Andagoya
En Andagoya, parece que el tiempo se
hubiera detenido, en las palabras de la señora Fulvia, que lo rememora todo
como si hoy fuera ayer y en su rostro que parece veinte años menor que ella; y
en esas casas desvencijadas, descoloridas y mayestáticas del barrio Las
Palmeras, en donde ayer vivieron y trabajaron los gringos y su gente.
La señora Fulvia, además de memoriosa, es
una narradora natural como el platino de su tierra y fluida como el río que veloz
atraviesa el pueblo. Lo puede entretener a uno durante horas, con sus historias
de minera artesanal, de las de batea y almocafre; de partera sabia y eficaz; de
curandera del mal de ojo en los niños; de sobandera y yerbatera de bebedizos y
sobijos para males varios, incluyendo los de amor; de cantadora insigne de
alabaos en las noches eternas de velorio; de cocinera experta de comidas de la
tradición gastronómica negra del pueblo y de la región.
La señora Loira Cristina también canta. Y escribe
poesías, románticas algunas, la mayoría costumbristas, en las que recoge
instantes de la historia local, remembranzas de ayer y sueños de paz y
bienestar. Tiene un compendio de ellas impreso y encuadernado, trajinado por
los viajes, pues –aunque se las sabe todas de memoria- carga con su cuadernillo
a donde sea que la inviten a declamar. Cocina también, con una sazón
inolvidable, de esas que convierten hasta el menor ingrediente en un manjar
mayor de la cocina tradicional.
El esposo de la señora Fulvia es un jubilado
que en su época fue motorista de la Gerencia de la Compañía y que prefiere que
sea su esposa quien hable, así haya sido él quien allá trabajó.
El señor Quiñónez es un barbacoano expresivo
y simpático que se quedó viviendo aquí desde que los gringos lo sacaron de los
confines de su tierra negra nariñense y lo trajeron hasta estas lejanías, para
que siguiera trabajando como electricista hasta completar su tiempo de
jubilación.
El profesor Héctor habla con frases
escuetas, lacónicas, de no más de veinte palabras cada una. No se precipita
para hablar, así conozca muy bien el asunto del que le están preguntando. Lo
asiste la calma, no lo mueve el afán.
Ellas y ellos piensan que en Andagoya todo
era mejor cuando existía la Compañía; pero, la de los gringos, pues creen que
entonces todo funcionaba bien, los salarios se pagaban completos y a tiempo, el
hospital era tan bueno que de todo el Chocó venía gente a que allí le hicieran
cirugías, y los hijos de los trabajadores se beneficiaban con la oportunidad de
irse a estudiar bachillerato y carreras profesionales a Quibdó y otras ciudades
de Colombia.
Ellas y ellos creen, incluso, que la
Compañía, ya nacionalizada y puesta en manos del protervo expresidente que
ahora gobierna desde el Senado, aún funcionaba, así estuviera camino hacia su
liquidación. Y que dejó de funcionar cuando cayó en las manos de un político
chocoano de apellido Lozano, que –según cuentan- se llevaba el oro en
recipientes plásticos de un galón; un recipiente en el cual, hechas las cuentas
de densidad, peso y capacidad, caben setenta y tres kilogramos de oro. Sí, 73.
Ellas y ellos parecieran no saber de males.
Porque son tan buenos seres humanos, tan elementales como el oro o el platino,
que en su conciencia solamente cabe el bien; o porque su bondad connatural
tiene un alto contenido de ingenuidad. La señora Fulvia, suave y enérgica a la
vez; la señora Loira Cristina, afable y toda bonita ella; el modesto esposo que prefiere
no hablar; el barbacoano Quiñónez Landázuri, simpatía pura y con las mujeres
sutil coquetería; y el apacible profesor Héctor, no incluyen en sus historias
las expresiones y palabras saqueo, más de cincuenta años, ignominia, apartheid,
sumisión, sujeción, explotación, tragedia, ambiental, contaminación, enclave, imperialismo,
daño, irreversible.
El río Condoto pasa por la mitad del
pueblo, tan raudo que lo hace pensar a uno que el Atrato, que ha sido descrito
como un gran lago andante, no es lento, sino léntico. El río Condoto pasa tan
raudo y tan veloz, tan precipitado y tan de afán, como si quisiera dejar atrás
todo lo que ha vivido, como si quisiera marcharse para siempre. O como si
quisiera llevar las noticias de su historia a todos los lugares del mundo
adonde sus aguas terminarán llegando.
De todos modos, y aunque hace seis meses se
inauguró una Panadería bautizada Makerule, en Andagoya el tiempo, realmente,
pareciera haberse detenido.
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Desde La Orilla
La Orilla es todo esto que somos nosotros
aquí, en Quibdó, en el Chocó. En La Orilla se va la luz. En La Orilla no se reciben
más que desatenciones, oropeles, abandonos y olvidos de parte de un país que no
pasa de ser una bandera tricolor. En la Orilla la muerte triunfa frecuentemente
sobre la vida. En La Orilla los señores de la guerra son -además de señores-
dueños. Pero, en La Orilla también se siente el orgullo de ser negro y se le
reclama identidad a quien no la exhibe con orgullo. En La Orilla se juega
sabroso, en la pampa y en la calle, al Mirón, mirón, mirón, a la Lleva y al
Congelado, haya o no haya luz, y se grita con estruendosa alegría cuando llega
la luz que se había ido, o la energía, como dicen ahora. Y también en La Orilla
se protesta y se le hace saber a Colombia que “¡el pueblo no se rinde,
carajo!”. Y en La Orilla los muchachos y las muchachas se enamoran y se regalan
flores y sonrisas para celebrar y afirmar su amor.
En el transcurso de una hora, a través de
una puesta en escena sobre fondo negro, música incidental de autor local y
arreglos musicales de inspiración transatlántica y urbana, una veintena de
muchachas y muchachos actúan, danzan, representan, cuentan, cantan, exclaman,
declaman, proclaman –usando varios planos narrativos y moviéndose sobre planos
físicos del escenario claramente delineados- todo lo necesario para que el
espectador quede atrapado por la narración, embelesado por el ritmo y las
cadencias, imbuido en el espíritu de la historia. Logran así que el espectador
siga paso a paso el recorrido que este grupo de la Corporación Jóvenes
Creadores del Chocó hace por varios hitos y referentes históricos y culturales
del Chocó y de Quibdó, territorialmente unificados en la obra y bautizados como
La Orilla, en clara alusión al lugar físico, vital y simbólico en el que
transcurren la vida y la muerte de cualquier quibdoseño o chocoano.
La introducción y la despedida -que hace
una vocera y directiva de la Corporación- podrían trabajarse y prepararse
mejor, orientándolas hacia el núcleo de sentido de la obra, casi
convirtiéndolas en un parlamento adicional que amplifique los alcances de lo
visto en el escenario; en lugar de incurrir en lugares comunes sobre las
dificultades y tropiezos, económicos ya se sabe y de otros órdenes, que viven
este tipo de iniciativas culturales en nuestra región. No queda nada bien que
en la despedida o cierre, cuando ya actores y actoras han concluido su trabajo
y expectantes asisten a la expresión de reacciones por parte del público, su
vocera incurra en el desliz –obviamente nada intencional- de pedir públicamente
apoyo para presentarse en un escenario mejor que este, con mejores luces y más
público, para obtener mayor trascendencia; en vez de empezar agradeciendo la
posibilidad del escenario y de los asistentes de esa noche y –como sí lo hizo-
agradecer la asistencia a quienes eligieron venir a ver Desde la Orilla, en el
casi lleno auditorio de la Universidad Claretiana de Quibdó, en vez de irse al
cierre de un festival llamado Detonante, en el Malecón, en esta noche del
viernes 8 de noviembre de 2019.
Así mismo, el equipo de libretos de la
obra, podría pulir un poco más los parlamentos y declaraciones del principio,
excesivamente e innecesariamente panfletarios; recurriendo de modo más creativo
a metáforas, hipérboles y símiles relacionados con el río, con la orilla. No
todas las veces el lenguaje llano de la queja convencional es el más expedito
para la denuncia teatral.
Por lo demás, con ligeras fallas en la
planimetría de los movimientos y ubicaciones en el escenario, en el tono de algunos
actores para la expresión verbal y en una que otra incoherencia dramática de
uno u otro actor que no logra transmitir del todo lo que actúa y lo que dice;
Desde la Orilla es una rica obra, que mezcla adecuadamente el teatro y la
actuación con la danza, con el canto y hasta con la acrobacia, con un trasfondo
histórico claro y creativo, tan visible como el negro del telón de fondo, el
manejo de luces, los claroscuros, las pausas (en las que por euforia el público
aplaudía, rompiendo así la continuidad), las transiciones y las intersecciones
de planos narrativos.
No queda más que aplaudir y felicitar a
este grupo de la Corporación Jóvenes Creadores del Chocó por su maravilloso
trabajo, por permitirnos a los espectadores acceder a toda su creatividad y
calidad; y animarlos, si necesario fuera, a no dejarse enredar en las tramas de
la imposibilidad. Si ya fueron capaces de todo esto, lo serán de mucho
más.
Muy bien traído estos temas, Julio César, felicitaciones!
ResponderBorrarEn lo de Andagoya, los recuerdos, las vivencias, su auge y decadencia, aún aflora en cada uno de sus hijos.
Gracias. Andagoya sigue siendo parte de una memoria por reconstruir.
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