lunes, 18 de marzo de 2019


Recordaciones
para Dairon


I
Había pasado mucho tiempo, quizás más de un año, cuando por fin se lo pregunté. Su cara, oyendo la pregunta, jamás la olvidaré. Ella aún no había llegado a los 30 años; pero, presumía de experimentada en todos los aspectos. Decía haber militado en movimientos eclesiales de base, haber trabajado con sindicalistas y hasta haber sido novia de uno de ellos, de los importantes. Se autoproclamaba abierta y liberal, progresista y libertaria, ambientalista y hasta revolucionaria.

Sus mejillas siempre se enrojecían como un tomate chonto o un marañón maduro, en un segundo, cuando ella se reía -con sus carcajadas veloces y sucesivas como ráfagas, siempre estruendosas y a veces fastidiosas-; cuando algo la molestaba, cuando se emocionaba o cuando mentía. Esta vez no fue la excepción; aunque por un momento pensé que de sus mejillas ardientes iba a brotar un humo intenso, como el del hielo seco. Por eso y porque la conocía, vi que era absolutamente necesario el preámbulo de cajón: le voy a preguntar algo; pero, no se vaya a molestar.

Le pregunté que por qué, siempre que yo no estaba en mi oficina y venían a buscarme indígenas o negros, ella, infaltablemente, cuando me lo informaba después, tenía que decírmelo utilizando expresiones como: lo estuvieron buscando unos indiecitos; te buscaron unos negritos; te estuvo buscando una negra, hasta muy bonita, por cierto; lo preguntó un negro, me imagino que del Chocó; vino a buscarte una morenita, no tan negrita, aunque sí tenía el pelo churco… y así sucesivamente; pero, cuando venían a buscarme gentes no negras ni indígenas, ella nunca me informaba que me habían estado buscando o habían preguntado por mí unos blancos o unos blanquitos, unas blanquitas o unas blancas, unos amarillentos o rojos o rosados, de tal o cual aspecto, con el pelo así o asá y que parecían de por allí o de acullá.

Era mi asistente de oficina. Le encantaban los bebés. Cuando veía uno o una, se enternecía y se exaltaba de alegría. Si era negro o negra, le entraba cierto arrebato adicional e invariablemente exclamaba que tan lindo el negrito, que qué negrita tan linda, que ese pelito y que esa naricita. Cuando no eran negros ni negras, también enternecida y exaltada, pero, sin el arrebato adicional, exclamaba que muy bonito el bebé, que qué belleza esa bebé, que el bebé esto, que la bebé lo otro, y hasta por su nombre preguntaba. Etcétera.

Años después, se casó y tuvo dos bebés, blanquitas ambas. Como ella, claro.

II
El hombre, unos quince años mayor que yo, tenía perfectamente acoplados el acento y la dicción con los aires del Valle de Upar. Es más, parecía sacado de un vallenato de Escalona.

Nos conocimos fugazmente en una reunión de trabajo, en un pueblo templado de la sabana cundinamarquesa; en uno de esos sitios acogedores y sencillos en los que las oenegés bogotanas solían hacer sus talleres y asambleas, antes de que una avalancha de auditorios y salones de hoteles –todo incluido- convirtieran en un rentable negocio y en un monopolio la administración logística de las reuniones de trabajo en Bogotá.

Pertenecía a la Junta Directiva de la oenegé convocante de la reunión y por eso especialmente nos presentaron.

- ¿Y tú de dónde eres? Porque no hablas como cachaco.
Yo de Quibdó, ¿y usted?
- Del Valle. (Sonrisa socarrona). De Valledupar, pues.
Ah, ya.
Oye, ven acá: y si tú eres del Chocó, ¿por qué no eres negro o indígena?
- 
- ¿Usted sabe tocar acordeón?
- No, hombe.
- Y entonces ¡¿cómo así que es de Valledupar?!


Aparte del saludo, no cruzamos más palabras durante los tres días siguientes de la reunión.

III
¡De salida pa’l Chocó! ¡De salida pa’l Chocó! ¡De salida pa’l Chocó! Vociferaba en un costado de la plaza del pueblo el ayudante de un carro particular cuyo dueño había decidido ganarse unos pesos cubriendo el vacío de transporte comercial público hacia Quibdó, que existía en ese entonces; el cual se agravaba cuando llegaban los días finales de noviembre y los primeros de diciembre, trayendo consigo las vacaciones del año escolar, pues una parte de los maestros de escuelas y colegios de El Carmen de Atrato éramos de Quibdó, vivíamos en Quibdó y en esa época casi todos viajábamos hacia Quibdó.

Estaba por empezar la década de los años 80 del siglo XX, cuando esto ocurrió. Ya a mí, una vez, después de que un colega y amigo de Quibdó me la presentó, una señora del pueblo me había preguntado si yo también, como mi amigo, había venido del Chocó.




3 comentarios:

  1. Saludos, hermano Julio. Por un hermano (Amín García, le dicen "Cholo") supe de este magistral blog. He tenido el placer de leer varias publicaciones de tu brillante pluma. Desde luego, me preñé de añoranza leyendo la nota en la que recuerdas a mi tío Ennio Serna y a mi abuela Delia María -inspiradora del nombre de la revistería, Dely-. Sin duda, interesante relato histórico-cultural sobre el Chocó, aunque con más hincapié en Quibdó.

    Leyendo esta publicación, y con más precisión lo que concierne al aparte II, me dio por recordar y desempolvar parte de algo que escribí y publiqué hace años en uno de los blogs con los que me he desahogado; y que, considero, algo de coincidencia hay con lo que expones. Inserto lo anunciado, no sin antes mandarte un gran saludo con abrazo, extensivo a tu familia con la que en nuestra infancia entre Yescagrande y Yesquita compartimos agradables horas. ¡Bendiciones y éxitos siempre!

    PARA LOS CHOCOANOS ¡PAJUDOS!

    Hay quienes sin ser de piel negra, ni siquiera mulatos ni indígenas, son chocoanos; por que en el Chocó nacieron, como hijos de paisas o mestizos asentados en el Chocó. De aquellas personas conozco a no pocas que, sin poseer las condiciones arriba mencionadas, llevan al Chocó en el alma más que chocoanos mismos negros o indígenas -¿no les da pena? "¡Pues no!", responden-; y que por llevarlo en el alma les choca un Chocó en la miseria, y con más penalidades; y por lo mismo logran hacer cosas, desde escenarios diversos, en procura de ayudar en algo en la colosal misión de que por lo menos ten con ten el Chocó vaya saliendo del guarengue. ¡Enhorabuena pues, chocoanos no negros ni indígenas!

    Dígoles a la parranda de chocoanos que se la pasan pregonando con alharaca que "amo a mi Chocó y por él doy la vida", pero lo que hacen es ayudar -ayuda de la mala- a que el Chocó vaya muriendo más y más, ¡dejen ya de ser pajudos!

    Nicolás Emilio García Palacios

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    1. Me da mucho gusto saludarte, Nicolás. Gracias por leer el blog y por incluir tu escrito en el comentario. Recuerdo, como tú, aquella etapa de la Calle de las Águilas, Chambacú, Yesca Grande y Yesquita. Un abrazo, hermano.

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    2. Gracias, hermano Julio. Desde luego, por aquí seguiré deleitándome con las destilaciones de tu pluma. ¡Ah!, porque lo creo necesario, no dudaré en compartir el blog. Un abrazo.

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Sus comentarios son siempre bienvenidos. Gracias.