lunes, 11 de noviembre de 2019


Andagoya 
Andagoya, noviembre 2019. Foto: Julio César U. H.
En Andagoya, parece que el tiempo se hubiera detenido, en las palabras de la señora Fulvia, que lo rememora todo como si hoy fuera ayer y en su rostro que parece veinte años menor que ella; y en esas casas desvencijadas, descoloridas y mayestáticas del barrio Las Palmeras, en donde ayer vivieron y trabajaron los gringos y su gente.

La señora Fulvia, además de memoriosa, es una narradora natural como el platino de su tierra y fluida como el río que veloz atraviesa el pueblo. Lo puede entretener a uno durante horas, con sus historias de minera artesanal, de las de batea y almocafre; de partera sabia y eficaz; de curandera del mal de ojo en los niños; de sobandera y yerbatera de bebedizos y sobijos para males varios, incluyendo los de amor; de cantadora insigne de alabaos en las noches eternas de velorio; de cocinera experta de comidas de la tradición gastronómica negra del pueblo y de la región.

La señora Loira Cristina también canta. Y escribe poesías, románticas algunas, la mayoría costumbristas, en las que recoge instantes de la historia local, remembranzas de ayer y sueños de paz y bienestar. Tiene un compendio de ellas impreso y encuadernado, trajinado por los viajes, pues –aunque se las sabe todas de memoria- carga con su cuadernillo a donde sea que la inviten a declamar. Cocina también, con una sazón inolvidable, de esas que convierten hasta el menor ingrediente en un manjar mayor de la cocina tradicional.

El esposo de la señora Fulvia es un jubilado que en su época fue motorista de la Gerencia de la Compañía y que prefiere que sea su esposa quien hable, así haya sido él quien allá trabajó.

El señor Quiñónez es un barbacoano expresivo y simpático que se quedó viviendo aquí desde que los gringos lo sacaron de los confines de su tierra negra nariñense y lo trajeron hasta estas lejanías, para que siguiera trabajando como electricista hasta completar su tiempo de jubilación.

El profesor Héctor habla con frases escuetas, lacónicas, de no más de veinte palabras cada una. No se precipita para hablar, así conozca muy bien el asunto del que le están preguntando. Lo asiste la calma, no lo mueve el afán.

Ellas y ellos piensan que en Andagoya todo era mejor cuando existía la Compañía; pero, la de los gringos, pues creen que entonces todo funcionaba bien, los salarios se pagaban completos y a tiempo, el hospital era tan bueno que de todo el Chocó venía gente a que allí le hicieran cirugías, y los hijos de los trabajadores se beneficiaban con la oportunidad de irse a estudiar bachillerato y carreras profesionales a Quibdó y otras ciudades de Colombia.

Ellas y ellos creen, incluso, que la Compañía, ya nacionalizada y puesta en manos del protervo expresidente que ahora gobierna desde el Senado, aún funcionaba, así estuviera camino hacia su liquidación. Y que dejó de funcionar cuando cayó en las manos de un político chocoano de apellido Lozano, que –según cuentan- se llevaba el oro en recipientes plásticos de un galón; un recipiente en el cual, hechas las cuentas de densidad, peso y capacidad, caben setenta y tres kilogramos de oro. Sí, 73.

Ellas y ellos parecieran no saber de males. Porque son tan buenos seres humanos, tan elementales como el oro o el platino, que en su conciencia solamente cabe el bien; o porque su bondad connatural tiene un alto contenido de ingenuidad. La señora Fulvia, suave y enérgica a la vez; la señora Loira Cristina, afable y toda bonita ella; el modesto esposo que prefiere no hablar; el barbacoano Quiñónez Landázuri, simpatía pura y con las mujeres sutil coquetería; y el apacible profesor Héctor, no incluyen en sus historias las expresiones y palabras saqueo, más de cincuenta años, ignominia, apartheid, sumisión, sujeción, explotación, tragedia, ambiental, contaminación, enclave, imperialismo, daño, irreversible.

El río Condoto pasa por la mitad del pueblo, tan raudo que lo hace pensar a uno que el Atrato, que ha sido descrito como un gran lago andante, no es lento, sino léntico. El río Condoto pasa tan raudo y tan veloz, tan precipitado y tan de afán, como si quisiera dejar atrás todo lo que ha vivido, como si quisiera marcharse para siempre. O como si quisiera llevar las noticias de su historia a todos los lugares del mundo adonde sus aguas terminarán llegando.

De todos modos, y aunque hace seis meses se inauguró una Panadería bautizada Makerule, en Andagoya el tiempo, realmente, pareciera haberse detenido.


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Desde La Orilla

La Orilla es todo esto que somos nosotros aquí, en Quibdó, en el Chocó. En La Orilla se va la luz. En La Orilla no se reciben más que desatenciones, oropeles, abandonos y olvidos de parte de un país que no pasa de ser una bandera tricolor. En la Orilla la muerte triunfa frecuentemente sobre la vida. En La Orilla los señores de la guerra son -además de señores- dueños. Pero, en La Orilla también se siente el orgullo de ser negro y se le reclama identidad a quien no la exhibe con orgullo. En La Orilla se juega sabroso, en la pampa y en la calle, al Mirón, mirón, mirón, a la Lleva y al Congelado, haya o no haya luz, y se grita con estruendosa alegría cuando llega la luz que se había ido, o la energía, como dicen ahora. Y también en La Orilla se protesta y se le hace saber a Colombia que “¡el pueblo no se rinde, carajo!”. Y en La Orilla los muchachos y las muchachas se enamoran y se regalan flores y sonrisas para celebrar y afirmar su amor.

En el transcurso de una hora, a través de una puesta en escena sobre fondo negro, música incidental de autor local y arreglos musicales de inspiración transatlántica y urbana, una veintena de muchachas y muchachos actúan, danzan, representan, cuentan, cantan, exclaman, declaman, proclaman –usando varios planos narrativos y moviéndose sobre planos físicos del escenario claramente delineados- todo lo necesario para que el espectador quede atrapado por la narración, embelesado por el ritmo y las cadencias, imbuido en el espíritu de la historia. Logran así que el espectador siga paso a paso el recorrido que este grupo de la Corporación Jóvenes Creadores del Chocó hace por varios hitos y referentes históricos y culturales del Chocó y de Quibdó, territorialmente unificados en la obra y bautizados como La Orilla, en clara alusión al lugar físico, vital y simbólico en el que transcurren la vida y la muerte de cualquier quibdoseño o chocoano.

La introducción y la despedida -que hace una vocera y directiva de la Corporación- podrían trabajarse y prepararse mejor, orientándolas hacia el núcleo de sentido de la obra, casi convirtiéndolas en un parlamento adicional que amplifique los alcances de lo visto en el escenario; en lugar de incurrir en lugares comunes sobre las dificultades y tropiezos, económicos ya se sabe y de otros órdenes, que viven este tipo de iniciativas culturales en nuestra región. No queda nada bien que en la despedida o cierre, cuando ya actores y actoras han concluido su trabajo y expectantes asisten a la expresión de reacciones por parte del público, su vocera incurra en el desliz –obviamente nada intencional- de pedir públicamente apoyo para presentarse en un escenario mejor que este, con mejores luces y más público, para obtener mayor trascendencia; en vez de empezar agradeciendo la posibilidad del escenario y de los asistentes de esa noche y –como sí lo hizo- agradecer la asistencia a quienes eligieron venir a ver Desde la Orilla, en el casi lleno auditorio de la Universidad Claretiana de Quibdó, en vez de irse al cierre de un festival llamado Detonante, en el Malecón, en esta noche del viernes 8 de noviembre de 2019.

Así mismo, el equipo de libretos de la obra, podría pulir un poco más los parlamentos y declaraciones del principio, excesivamente e innecesariamente panfletarios; recurriendo de modo más creativo a metáforas, hipérboles y símiles relacionados con el río, con la orilla. No todas las veces el lenguaje llano de la queja convencional es el más expedito para la denuncia teatral.

Por lo demás, con ligeras fallas en la planimetría de los movimientos y ubicaciones en el escenario, en el tono de algunos actores para la expresión verbal y en una que otra incoherencia dramática de uno u otro actor que no logra transmitir del todo lo que actúa y lo que dice; Desde la Orilla es una rica obra, que mezcla adecuadamente el teatro y la actuación con la danza, con el canto y hasta con la acrobacia, con un trasfondo histórico claro y creativo, tan visible como el negro del telón de fondo, el manejo de luces, los claroscuros, las pausas (en las que por euforia el público aplaudía, rompiendo así la continuidad), las transiciones y las intersecciones de planos narrativos.

No queda más que aplaudir y felicitar a este grupo de la Corporación Jóvenes Creadores del Chocó por su maravilloso trabajo, por permitirnos a los espectadores acceder a toda su creatividad y calidad; y animarlos, si necesario fuera, a no dejarse enredar en las tramas de la imposibilidad. Si ya fueron capaces de todo esto, lo serán de mucho más.

2 comentarios:

  1. Muy bien traído estos temas, Julio César, felicitaciones!
    En lo de Andagoya, los recuerdos, las vivencias, su auge y decadencia, aún aflora en cada uno de sus hijos.

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  2. Gracias. Andagoya sigue siendo parte de una memoria por reconstruir.

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