Emberaes,
escultores de espíritus
(Fragmento)
Nina S. de Friedemann y Jaime
Arocha, 1982Se cumplen 40 años de la 1ª edición de Herederos del jaguar y la anaconda.
Portadas del libro 1982 y 2016
Portadas del libro 1982 y 2016
En homenaje a los cuarenta años de su primera edición (Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1982)[1], ofrecemos a los lectores de El Guarengue dos fragmentos sustanciales de un clásico de la antropología indígena colombiana: Herederos del jaguar y la anaconda, de Nina S. de Friedemann y Jaime Arocha. Los extractos corresponden al capítulo 6, que es uno de los dos dedicados en el libro a los pueblos indígenas del Chocó.
Sobre los alcances de este trabajo, en el prólogo a esa primera edición se anota: “Herederos del jaguar y la anaconda no solamente es un esfuerzo por difundir el gran fenómeno cultural indio en Colombia. El volumen se presenta en el escenario de defensa de la indianidad, por la que los mismos indios de América luchan actualmente. Sociedades indígenas asentadas en ocho regiones colombianas que han sido estudiadas concienzudamente por antropólogos colombianos y extranjeros han permitido visualizar un cuadro extraordinario, repleto de texturas sociales y culturales. Y en el trasfondo del perfil indio que dibujan sus logros hay muchas raigambres de la colombianidad. La defensa de la indianidad señala así nada menos que el camino hacia el encuentro de la autenticidad en nuestro país”.
Los textos han sido tomados, sin modificación alguna, de la edición del libro hecha por el Ministerio de Cultura, en 2016, como parte de la Biblioteca Básica de Cultura Colombiana[2]. Por la fecha de publicación del libro, es lógico que las cifras de población actual no estén ajustadas a datos del año presente.
Bienvenidos/as sean ustedes a este ilustrativo recorrido por la compleja geografía humana de las sociedades indígenas del Chocó, el desastre demográfico del que fueron víctimas como pueblos y el papel de los misioneros jesuitas y franciscanos, incluyendo al famoso Fray Matías Abad —a quien se adjudica la creación de la Fiesta de San Pacho en Quibdó—, quienes sirvieron "de puntas de lanza a la conquista del oro, al poder político y al dominio económico del Chocó".
JCUH
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✔ Chocó: oro y ríos de oro
El Chocó, en el litoral Pacífico colombiano, es húmedo y caluroso. La lluvia cae constantemente sobre sus innumerables ríos, pantanos y laberintos de corrientes. La selva, el bosque, los tambos redondos de los indios, las chozas cuadradas de los negros, los bloques de vivienda en los puertos siempre escurren la lluvia de ayer.
De norte a sur la serranía del Baudó sobre la costa y la Cordillera Occidental, con sus picos altos cubiertos de nieve, son enormes muros que separan al Chocó en grandes trechos, tanto del mar como del interior de Colombia. Dos enormes ríos —el Atrato, que lleva sus aguas al Atlántico, recibe corrientes de 150 ríos y 350 arroyos, y el San Juan, navegable en casi 300 kilómetros y que desemboca en el Pacífico— corren por el centro del Chocó. Ambos recogen el oro y el platino que arrastran las quebradas que bajan de la Cordillera Occidental, un ramal de los Andes.
En la Colonia, un español, que empujaba cuadrillas de trabajadores negros para sacar el oro de los ríos, describió el área como un abismo de horror, montañas, ríos y tremedales. El ansia del oro en la empresa de saqueo de la conquista fue, sin embargo, más fuerte que ese horror y, pese a la hostilidad de los indígenas y la resistencia de los negros, los europeos montaron su sistema de explotación en el Chocó.
Desde el siglo XVI la fiebre del oro impulsó en los españoles el establecimiento de campamentos rústicos, sin mayor planificación, todos a lo largo de los ríos, que a su vez fueron las vías de comunicación. Al encontrar las corrientes y los depósitos de oro aluvial en los flancos orientales del Atrato y del San Juan, se acentuó el ansia de dominio sobre la población aborigen para que trabajara en la minería. Nóvita y Tadó, sobre el río San Juan, y Citará (Quibdó) y Lloró, sobre el Atrato, se convirtieron en los principales centros mineros del Chocó durante la colonia.
Sin embargo, resultaron vanos los esfuerzos de los españoles para concentrar a los indios en poblados y forzarlos a trabajar en minería. En 1586 Nóvita fue arrasado y, aunque se reconstruyó, varias veces más sufrió ataques de los indios. Estos, conocedores de la región, dueños de una organización social muy flexible, buscaron refugio lejos de las minas.
Pero de todos modos el desastre demográfico que en América ocasionaron los europeos a su llegada en el siglo XVI también tuvo su escenario tétrico en el Chocó. Los 60.000 indígenas que había en 1660, descendieron en 1783 a 15.000, y en 1808 sólo sumaron 4.450. El problema del derrumbe demográfico, que significó pérdida de brazos para el trabajo minero, intentó solucionarlo el español con la inmigración forzada de esclavos negros procedentes del África. En 1704, Chocó contaba con 600 esclavos importados y en 1782 los negros ya representaban casi el 75% de la población en el Chocó, de un total aproximado de 35.000, mientras los blancos constituían apenas el 2%, y el resto los indígenas. Los blancos eran dueños o supervisores de las minas, oficiales de la Corona, curas o comerciantes, y estaban allí en su calidad de explotadores. Casi todos eran hombres y solteros. Nunca fueron colonos. A menudo contrajeron la viruela rápidamente y se mostraron susceptibles a las fiebres, una de ellas seguramente la malaria. De todos modos, los dueños de minas más ricos y poderosos nunca se quedaron en el Chocó; controlaban sus haberes desde ciudades del interior de la Nueva Granada, prefiriendo Buga, Cartago, Cali, Anserma, Popayán y aun Santa Fe de Bogotá. Además, en la época se creía firmemente que el clima cálido y húmedo del Chocó no era apto para blancos. De tal suerte que ni los sueldos altos ni el mismo oro los pudieron retener como colonos.
En la actualidad, el 84% de la población del Chocó, con un total de 250.000 personas, desciende de los inmigrantes negros traídos para trabajar en las minas; un 8% es indígena y el resto lo componen gentes de variados orígenes, a las que por su identificación sociocultural dominante en Colombia puede llamárseles blancos. Ello dentro de un esquema socioétnico en el cual negros e indígenas, como grupos étnicos, ocupan las escalas inferiores en la sociedad de clases de Colombia.
Lo que estos datos significan es la sustitución violenta de la población aborigen por la proveniente y descendiente del África, fenómeno que actualmente dibuja al litoral Pacífico con un rostro de negro. Allí, no obstante, la presencia indígena trasciende la expresión de muchas vivencias culturales. Perfiles indios en los caseríos rurales y urbanos, en la minería o en la orfebrería de los puertos vibran en la vida diaria de mineros y orfebres negros.
La agricultura de roza y descomposición y la cestería para cargar y almacenar productos son técnicas adoptadas de los indígenas. Tanto como la estética ancestral emberá que ostentan las líneas nítidas de las magníficas y esbeltas canoas de ríos y esteros en las que se mueven los negros de todo el litoral Pacífico. Con todo, la presencia indígena más importante es la de los mismos indios de carne y hueso que viven en diversos territorios. Hoy en día existen dos grupos principales, conocidos como chocoes: emberaes y noanamaes.
En el Atrato. Foto: Nina S. de Friedemann, 1971. |
Los noanamaes, por su parte, ascienden actualmente a unos 3.000 y tienen núcleos en el Medio y Bajo San Juan y afluentes como Calima, Munguidó y Docordó entre otros. Además, se han asentado a orillas del río Micay, en el departamento del Cauca, y también han llegado a la provincia del Darién en Panamá, en las riberas del río Sambú. Sus patrones de dispersión territorial, al igual que muchos rasgos de su vida en general, muestran trazos similares a los de los emberaes.
El entronque de su idioma ha sido durante muchos años tema de discusión de los lingüistas. Paul Rivet señaló que tanto el emberá como el noanamá pertenecen a la familia caribe, en tanto que Greenberg y Loukotka los consideran parte de la familia macro-chibcha. Otros, como Loewen, los han clasificado dentro de la familia chocó, en la cual tan sólo el emberá consta de nueve dialectos. Esta disparidad de opinión denota al menos la carencia de suficientes estudios, no solamente lingüísticos sino de historia cultural. Una estrategia para dilucidar el problema lingüístico consistiría en la aplicación del método comparativo para comprobar la hipótesis formulada por Reichel-Dolmatoff en 1960 sobre la procedencia amazónica de emberaes y noanamaes.
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✔ La disputa por el oro
Ya en 1511 los españoles sabían que en el Chocó había oro. Los expedicionarios abundaron. Por el norte entraron navegando el Atrato y desde Antioquia vinieron por tierra, a través del valle de Urrao. Desde el sur los puntos de partida fueron Popayán, Cali o Cartago por entre brechas de la Cordillera Occidental. Desde Buenaventura, el puerto que Pascual de Andagoya inició en 1536, los expedicionarios se dirigieron al mismo río San Juan. Pero los frutos no fueron halagüeños. La hostilidad de los indígenas, lo tupido de la selva, las nubes de insectos y la escasez de comida marcaron el fracaso de muchos exploradores durante décadas.
En 1624 el gobernador Valenzuela Fajardo, de Popayán, adoptó una estrategia diferente, dice el historiador William Sharp. En vista de que las armas y las armaduras de acero españolas no daban resultado, la apertura conquistadora se encomendó a frailes trajeados de negro y carmelita equipados con crucifijos de madera para que se enfrentaran con las flechas envenenadas de los indígenas. Así lo hicieron y un par de jesuitas se fueron al río San Juan entre los noanamaes, donde trabajaron como diez años iniciando las reducciones de indios. Estas noticias llegaron tanto a Cartagena como a Antioquia. Entonces, los curas franciscanos también se animaron. En 1648 fray Matías Abad, que estaba en Cartagena, viajó al Chocó y aunque alcanzó a escribir cartas y un diario contando cómo la región era una de las más ricas del mundo, sólo duró vivo allí un año. Ello no obstó para que los franciscanos siguieran interesados en la región y obtuvieran permiso de la Corona para instalar reducciones de indios en las riberas del Atrato.
De esta manera quedó instaurada la rivalidad entre las provincias de Popayán con sus jesuitas en el San Juan y la de Antioquia con sus franciscanos en el Atrato. Ambos misioneros sirvieron de puntas de lanza a la conquista del oro, al poder político y al dominio económico del Chocó.
En 1690 los primeros españoles independientes buscadores de oro llegaron al Chocó con reducidas cuadrillas de esclavos negros. Algunos por su cuenta y riesgo también empezaron a forzar a los indios a trabajar desmesuradamente en las minas. Estos reaccionaron no solamente emprendiendo la huida, sino en ocasiones uniéndose en rebelión a los esclavos negros para destruir los campamentos y los trabajos mineros. Para mantener el orden, los gobernadores de Antioquia enviaban soldados. Las milicias españolas lograban devolver algunos indios a las reducciones, en tanto que los negros eran ahorcados.
Sven-Erik Isacsson, refiriéndose a la estrategia de los españoles para reunir indios durante la Colonia, anota cómo las tácticas españolas para fundar pueblos en el Alto Atrato consistieron en derribar primero las casas indígenas para obligar a sus moradores a buscar refugio temporal, y después talar las rozas y los platanares a fin de forzar a los indios a quedarse en el pueblo, bajo el control político y religioso de los colonizadores. En un comienzo, las reacciones de los indígenas fueron de protesta, indignación y violencia hasta el punto de quemar y abandonar Citará (Quibdó) en 1684.
Con el tiempo, las reacciones se hicieron menos airadas, pero el forcejeo continuó y los indios siguieron su política de dispersión. Los españoles, en su empeño por reunirlos, no cejaron nunca en la fundación de pueblos. Capturaban y devolvían a los indios fugitivos a sus sitios de reducción. En otros casos mezclaban a distintos indios «cimarrones» y con ellos trataban de iniciar más poblados. Ese fue el caso de Murrí en 1711, que fundaron con indios huidos de Quibdó, Lloró, Bebará y Tadó.
Aquellos que fueron sometidos ejecutaron trabajo agrícola y proveyeron el alimento de los negros en las minas. Además, trabajaron como cargueros y bogas en el arrastradero de San Pablo, istmo situado entre el Alto Atrato y San Juan, y a través de la cordillera; también participaron en la construcción de iglesias y casas. Aunque por esta época empezó a hablarse de un Chocó «pacificado», hubo también de reconocerse el fracaso de la cristianización.
Pero la disputa de los españoles por el dominio total del Chocó no había terminado. Era el año 1679 y la época próspera de bucaneros y otros piratas en el Caribe. Unos trescientos piratas bien armados y con provisiones arrimaron sus barcos a las costas del Darién. Entre ellos los conocidos capitanes ingleses John Coxon y John Cooke, que se lanzaron a navegar por el Atrato y llegaron a Quibdó. Su ambición de oro tenía claras dimensiones. Cada uno desembarcó con un enorme baúl, para llevarse una enorme sorpresa. No había tanto metal disponible en el momento. Pero la aventura marcó el despegue de más piratas, quienes, encontrándose en las bocas del Atrato, hicieron tratos con los kunas del Darién para invadir el territorio.
[1] Puede consultarse en:
https://babel.banrepcultural.org/digital/collection/p17054coll10/id/2806
[2]
Esta edición se encuentra disponible en:
https://catalogoenlinea.bibliotecanacional.gov.co/client/es_ES/search/asset/191447/1
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