Candelario
Obeso
Ayer se cumplieron 171 años del nacimiento de Candelario Obeso, el primero y mayor poeta negro de Colombia, quien abrió el camino para que la voz del boga del río Magdalena, su mujer en la distancia y en el alma, sus hijos y su hogar, fueran vistos por los ojos de aquella nación infinitamente más racista que la de ahora.
En homenaje a Candelario Obeso, El Guarengue les ofrece dos textos de
análisis sobre su vida y obra: el primero es un fragmento de un artículo de la
filóloga italiana Eleonora Melani (https://www.auroraboreal.net/literatura/ensayo/484-candelario-obeso)
y el otro es un artículo del Historiador colombiano Javier Ortiz Cassiani escrito
para una revista de Bogotá (https://www.elmalpensante.com/articulo/3430/candelario_obeso).
Antes de estos, uno de los poemas más conocidos de Obeso, tomado de la Biblioteca
de Literatura Afrocolombiana, en donde se anota: “Candelario Obeso nació en Mompox (1849) y murió en Bogotá (1884). En
1877 apareció "Cantos populares de mi tierra", su obra más
representativa. En ella, Obeso valora y dignifica al boga a partir de sus referentes
culturales, y otorga una dimensión más profunda a estas gentes y a su entorno.”
Canción del
boga ausente
A
los señores Rufino Cuervo y Miguel A. Caro
Qué triste que
está la noche,
La noche qué
triste está
No hay en el Cielo
una estrella…
Remá, remá.
La negra del alma
mía,
Mientras yo brego
en la mar,
Bañado en sudor
por ella,
¿Qué hará, qué
hará?
Tal vez por su
zambo amado
Doliente
suspirará,
O tal vez ni me
recuerda…
¡Llorá, llorá!
Las hembras son
como todo
Lo de esta tierra
desgraciada;
Con arte se saca
al pez
¡Del mar, del
mar…!
Con arte se
ablanda el hierro,
Se doma la mapaná…
Constantes y
firmes las penas;
¡No hay más, no
hay más!…
… Qué oscura que
está la noche;
La noche qué
oscura está;
Así de oscura es
la ausencia
Bogá bogá…
Candelario Obeso, testigo de la
"africanidad"
de finales del siglo XIX
ELEONORA MELANI
Candelario Obeso es un poeta fundamental no
sólo para el acervo cultural de Colombia, sino también por el controvertido
título de precursor de la poesía negrista. Vivió durante los años en que se
pusieron en práctica las leyes abolicionistas. De hecho, la esclavitud se dio
por concluida en 1852, pero fue sólo la firma de un documento, ya que los
españoles siguieron por mucho tiempo perpetuando la costumbre europea. El poder
estuvo en manos de los criollos y el gobierno se concentró en Bogotá. Parecía
que las regiones de los alrededores no tenían ningún valor y que el corazón del
nuevo estado latinoamericano estaba en el centro del territorio. A medida que
uno se acercaba a la costa (atlántica y pacífica) aumentaba el número de ex
esclavos africanos que se habían ido hacia las zonas periféricas, para
reconstruir su vida lejos de los sitios donde habían sufrido la violencia
esclavista. De modo que el territorio de Colombia parecía estar dividido en
dos: el centro donde vivían los que tenían el poder (los blancos) y las afueras
donde se encontraban las etnias que no podían ascender a altos cargos. Sus
condiciones socio-económicas siguieron siendo las mismas del período del
colonialismo, aunque se había llegado a la independencia y muchos africanos participaron
en el proceso de liberación del país.
El Magdalena era la región donde vivían
muchos ex esclavos a lo largo de las riberas del gran río y tragados por las
profundas e infinitas selvas que les daban el sustento. El panorama literario
de estos años no contemplaba obras de autores negros o indios, sino sólo de
escritores de origen europeo y de cultura europea, que no tomaban en cuenta a
los indígenas o africanos, considerados inferiores.
El primer escritor colombiano que con su
literatura se salió de las filas europeístas fue precisamente Candelario Obeso.
Su obra mayor es Cantos populares de mi tierra (1877), que tiene poemas
dedicados sobre todo a escritores, intelectuales y amigos del poeta y sólo uno
para una mujer, distinguida por las letras S.G.L. Esta obra fue corregida
muchas veces antes de salir su versión definitiva y se destacó por su
ortografía fonética, que reproducía el habla del pueblo africano de Colombia,
con las palabras alteradas ortográficamente. Obeso dio importancia a la
transcripción fonética del habla costeña, tanto que se podría esbozar un vocabulario
de normas que se encuentran en la escritura de muchas palabras. De todas formas,
estos textos resultaron incomprensibles para los lectores. Los protagonistas de
las poesías son los africanos de la costa colombiana, descritos en sus
actividades cotidianas, en sus trabajos y también en el ocio; pero, lo que más
cuenta es que no falta el aspecto de dignidad de estos hombres, que el poeta
nunca descuida. El hecho de que estas poesías estén escritas en una jerga que
mezcla español con africanismos no es la certificación que Obeso era un poeta
ignorante. En efecto era un hombre muy erudito, que siempre cultivó el amor
hacia las letras y al comienzo de los años ochenta publicó libros didácticos
sobre el aprendizaje del italiano, inglés y francés. En estas tres obras adaptó
los idiomas extranjeros al español, otro elemento más que corrobora la opinión
de que Obeso era un estudioso de la lengua y literatura.
Con sus Cantos rindió homenaje a sus
orígenes, al África olvidada que nunca había sido discutida con carácter
revalorizado en territorio americano. De hecho, hasta ese momento, siempre que
se hablaba de África se citaban simples imágenes de esclavitud y barbarie. Los
africanos nunca se habían considerado seres humanos, ni se habían espiado con
un catalejo poético que deseaba contar, explicar, mostrar que también ellos
eran hombres, con sus sufrimientos, alegrías, su apego a su casa y familia.
Candelario Obeso
Y el niño descamisado con un costal al hombro
Por Javier Ortiz Cassiani
En los libros con que estudiaba la
asignatura de español y literatura durante el bachillerato, no recuerdo haber
visto la imagen del poeta negro Candelario Obeso. A decir verdad, no recuerdo
haber visto la imagen de ningún poeta negro; es más, no recuerdo haber visto la
imagen de ningún escritor negro. Quizá la ausencia del poeta de Mompox –esa
villa que se derrite desde tiempos coloniales a orillas del río Magdalena en el
Caribe colombiano– hace parte de una explicación más amplia y sencilla: simplemente,
en los años ochenta, era poco probable que los negros salieran en los textos
escolares de la nación, y cuando salían, aparecían como hombres, mujeres y
niños sin nombres propios. A menudo, las pocas viñetas de gente negra presentes
en los libros mostraban a seres desconsolados trabajando en plantaciones
ardientes bajo la vigilancia de un caporal que exhibía un látigo sanguinario;
cuadrillas de negros en taparrabos mazamorreando oro y desesperanzas en las
minas; y cuerpos sudorosos cargando pesados zurrones en puertos caribeños con
un fondo de elegantes damas blancas que se abanicaban aferradas al brazo de
respetables hombres vestidos de lino y sombrero.
La imagen de Candelario Obeso Hernández, el
mulato que como casi todos los mulatos de esa época había nacido del
“privilegio” que gozaban los hombres blancos para embarazar mujeres negras
pobres; el hombre que había publicado el libro de poemas Cantos populares de mi
tierra en 1877, con el que habría de revolucionar la manera de hacer poesía en
esta nación que paría soldados, políticos y poetas a raudales; el precursor de
la poesía negra en Colombia, no estaba en los manuales escolares.
Lo que sí estaba en el libro Lenguaje total
3, con el que cursé la materia de español y literatura de octavo grado en el
Colegio Upar de Valledupar, era un relato de los indígenas noanamaes del Chocó.
Se titulaba “Los negros que se quedaron con los pies blancos” y contaba cómo
Ewandama, el dios creador, había hecho a los hombres de color negro, pero luego
decidió blanquearlos obligándolos a bañarse en un río de leche. Los primeros
que llegaron salieron totalmente blancos, pero el agua se oscureció un poco, de
modo que los que vinieron a bañarse después, los indios, quedaron con la piel
de ese color. Por último, cuando arribaron los negros que quedaban, solo había
un hilo de agua en el río y únicamente pudieron poner las palmas de las manos y
las plantas de los pies. Al lado varias imágenes ilustraban lo que estaba
perfectamente claro. En la primera, un grupo de hombres blancos chapoteaban
felices; en la segunda, los indígenas aparecían tranquilos con su color “algo
oscurito”, y en la tercera, los últimos, apesadumbrados, con sus cuerpos
negros, se lamentaban de su suerte. El día de esa clase una masacre estudiantil
estaba anunciada. Apenas el profesor abandonó el salón, un tribuno incendiario
recorrió festivo el aula haciendo causa común para que por ningún motivo
dejaran escapar esa ocasión de obtener placer a costillas del prójimo.
Entonces, por el resto del año, los pocos niños negros del salón, debimos
aprender a sortear la burla racista de cuarenta acechantes sabuesos de barrio
entrenados en el centenario arte del mamagallismo costeño.
Bajo ese criterio educativo no era
sorprendente que ningún autor negro fuera invitado a nuestras aulas. Pero, por
otro lado, cada 12 de octubre Cristóbal Colón era convidado, con carabelas y
todo, a la conmemoración del Día de la Raza. A veces a algún profesor con
vocación de director de teatro frustrado se le ocurría que los estudiantes hicieran
una representación de la confluencia de indígenas, blancos españoles y negros
africanos en el Nuevo Mundo. Con todo el colegio concentrado, los
representantes de las razas fuimos saliendo a la cancha de baloncesto. Primero
la pareja mixta de indígenas: la niña iba descalza y llevaba una manta amplia y
larga –como las que usan las wayuu– y una cinta sujetando un par de trenzas que
la hacían parecer una nativa sacada del cómic mexicano Águila Solitaria; el
chico vestía una especie de falda corta fabricada en fique, una larga pluma en
el pelo, un carcaj de flechas terciado a la espalda y un arco en la mano
derecha. Luego salió la pareja en representación de los blancos: la chica con
un vestido de encajes, lo más cercano a lo que se usaba en las primeras comuniones
en los barrios, y el chico vestido de blanco de pies a cabeza, de modo que
parecía más un bailador de danzón de alguna isla del Caribe que un
representante de la raza española. Finalmente salimos los negros. Ninguna de
las niñas negras del salón quiso vincularse al acto, de manera que un compañero
y yo hicimos el largo tránsito desde el aula hasta donde nos esperaban
indígenas y españoles; íbamos vestidos de la misma forma que los negros
representados en nuestros libros de texto, moviéndonos pesadamente, cada uno
con su costal al hombro, en medio de un cuchicheo de burla generalizado. Yo
sentí el camino eterno y penoso. Más que la conmemoración de una fiesta cívica
escolar, aquello parecía un acto propio del catolicismo penitente.
Una vez reunidos, un miembro de cada una de
las razas debía recitar un discurso sobre los aportes de su gente a la
construcción de América y de la nación colombiana. A mí ni siquiera me tocó
pronunciar el discurso en representación de los negros, porque de acuerdo con
la jerarquía estereotipada de lo que debía ser un esclavo africano, mi
compañero era más alto, más atlético, más fuerte, es decir, más negro que yo,
así que fue a él a quien le correspondió decir las palabras: alusiones a la
fuerza física, a la capacidad de aguante, al trabajo cotidiano en las minas y
haciendas, y una que otra mención a la habilidad de los negros para percutir
tambores, cantar y bailar. No había ninguna evocación de nada que no fuera
corporal. La resistencia, la construcción de referentes de identidad social y
política, la participación en las manifestaciones culturales de la nación más
allá del mapalé (¡upa, upa, upa je!), no existían.
Tumba de Candelario Obeso, en Mompox. Foto tomada de: https://www.diariodeleon.es/articulo/filandon/colombiano-candelario-obeso-precursor-poesia-negra/201203110400011239103.html |
Obeso había nacido en Mompox –uno de los
puertos sobre el río Magdalena, al norte de la nación, con mayor actividad
comercial en la región durante los tiempos coloniales– un 12 de enero de 1849.
A pesar de su condición de hijo natural del abogado blanco Eugenio María Obeso
y de la lavandera negra María de la Cruz Hernández, pudo ingresar al sistema
escolar de la villa portuaria. Hizo sus primeros estudios en el Colegio
Pinillos y posteriormente su formación fue encargada al profesor Pedro Salcedo
del Villar, de quien se cree recibió lecciones de gramática, aritmética y
geografía, y con quien tuvo los primeros acercamientos a la lengua francesa.
Para los tiempos en que Obeso vivía su
infancia y adolescencia en el viejo puerto colonial, Mompox atesoraba el
prestigio de haber construido una tradición de apropiación y difusión de
doctrinas libertarias. La ciudad era un puerto estratégico donde llegaban el
comercio y las ideas. Allí, el 29 de agosto de 1809, se había fundado el
Colegio Universidad de San Pedro Apóstol –posteriormente Colegio Pinillos–, una
de las primeras instituciones de formación en consignar en los títulos de su
constitución la admisión de estudiantes sin importar su condición social y
racial: “Se han de admitir ricos y pobres, blancos, mulatos, menestrales y
aprendices de todos los oficios y hasta los muchachos descalzos”, decían los
estatutos. Mompox también había tenido el privilegio de ser una de las ciudades
del Virreinato de la Nueva Granada pioneras en declarar su independencia
política con respecto a España a comienzos del siglo XIX. Y al compás del
frenesí del contrabando y de su lucrativo comercio se había formado una élite
política, cuyos miembros participaron, incluso, en los movimientos
revolucionarios de otros territorios del desaparecido virreinato.
Pero
sin duda lo que otorgaba mayor identidad a la villa de viejos y blancos
caserones coloniales era el oficio de la boga. Desde tiempos virreinales, por
su estratégica posición comercial, Mompox había sido el sitio de concentración
de una importante cantidad de negros, zambos y mulatos, sobre los que
descansaba la movilización de gentes y mercancías por el río Magdalena. En
estas embarcaciones, con sus largas pértigas para impulsarse, los bogas hacían
el ascenso y descenso por la vía de comunicación más cierta que tenía el
fragmentado territorio neogranadino. En 1801, Alexander von Humboldt los
definió como remeros “que chorrean sudor diariamente durante trece horas”, pero
que lo que menos inspiraban era lástima, porque eran seres “libres, insolentes,
indómitos y alegres”.
En 1866, a la edad de 17 años, Obeso tomó
uno de esos champanes maniobrados por los bogas, remontó el río Magdalena, y
subió a lomo de mula a Bogotá, con el firme propósito de dejarse cubrir por la
niebla literaria formada en la capital. Que había sido un observador atento del
complejo cultural negro que se movía al ritmo de las aguas del río lo demostró
la aparición en 1877 de Cantos populares de mi tierra, su obra más destacada.
El poemario era una apuesta literaria inédita por desentrañar el universo
social de los bogas y los habitantes negros pobres de las riberas del río
Magdalena. Y no es que esos personajes nunca hubieran sido tema de la
literatura nacional, pues destacados escritores –Rufino José Cuervo, Manuel
María Madiedo, Jorge Isaacs y José María Vergara y Vergara– habían consignado
en sus obras referencias a ellos; pero la diferencia sustancial entre Obeso y
el resto de autores de la época era la manera como se representaba a este grupo
poblacional. Mientras que para los literatos inscritos en el proyecto de
construcción nacional los bogas y negros pobres necesitaban de la mano del yo
civilizador blanco para poder incorporarse a la nación, Candelario Obeso
–usando su mismo lenguaje– comprendió y destacó la dimensión social y cultural
de estos sujetos en sus propios espacios. Seres capaces de defender y
justificar con argumentos sus formas de vida, de desarrollar visiones del
mundo, y de articular discursos de reivindicación política:
Canto rel
montará
Eta vira solitaria
Que aquí llevo,
Con mi jembra i con mi s’hijo
I mi perros
No la cambio poc la vira
Re lo pueblos…
Serenata
Ricen que hai guerra
Con lo cachacos,
I a mi me chocan
Los zampa-palo…
Cuando los goros
Sí fuí sordao
Pocque efendía
Mi humirde rancho…
Si acguno quiere
Trepácse en arto,
Buque ejcalera
Por otro lao…
Ya pasó er tiempo
Re loj eclavos;
Somo hoy tan libre
Como lo branco…
Con Cantos populares de mi tierra, Obeso
trataba de cumplir con un doble propósito: inscribir su nombre en el parnaso de
escritores que dominaba el panorama intelectual de la nación –algunos de ellos
preocupados por las formas dialectales del habla popular– y, de paso, valorar
el mundo de los bogas y negros que habitaban las tierras bajas del Caribe
colombiano, un mundo que para nada le era ajeno. La búsqueda del reconocimiento
literario no sería tarea fácil en una sociedad en la que hacía algunos años se
había abolido la esclavitud, pero en la que difícilmente las leyes podían
colonizar el universo de los prejuicios raciales con siglos de perfeccionamiento.
Su vida en Bogotá transcurrió entre angustias económicas, frecuentes visitas al
bar La Botella de Oro, ocasionales padrinazgos económicos de reconocidos
políticos, bohemia cómplice y solidaria y frecuentes arrebatos amorosos no
correspondidos.
Bogas del Magdalena, siglo XIX. https://twitter.com/Banrepcultural/status/1216368505915936768/photo/1 |
Algo de ese tono perturbador –aunque con
menos referencias al tema racial– se encuentra en Lucha de la vida, de 1880, un
poema extenso que imita el estilo del Fausto de Goethe. Gabriel, álter ego de
Obeso, se mueve entre la necesidad de perfeccionar sus habilidades literarias y
los amores, la vida de prostíbulos, las cantinas, mientras el fantasma del
suicidio permanece agazapado. En este trabajo se puede leer entre líneas varios
aspectos de la vida cotidiana de Bogotá en la segunda mitad del siglo XIX. La
estrecha relación entre el poder político y la literatura, las diferencias de
partidos políticos, el lenguaje callejero, los borrachos, los menesterosos
cundidos de niguas, los asaltantes, las prostitutas, las chicherías, los
usureros que se lucran de la sociedad viciosa y los amantes nocturnos que
saltan tapias para entrar en las alcobas de esposas cuyos maridos se
emborrachan en las cantinas. A medida que la vida de Gabriel se va perdiendo,
la nación también se hunde con él. La pólvora que estalla en las continuas
guerras civiles termina convertida en una suerte de fuegos artificiales con los
que parece celebrarse el derrumbe de la patria, mientras que algunos, en el
desespero, evocan con nostalgia las glorias de Simón Bolívar.
Más allá de lo que podemos saber de él por
su obra y por dos o tres notas que algunos amigos escribieron al momento de su
muerte, es poco lo que conocemos de la vida de Candelario Obeso. Lo que hemos
heredado es una cadena de anécdotas que profundizan sobre su condición de
enamorado insensato, timador elegante, libador puntual, y sobre su carácter
pendenciero. No sabemos absolutamente nada sobre su labor en Tours (Francia)
cuando fue nombrado cónsul en 1881, pero en cambio sabemos con detalles que, en
el primer intento de llegar a Europa desde Bogotá, no pasó de Honda porque se
fue de parranda con los dos meses de sueldo que le habían adelantado para el
viaje, y que una vez en Francia, sin un peso en el bolsillo, asistió a una
fiesta y se hizo pasar por un mercader de diamantes brasilero para ligar con
alguna dama parisina. Que la historia jocosa se haya impuesto sobre la
importancia de su obra y del análisis sistemático de su vida dice mucho de la
forma en que fue mirado en su tiempo. Era un escritor, pero antes que eso era
un hombre negro, un cuerpo negro, y como tal era valorado. Es una rareza que
los textos sobre los escritores blancos, contemporáneos del momposino, se
detengan en descripciones físicas de los protagonistas, mientras que en los
pocos que existen sobre Obeso, los detalles relacionados con los rasgos físicos
son supremamente importantes. Juan de Dios Uribe, amigo de verso y botella
–quien escribió la nota necrológica en la que se basan la mayoría de los
acercamientos biográficos posteriores a Obeso–, lo describió como un hombre
“alto y nervudo... los labios gruesos; nariz chata, sin ser aplastada; los ojos
pequeños y pardos... Sobre la cabeza el cabello como morrión, alto, abundante,
en anillos apretados; una lujosa cabellera de mulato”. Y todavía en 1963, el
crítico literario Javier Arango Ferrer lo definía como “un poeta ardiente, con
su nombre de candela”, poseedor de “un alma fina que no rima con su apellido”.
Estos intentos de aproximación a su vida
también nos legaron una serie de episodios en los que el cuerpo negro de Obeso
y su capacidad física son el tema central. Las narraciones hablan, por ejemplo,
del día en que prometió darle con las suelas de sus botas a Lino Ruiz en el
atrio de la Catedral de Bogotá porque se atrevió a escribir unos panfletos
difamatorios contra Manuel Murillo Toro, su amigo y benefactor; de la ocasión
en que le presentaron a un norteamericano y le dio un apretón de manos tan
fuerte, que lo dejó sin aliento; de la tarde en que se enfrentó a varios
soldados, los desarmó a todos, y se apareció en el bar La Botella de Oro
blandiendo los sables como trofeos.
Quizá el verdadero problema estaba en las
angustias mentales que debía generarle poseer un cuerpo negro en una sociedad
racista. En varias de sus obras se advertían los presagios suicidas. Lo había
intentado una mañana de 1881, pero falló y el disparo impactó contra el techo
de una casa en la calle primera de Florián en Bogotá. Allí lo encontró Juan de
Dios Uribe, de pie, entre una nube de polvo, con el rostro ensangrentado, el
cabello chamuscado y un rifle en la mano. “Soy muy estúpido, debí apuntarme a
la cabeza y no al pecho, otro día será”, le dijo a su amigo. Tres años después
no sería consecuente con su propia pedagogía suicida. Con una pistola Remington
se disparó al abdomen, no a la cabeza, y después de tres días de agonía murió
el 3 de julio de 1884. Apenas tenía 35 años. Casi un siglo después el país
seguía sin conocer su obra, pero recitaba las anécdotas y disertaba sobre si en
realidad su muerte había sido un suicidio o la pistola se había disparado por
accidente.
Cada vez que me acerco a estos detalles
sobre la vida del poeta, en los que priman las referencias a lo corporal y los
relatos ligados a su origen étnico, es inevitable recordar las veces en que he
sido o me han hecho consciente de que soy un cuerpo negro. Me había dado cuenta
de eso antes de que un profesor me hiciera aparecer semidesnudo una mañana de
octubre de 1987 frente a todo el colegio representando a un esclavo de los
tiempos virreinales. Pero la mayor certeza la tendría muchos años después, en
la ciudad de Bogotá una tarde de septiembre del año 2007. Para entonces,
trataba de hacerle los últimos ajustes a la tesis de la maestría en historia
que había cursado en la Universidad de los Andes gracias a una beca, y salía de
la Biblioteca Nacional de Colombia después de una larga jornada de diez horas
seguidas de trabajo. Bajé distraído, lento, uno a uno, los 21 escalones de la
entrada principal de la biblioteca que da a la calle 24, y una vez allí giré hacia
la derecha buscando la carrera séptima. No había caminado media cuadra cuando
fui detenido por un agente de policía que me pidió identificación, hurgó hasta
el último rincón del morral donde cargaba un par de libros y una libreta de
notas, y no convencido con su exagerada requisa, tomó mis manos, las revisó
detalladamente, y tuvo el descaro de llevarlas hasta su nariz y olfatearlas
como un perro entrenado para buscar droga desesperadamente. No reaccioné, no
dije nada, quizá mi cabeza todavía estaba en el mundo de los negros y mulatos
de la Cartagena del siglo XIX –tema de mi tesis–, y recuerdo perfectamente esa
sensación sedante, física y mental, de orfandad y cansancio triste. El escritor
y fotógrafo neoyorquino de ascendencia nigeriana Teju Cole ha dicho en un
artículo de reciente publicación que “el cuerpo negro es sujeto de prejuicio”,
y que “ser negro es soportar la peor parte de la aplicación selectiva de la ley
y habitar una inestabilidad psíquica en la que no hay ninguna garantía de
seguridad personal”. Ese día en que salía absorto de la biblioteca –al igual
que Candelario Obeso en su tiempo–, “antes que ser un muchacho caminando calle
abajo”, que preparaba su tesis de maestría en historia, yo era un cuerpo negro
y, como tal, sujeto de prejuicio y sospecha.
Un año después de aquel incidente, cuando
ya me había graduado de la maestría, hice una investigación sobre Candelario
Obeso que sirvió de base para el prólogo de la reedición de los libros Cantos
populares de mi tierra y Secundino el zapatero de la Biblioteca de Literatura
Afrocolombiana editada por el Ministerio de Cultura en 2009. Ese año había sido
declarado por el Ministerio como el Año de Candelario Obeso y Jorge Artel –los
dos poetas negros más importantes en la historia de Colombia–, y la
investigación también sustentó el guion y la curaduría de la exposición
“Candelario Obeso: bogando en un río de letras”, en la Biblioteca Luis Ángel
Arango del Banco de la República. Es cierto que una vez editados los textos
perdemos el control sobre ellos, y es sumamente difícil medir el impacto que
causan en quienes acceden a la publicación. Si algo tenía claro, era que quería
mostrar la dimensión estética y política de Candelario Obeso, más allá del
anecdotario pueril y jocoso que seguía perpetuando el estereotipo e impedía
tomar en serio los aportes de un negro en la construcción intelectual de la
nación. A veces, cuando trabajaba en la biblioteca, pensaba en que me daría por
bien servido si era capaz de mostrar una imagen de él lo suficientemente argumentada
como para que la única opción de un escolar negro de provincia no fuera tener
que mostrarse en el patio de su colegio, descamisado, semidesnudo, llevando
sobre sus hombros el pesado fardo de los prejuicios raciales.
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