El Chocó
Gonzalo Arango con el poeta popular chocoano Blas María y una mujer llamada Andrea, en Quibdó, 1965. Foto: René Orozco Echeverry. |
Por Gonzalo Arango [1]
(Fragmento)
En Condoto quedaba toda la tristeza del
mundo. Juré volver algún día, si algún día yo fuera Dios para redimirlos, pero
como ser Dios no está en mis planes, por eso nunca volveré. Por desgracia, a
diez kilómetros de su miseria hay una mina que podría redimirlos: ¡su mina!
Pero las dragas de La Chocó Pacífico escarban día y noche en busca de las
esquivas chispas del infierno: el platino. Y mientras los negros tosen
tuberculosis y se entierran vivos en los socavones, el amo se despereza,
desayuna con un vaso de whisky, y arroja tres maldiciones en inglés: una contra
la lluvia, otra contra los zancudos, y la otra contra el negro maldito de su
destino.
Poco antes de que Dios hiciera el sol y la
luna, era ya de noche y llovía sobre el Atrato. Río caudaloso que cruza la
selva, uno de los más hondos del mundo. Arrastra en su cauce la belleza más
fabulosa y la miseria más horripilante: paisajes paradisíacos, leyendas de
dioses muertos, razas sumergidas en la noche inmemorial.
El Atrato se hace caudaloso en Lloró, donde
se le derrama un río de lágrimas: el Andágueda. De allí hacia el norte, el río
antropófago se devora con una sed insaciable la vida de medio país, mil
afluentes que multiplican sus aguas, para desembocar exhausto y torrentoso en
el Caribe, preñando de agua dulce la Bahía de Colombia en el Golfo del Darién,
esa violación profunda y azul del Atlántico que, muerto de sed de tierra, se
traga un vasto territorio de selva virgen con el insaciable lamido de sus olas.
Sentado en un balcón que da sobre el río, a
media noche, oigo su silencio. El Espíritu de Dios baja sobre las aguas, o tal
vez canta. Cuando el Espíritu de Dios duerme, sobre el río se desliza
furtivamente el silencio. Sobre este silencio, aumentado por la quietud
aterradora de la selva, como un ferrocarril de agua, susurra el remo solitario
de una piragua piloteada por un pescador negro, o por un cholo ebrio de chicha
perdido en la noche, sin saber si la corriente baja, o sube, o se estancó. Tal
es la quietud. Pero el cholo se orientará por el latido de su sangre, por la
memoria casi borrosa del lejano y milenario imperio de donde vino, aguas
oscuras, aguas al fondo de la prehistoria, hacia el origen remoto y olvidado de
sí mismo.
La vida del Chocó está formada de oscuridad
y tormentas como en el Génesis. El soplo luminoso de Dios no ha maldecido aún
el barro del que engendró el espíritu. Por eso, este terrón tenebroso de selva
es un vestigio del paraíso que sobrevive a la maldición divina, y conserva su primitiva
inocencia.
Fieros rayos acuchillan el cielo y cae la
lluvia. El aguacero puede durar días y noches o no terminar nunca. Da la
sensación de que el cielo aplastara la tierra, y uno se pregunta: “Dios mío,
¿de qué misterio vengo, será acaso del misterio de tu olvido? Y, hacia qué
región del misterio va mi ser, ¿será también hacia la nada de tu olvido
cósmico?”.
Me incliné sobre la baranda podrida que da
al río, y miré al fondo. Tal vez allá encontraría la respuesta, o tal vez no.
Nada era verdad: el río y yo éramos parte del misterio de Dios.
Página de la revista Cromos con la publicación de El Chocó, de Gonzalo Arango, julio 1965. |
La lluvia silencia el dolor de los hombres
y ahoga sus sueños. En la orilla lejana, como un fuego fantasma, titila la luz
de un pescador. O ¿será un pez estrella que salta hacia su origen divino?
Súbitamente la luz desaparece en las aguas.
Llega la mañana, mezcla de perfume de selva
y avara luz de sol. Entonces la orilla se convierte en un alegre festival sobre
el barro: piraguas de cholos que se embarcaron en la selva hace días y noches
navegando aguas abajo, bajo un torrente de lluvias o un torrente de estrellas,
y ahora atracan en la orilla pestilente con sus racimos de frutas, jaulas de
pájaros, micos salvajes, collares de finas almendras, amuletos de dioses, arcos
y flechas envenenadas, calabazas de chicha, y fuera de venta, hermosas cholas
semidesnudas que cubren sus senos con collares, y se maquillan con tinturas
vegetales. Por su parte, la negramenta aporta al mercado enormes racimos de
plátanos, plateados manojos de peces que chapotean agonizantes en las canoas.
A medida que el sol se despliega en el
cielo y brilla nítido entre las nubes, en el mercado acuático los negros
despliegan sus sonrisas blancas en un alegre alboroto de ofertas y demandas,
con un pie en las canoas y otro en el barro. Y tres razas que viven del río se
mezclan en la orilla en busca de alimento, como animales anfibios.
En el malecón alquilo una canoa y subo por
el río rumbo a la selva. Avanzo algunos kilómetros bajo un sol de candela y
atraco en “Pueblo Mugre”. Paso el día charlando con bellas nativas y soy feliz.
El sol se pone en la curva de la selva, cae la noche. Como hemos bebido dos
calabazas de chicha que compramos a los cholos, me siento un poco borracho y
sin ganas de regresar. Uno de los nativos me ofrece una estera para dormir, y
en la cocina huele a pescado. Me quedo. Asoman las primeras estrellas. Purifico
mi alma de racionalismos amargos, mis últimos gusanos de ciudad. Morirán en mí,
poco a poco, mientras yo resucito. Ya mueren, los oigo morir, pues no soportan
esta dicha. Mi cuerpo será un templo y en él preparo los altares de los nuevos
dioses. La noche será un dios. Libre de la servidumbre mental, me desnudo como
una fruta y reclamo un sitio bajo las estrellas, entre los árboles. Florezco de
amor al mundo, a los reinos eternos de la naturaleza. Soy súbdito de esos
reinos. Me tiendo sobre la tierra y la oigo germinar como un vientre. Es el
amor de Dios quien la fecunda. Soy hijo natural de ese amor. De cara al cielo
celebro mi vida como un milagro. Los últimos pájaros emigran a sus nidos en la
selva. También ellos celebran con sus cantos la gloria de Dios. Mi corazón,
como un petardo, estalla de dicha. Rezo en silencio a los dioses que ignoro.
Dios debe ser este himno de adoración que sale del corazón de todo lo viviente.
Dios, tú existes en esta selva. Te pido
perdón si en las ciudades te niego. No sé quién eres, ni qué eres. Yo soy
mortal y razonable. Pero creo en el misterio de este universo que amo sin
comprender. Oh, Dios mío, Tú eres también un misterio, pero ¡existes!
Cromos Nº 2.495. Bogotá, julio 5 de 1965, pp. 12 - 16.
Gonzalo Arango en Quibdó en uno de los embarcaderos a orillas del río Atrato. 1965. Foto: René Orozco Echeverry. |
Para la época, Johnson era la marca dominante en motores
fuera de borda; al punto que durante mucho tiempo
la gente llamó Johnson a cualquier motor fuera de borda,
sin importar su marca.
[1] Gonzalo Arango nació en Andes (Antioquia), en 1931, y murió en
Gachancipá (Cundinamarca), en 1976. Escritor, periodista y poeta, fue el
fundador del Nadaísmo. El presente texto fue tomado de la web gonzaloarango.com: https://www.gonzaloarango.com/ideas/elchoco.html
Hasta Gonzalo Arango fue embrujado por esta selva maravillosa. Cómo no creer en Dios rodeado de esta magia contagiosa que huele a lluvia, a savia...a todo lo que tus sentidos puedan imaginar
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