que en caída libre iban a parar debajo de ellas, revueltos con el vaho inevitable de miles de escamas y vísceras de bocachicos, dentones, charres, bagres, boquianchas, doncellas, sardinas rabicoloradas, beringos, barbudos y hasta tabuches y rayas, que desde hace un mes, todos los días, desde la mañanita hasta el anochecer, destripaban y arreglaban las desescamadoras de oficio, fumando sus tabacos con la candela hacia adentro de la boca, charlando entre ellas como si lo hicieran en otra lengua, secándose el sudor de la cara con el canto de la mano o con un rodete de trapo, y ventilándose hasta el alma con los pliegues de sus faldas volantonas, entre uno y otro cliente, cada dos o tres ensartas de pescado.
El resistero concitaba la molicie, la molicie concitaba la siesta, la siesta concitaba los catres y las camas, los taburetes recostados contra la pared, las sillas y mecedoras mariapalito, una que otra hamaca, las banquetas de madera burda y los petates. Pero, primero había que almorzar, el tiempo de pescado había que aprovechar: pescado así, pescado asá, pescado aquí, pescado allá, pescado acá y acullá, pescado asado o fritado, cocinado o sudado, ahumado o aborrajado, en sopa, con sopa o sin sopa, en caldo, con caldo o sin caldo, con plátano y arroz, con yuca o banano, con primitivo o con ñame, con bananilla o achín. Separada la última espina, masticado el último grano de arroz, bajado el último trago de limonada, fumados los tabacos y cigarrillos de sobremesa y expulsados los regüeldos con o sin aspavientos, todo el mundo se fue durmiendo, el silencio se fue haciendo y el pueblo se fue callando, aquietando, amodorrando, como si no hubiera más vida que el sueño y el silencio fuera el sonido de la vida al mediodía.
Una hora más tarde, cuando el sol aún caía a plomo sobre la existencia toda del dormido pueblo, el toque lento de difuntos o clamor de dos campanas, cerrado por el sacristán con tres toques separados para informar que el muerto era mujer, despertaría hasta al último durmiente de esa siesta de rutina. Que quién sería la muerta, se preguntaban todos, recién despertados, todavía adormilados; menos don Luis Carlos, el afable telegrafista del pueblo, operador grado 1 del ministerio de correos y telégrafos, sabanero de origen, de la ciénaga de San Marcos para más señas, nostálgico de La Mojana y del San Jorge, cantante de buena voz, parrandero decente y agradable, poco estruendoso y muy, mucho, muy amable; a quien despertaron primero, no el telégrafo sino un mensajero, que venía de parte de la hermana Armandina María, una de las monjas del Hospital San Francisco de Asís, quien le mandaba a decir que fuera rápido, que, aunque el doctor Borda Mendoza la había atendido de inmediato, ya no había habido nada que hacer, pues la señora Dioselina había llegado muerta al hospital. Sobre la superficie jabonosa de las tablas de la paliadera de su casa había quedado marcada la huella recta del talón de su pie derecho, desde el círculo grabado en el piso por el tanque de hierro en el que almacenaba agua de lluvia y del que intentó infructuosamente sostenerse, hasta el vacío de más de tres metros en cuyo fondo pantanoso cayó su cuerpo.
Durante las primeras dos horas no pudo parar de llorar a lágrima viva. Las treinta y seis horas siguientes lloró por dentro a marejadas, hasta que se le arrugó el alma. No sabía si decírselo o no a su hija. No quería causarle tristeza a esa niña más linda que el Sinú, el Cauca, el Magdalena, el Atrato y el San Jorge juntos; a esa niña más hermosa e infinita que el Mar Caribe, más tierna que un bolero cubano, más bella que el amor verdadero; esa niña de dos años y cinco meses de cuyos verdes ojos a mares brotaba la vida.
Que historia tan bien contada. Definitivamente, Uribe Hermosillo es de esos escritores que, cuando alguien empieza a leerlo, te obliga a no abandonar el escrito. Algo muy Faulkneriano. Su sintaxis, vocabulario y construccion gramatical es perfecta. Maestro, Gracias por hacerme sentir esa nostalgia de río. Lascario Alberto Barboza Diaz
ResponderBorrarGracias, Lascario. Me honra tu comentario y contarte entre los lectores de El Guarengue. Me alegra contribuir a tus nostalgias de río, de esos ríos que forman parte de crianza, de tu vida y de tu quehacer como Médico Veterinario, y por los cuales tu papá viajó para salvar las vidas de nuestra gente en su admirable trabajo como médico. Saludos.
BorrarMaravillosa narrativa, no le da espacio al lector que Levante la cabeza, lo tiene sujeto al texto haber como termina la historia. Su mejor recurso fue la descripción, a través de la lectura se puede vislumbrar, lugares y personajes con una claridad meridiana .¡¡ Felicitaciones señor Uribe Hermosillo por este texto bien contado.
ResponderBorrarMary Grueso Romero
Agradezco su generoso comentario, Maestra Mary, poeta y mujer Pacífica. Es honroso contarla entre mis lectoras. Saludos.
BorrarGracias que agradable es leerlo
ResponderBorrarGracias por leer y apreciar El Guarengue.
BorrarGrato es seguirte leyendo, estimado y apreciado amigo,Julio Cesar. Como lo escribieron arriba, cuando uno empieza con la lectura, queda totalmente absorbido por la secuencia de nuestras cotidianas realidades.
ResponderBorrarHombre, Maestro Víctor Raúl, muchísimas gracias por ser un lector permanente de El Guarengue y por valorarlo positivamente. Saludos, estimado amigo.
BorrarExcelente recorrido entre sabores, olores, sentires, sopores del viejo Quibdó. Felicitaciones Julio Cesar.
ResponderBorrarGracias, Maestro Elías, por su honroso comentario. Me alegra siempre contarlo entre los lectores permanentes de El Guarengue.
BorrarExcelente narrativa de lo que fué Quibdo, tomando al río como eje principal y a las personas q viven y ejercen labores al rededor de él sin dejar aun lado sus costumbres generales, felicitaciones
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