lunes, 16 de mayo de 2022

 Mater et Magistra

/Crepúsculo atrateño.
Foto: Julio César U. H.

Mi mamá murió hace cuatro años, un 14 de mayo, al día siguiente del Día de la Madre y en la víspera del Día del Maestro. Así que este sábado de antier, el que pasó hace dos días, se cumplió el cuarto aniversario de su muerte. Sí, de su muerte: no de su fallecimiento, ni de su pascua, ni de su vuelo alto, ni de su partida, ni de su trascendencia a otra dimensión, ni de su paso a otro plano, ni de ninguna de esas cosas polite que tanto se usan ahora para evitar llamar muerte a la muerte; del mismo modo que con tanta y tan inútil diligencia se volvió correcto evitar decirle vejez a la vejez y no llamar viejos a los viejos. Esta suerte de condescendencia verbal, tan semejante a la lástima, no pasa de ser un tributo generalizado al eufemismo, una simple edulcoración de la realidad que cada quien -en conciencia- puede o no elegir.

Pero, bueno, dejémoslo ahí y regresemos a lo que iba a decir de mi mamá. Pues tengo claro que contrariar estos usos que han hecho tanta carrera entre tantos hablantes, muchos de ellos convencidos de que hablar y escribir bien es una especie de antigüedad tan oxidada como inútil, es una tarea lingüística de dimensiones épicas, como devolver la sazón a su género femenino o recuperar la noción de que demasiado es excesivo y mucho es abundante y que, por lo tanto, gente como yo prefiere que siempre lo quieran mucho y que nunca lo vayan a querer demasiado; o entender que en español a todo no se le puede llamar tema solamente porque en inglés es un issue todo problema o tema controversial o importante; que no todo tiene que iniciar, también las cosas pueden empezar o comenzar; o que es más fácil abrir una sesión que aperturarla y es mejor poner atención que colocarla…

Volviendo a mi mamá, ella fue, entre otras cosas, mi primera maestra de lectura, ortografía, lexicología y gramática; ya que, además de su letra bonita y clara, aprendida en la escuela primaria, tenía una ortografía bastante buena, un vocabulario amplio y rico, gran facilidad de expresión y notable capacidad narrativa, amén de un gusto genuino y espontáneo por la lectura; todo ello a pesar de su escasez de títulos académicos, pues ni siquiera el de bachillerato lo tenía. Como todas las mamás para sus hijos, mi mamá fue durante varios años mi diccionario personal, a quien siempre le consultaba el significado de cada palabra nueva que oía. Sin embargo, muy pronto -en cuanto yo aprendí a leer y a escribir- ella le cedió su puesto a un pequeño diccionario de bolsillo de Editorial Susaeta, que me compró en la Papelería Santacoloma, de la carrera primera en Quibdó; y me prometió que algún día me compraría un Diccionario Larousse, que a su juicio era muy bueno, pues además del significado de las palabras traía ilustraciones, dibujos, fotos e información adicional y amplia sobre múltiples materias. 

Corín Tellado, escritora española (1927-2009).
Se calcula que escribió más de 5.000 historias de amor
y vendió más de 400 millones de ejemplares de sus libros.
FOTO: Agencia EFE.

Su gusto por la lectura, actividad a la que consideraba primordial para el entretenimiento, la distracción y la ocupación del tiempo libre, me lo fue transmitiendo desde que yo ni siquiera sabía leer, así como me enseñó a hacer mandados cuando yo apenas empezaba a hablar. Me leía en voz alta cosas del periódico que a ella le gustaran, al igual que los prospectos que venían con los medicamentos y las etiquetas de los productos. Me leía también trozos de novelas de amor de Corín Tellado, tanto de las más extensas -que venían incluidas en la revista Vanidades- como de las que venían en formato de fotonovelas, que junto a las de una colección llamada Selene me encantaban por sus fotografías en blanco y negro, que eran una narración adicional a los relatos y diálogos de las viñetas que las acompañaban. Cuando aprendí a leer, era yo quien le leía a mi mamá las novelas de Corín Tellado, mientras ella cosía en su máquina Singer de pedal o remataba labores manuales de modistería en los vestidos que en el momento estuviera confeccionando. A mediados de los años 1980, cuando le conté que Corín Tellado estaba viva, que seguía escribiendo, que iba a cumplir sesenta años, que era española y que su nombre de pila era María del Socorro Tellado López, mi mamá se puso muy contenta de saberlo; y casi se muere de la risa -creyendo que yo me lo había inventado- cuando le conté que, en un artículo que acababa de leer en la universidad, el escritor y crítico cubano Guillermo Cabrera Infante la apodaba “Corán Tullido”. En 2009, cuando Corín Tellado murió, le mostré a mi mamá fotos de ella en la pantalla de un computador. Fuimos felices viéndolas y leyendo notas de prensa sobre su asombrosa trayectoria de escritora; por ejemplo, una en la que Mario Vargas Llosa, quien obtendría por fin el Nobel de Literatura al año siguiente, se refería a ella como "una fabuladora nata, con una intuición romántica que iba al compás de los tiempos… […] un fenómeno sociológico y cultural cuyas obras hicieron soñar a millones de mujeres en España y América Latina"[1].

Yo aún no había entrado a la Escuela Anexa a la Normal Superior de Quibdó cuando mi mamá y yo empezamos a leer juntos -ella leía y me explicaba, yo escuchaba y aprendía- una sección de crónica roja del periódico El Colombiano, firmada por Don Upo (Alfonso Upegui Orozco) y titulada “De los estrados judiciales”. En estas crónicas, cada nada aparecían reseñados los triunfos jurídicos de un abogado de cuya inteligencia y origen chocoano me contaba mi mamá haciendo una pausa en la lectura: Licinio Mena Córdoba, una leyenda del derecho penal en los tribunales medellinenses de entonces. Igualmente, me leía y explicaba palabras mientras resolvía el crucigrama de ese diario: dios egipcio o río italiano, ambas de dos letras, lago ruso de cuatro letras y el yerno de Mahoma de tres, eran algunas de las más frecuentes. Las columnas Coctelera y Alkanotas, de Alfonso Castillo Gómez, y El hombre de la calle, de José Salgar, así como los editoriales de Guillermo Cano, eran nuestras lecturas compartidas de El Espectador, cuyo eslogan clásico jamás olvidaré, porque mi mamá me lo leía con entonado acento y en voz alta antes de pasar de la primera página: “El Espectador trabajará en bien de la patria con criterio liberal y en bien de los principios liberales con criterio patriótico”. Fidel y Gabriel Cano, a quienes anteponía el título de Don, debían ser los autores de esa frase tan sonora, según ella me contaba, hablándome de paso de la persecución sufrida por los liberales a manos de los godos, encabezados por los curas y por Laureano Gómez, de quien afirmaba que debía estar en una paila del infierno cocinándose a fuego lento en pago por todo lo malo que había sido.

Vi a mi mamá escribir, de su puño y letra, telegramas en los formatos de Telecom. Eran los mensajes de saludo que en muchos días de la madre le envió mi mamá a su madrina, Cándida Mosquera de Velasco, y a sus hermanitas de crianza, Imelda, Ludivina y Chepa Velasco Mosquera, quienes habían emigrado de Quibdó a Bogotá después del pavoroso incendio de 1966. Con su tutoría y bajo su supervisión, aprendí yo a escribir los telegramas o marconis y entonces ella me delegó, también en las navidades, la escritura de esos mensajes. De ahí en adelante, simplemente me daba el dinero, apuntábamos las direcciones de envío de los telegramas y yo me iba para Telecom, en Quibdó, y los redactaba en los mesones que había para ello, usando los lapiceros amarrados con nylon que allí estaban dispuestos. Los repasaba antes de entregarlos, contaba el número de palabras, calculaba el costo y cuando ya estaba satisfecho con los mensajes y veía que el dinero me alcanzaba, entonces los entregaba para su envío, luego de una larga y extenuante fila. De cada uno le llevaba a mi mamá la copia al carbón, para que ella verificara, así fuera ex post, la calidad de los mensajes y mi eficiencia en economía del lenguaje. Estos telegramas fueron, pues, los primeros textos libres que yo escribí; así como algunas cartas que le escribía a mi hermanita Gloria en Bogotá, las cuales aprendí a componer guiado por mi mamá, quien me enseñó las reglas epistolares básicas y la distribución de los datos en los sobres, aquellos sobres cuyos bordes eran líneas gruesas y punteadas de colores azul y rojo, en los cuales empacaba las cartas para llevarlas al correo aéreo de Avianca, cuya oficina estaba a cargo de Lito Baldrich, quien junto a su esposa Marina Mejía eran viejos conocidos de la casa.

Flor de fango, de Vargas Vila, y María, de Jorge Isaacs, fueron los primeros libros largos y sin dibujos que yo leí, bajo la tutela de mi mamá. Antes de estos, el único libro que yo tenía a mi disposición permanente, aparte de cartillas y textos escolares, era “Fábulas para niños”, una compilación bellamente ilustrada de Esopo, Iriarte, Pombo y Samaniego, con tapas duras y páginas esmaltadas, que me habían regalado en la Anexa a la Normal como premio de aprovechamiento al terminar el curso 5º de primaria.

Flor de fango me lo encontré tirado en un solar vacío de una calle de Quibdó y estaba completo, aunque le habían arrancado las pastas y algunas de sus páginas estaban sucias de pantano del suelo, que le pude despegar una vez se secó al calor del sol. La novela de Isaacs, de quien mi mamá ya me había contado que era chocoano, aunque mucha gente creyera que era de Cali, no sé de dónde apareció, un poco trajinada, ahí en el costurero de mi mamá, junto a las revistas Vanidades y Lux, las fotonovelas y los figurines o revistas de modas que la inspiraban para la creación de sus propios modelos de vestidos, combinando en los diseños los deseos expresos de sus clientas y su opinión sobre los detalles que a cada una le podían lucir mejor.

De Flor de fango, mi mamá me advirtió que esta novela durante mucho tiempo había estado prohibida por los curas, porque estaba incluida en el Índice (Index librorum prohibitorum) o lista de libros cuya lectura estaba vedada a los católicos. Me explicó por qué creía ella que el libro estaba prohibido, me dijo que no sabía si todavía lo estaba, pero que lo leyera y le fuera contando. De María no me dijo nada adicional al dato del origen de su autor; pero, de vez en cuando, me pedía que le leyera un rato sin que importara en qué punto de la novela yo ya estuviera. Las puertas del maravilloso camino de la literatura acababan de abrirse para mí, gracias a mi mamá. Vendrían después, cuando promediaban mis estudios secundarios en la Normal, los maravillosos libros de la colección Ariel Juvenil Ilustrada, que se conseguían en dos cacharrerías de Quibdó o alquilados para su lectura en dos revisterías de la ciudad. Mark Twain, Alejandro Dumas, Charles Dickens, Emilio Salgari y Julio Verne, entre otros, aparecieron en nuestras vidas: mientras mi mamá cosía, yo leía sentado en el suelo, haciéndole compañía. De la misma época es la Biblioteca Colombiana de Cultura-Colección Popular, de Colcultura, gracias a la cual supe de Eduardo Caballero Calderón, Tomás Carrasquilla y José Eustasio Rivera. En la biblioteca del Club de Leones de Quibdó, adonde mi mamá me dejaba ir casi siempre, encontré por primera vez a Tintín y sus aventuras me divertían tanto que regresaba a la casa aún sonriente después de haberlas leído una y otra vez. En los estantes de la biblioteca de la Normal hallaba los libros cuya lectura era una tarea de español, como el Renacuajo paseador, que nos tocó aprendernos y recitar en la clase del profesor Plinio Palacios Muriel. Margoth Salge, a quien mi mamá conocía, era la bibliotecaria en ambos lugares.


Innumerables lecciones de historia y geografía de Quibdó y del Chocó recibí también de parte de mi mamá. La explicación sobre cómo llegar al sitio hasta donde debía caminar para hacerle un mandado incluía casi siempre menciones al nombre antiguo de la calle o del sector, a lo que allí quedaba en tiempos de la Intendencia del Chocó o en la época previa al gran incendio que destruyó la ciudad en octubre de 1966. De modo que, desde temprana edad, caminé por calles y barrios que tenían historia, en donde vivía o trabajaba gente que había protagonizado las historias locales o parientes de quienes lo habían hecho y ya habían muerto o vivían ahora en el interior del país. Por esta vía, al igual que por unas cuantas tareas escolares de la escuela primaria, que en aquellos tiempos incluía clases de Historia del Chocó, me acerqué por primera vez a la realidad chocoana de la primera mitad del siglo XX y empecé a admirar aquella generación de chocoanos ilustres cuya inteligencia y amor por su tierra situaron al Chocó en el ámbito nacional durante esos años de gloria, efímera e incompleta; pero, gloria, al fin y al cabo. Una época y una generación de la que mi mamá, nacida en Quibdó en 1932, se sentía totalmente orgullosa y de las cuales era una delicia oírla hablar; especialmente cuando, además de conocer un hecho, conocía a sus protagonistas, como ocurría con bastante frecuencia.

A través de mi mamá supe, por ejemplo, de los alcances que había tenido el periódico ABC en Quibdó: la emocionaba contarme que le había tocado leer, cuando niña, este periódico en ediciones diarias y que en el mismo uno se enteraba de cuanta cosa ocurriera en la ciudad, incluyendo quiénes se iban o llegaban en los hidroaviones o catalinas, como también los llamaban. El florecimiento de una industria regional y local en las primeras tres décadas del siglo XX -antes de que ella naciera- también la enorgullecía: había fábricas de hielo y de bebidas y en la ciudad se conseguían todo tipo de mercancías, muchas de ellas traídas de Europa y de los Estados Unidos, como los alimentos enlatados, los licores finos, los elementos decorativos, las galletas dulces y los paños ingleses. Eran otros tiempos, me decía con algo de nostalgia.

Mientras cantaba El rey del río, Juana Blandón o María La O me contó que eran obra de los hermanos Rubén y Néstor Castro Torrijos, y me habló de ellos y de su hermana Ligia, que también era música y cantante. Igualmente, fue a ella a quien por primera vez oí hablar de Teresita Martínez de Varela como escritora; y de La Rusa, Luz Colombia Zarkanchenko de González, y Dorila Perea de Moore, como pioneras de la participación en política de la mujer chocoana. A las tres las conocía personalmente… Mas no solo de la gloria me contaba. También me habló con detalles lamentables de las carencias de la gente del común y de la ignominia del saqueo del oro y el platino del San Juan perpetrado por los gringos de Andagoya.

Todo ello, y mucho más, que ad infinitum podría rememorar, formaba parte de la conversación cotidiana que conmigo sostenía mi mamá. En la cocina, mientras hacía el almuerzo o me instruía sobre los mandados del día. En la sala, mientras se fumaba un cigarrillo en un breve descanso. En la calle, mientras caminábamos juntos cuando yo la acompañaba a alguna diligencia, casi siempre relacionada con cosas de la casa en las que yo no le podía ayudar o con asuntos de su trabajo de modistería que ella misma prefería adelantar. Una noche cualquiera mientras oíamos programas musicales en Radio Santa Fe, una mañana de sábado mientras saludaba desde la puerta a sus conocidos que pasaban por la calle, una tarde de domingo mientras zurcía y remendaba la ropa de sus hijas o les hacía vestiditos para sus muñecas. Cualquier ocasión, cualquier lugar, cualquiera hora, eran propicios para que mi mamá fuera mi primera maestra y me embrujara con la calidez y calidad narrativa de sus relatos, con la belleza de la voz con que cantaba sus boleros más queridos y con la hermosa sonrisa que iluminaba su rostro mientras me contaba y me enseñaba tantas cosas. Era mi madre, fue mi maestra. Mater et Magistra, Madre y Maestra. Gracias.[2]

Cartel funerario y tumba de mi mamá
en el cementerio de Quibdó, el día de su entierro. 
FOTOS: Julio César U. H.


[1] EL MUNDO.ES. Vargas Llosa: 'Corín fue un fenómeno social y cultural que permitía soñar'. Efe | Madrid, sábado 11/04/2009.

https://www.elmundo.es/elmundo/2009/04/11/cultura/1239470049.html

[2] Mater et Magistra alude al título de una encíclica del Papa Juan XXIII que es quizás la primera que de modo contundente aborda la cuestión social desde la perspectiva de la inequidad entre las personas, las sociedades y los países, por razones de pobreza y grados desiguales de desarrollo. Fue promulgada en Roma, el 15 de mayo de 1961, y en ella la iglesia se proclama madre y maestra de los pueblos; de ahí su título. El texto de la misma puede consultarse en: https://www.vatican.va/content/john-xxiii/es/encyclicals/documents/hf_j-xxiii_enc_15051961_mater.html

 

4 comentarios:

  1. Eres hijo de una Mater et Magistra como yo, de una modista como también lo era mi mamá. Tenían algunas similitudes como nosotros. Ellas murieron, pero siguen presentes porque marcaron la ruta, nos indicaron el camino.
    De lo que estoy seguro es que las madres de los 6o.A/77, cada una con su propio estilo y con lo que tenían, nos dieron lo mejor!
    Yo he recorrido caminos difíciles, pero ahora estoy aquí, confirmando parte de tus escritos, no porque dude de ti, sino que no los viví todos, pero creo en lo que cuentas y no presencié. Eres más real que imaginario, en tu vida y en tus obras. Tú sensibilidad personal y artística son admirables. Yo te admiro y profeso un gran cariño por tí y los tuyos. Se ve que como mis herman@s y los tuyos, tuvimos Mater et Magistra.

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    1. Gracias, hermano mío, por tu comentario. Hacer memoria de épocas pasadas, de lo vivido y de nuestros familiares y amistades nos ayuda a conservar para la historia hechos de nuestro pueblo y nuestra región.

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  2. En tu maravilloso relato, me veo retratado de principio a fin. Mi mamá que fue educadora de profesión igualmente fue mi maestra, con ella y una tía de nombre Yamileth, no sólo leímos a Corin Tellado, sino también a Carlos de Santader, los dos íconos de las novelas románticas, asimismo leímos las novelas de servicio se reto de pistoleros y la de guerra. En fin todo lo que escribiste, parece como si hubieras contado parte de mi vida. Gracias por recordarme experien ias vividas. Te luciste

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    1. Saludos, estimado amigo. Gracias por la lectura, el comentario y el reconocimiento. Me alegra la coincidencia en las historias, qué bueno que compartamos tan valiosos recuerdos de aquella infancia quibdoseña. A las novelitas de pistoleros y demás, aludí en un artículo de El Guarengue de hace un poco más de tres años, sobre el Teatro César Conto, el cual se puede leer en: https://miguarengue.blogspot.com/2019/02/matinal-y-matine-vespertinay-noche.html
      Muchas gracias.

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