lunes, 17 de septiembre de 2018


¡Eternamente Yolanda!


¡Señora Muerte que se va llevando
todo lo bueno que en nosotros topa!...
Solos —en un rincón— vamos quedando

los demás... ¡gente mísera de tropa!
[…]
León de Greiff. SEÑORA MUERTE.

Este sábado 15 de septiembre, Día del amor y la amistad en Colombia, habría cumplido 60 años. Su vida no llegó hasta aquí y ahora, porque cuatro días después de haber cumplido 43 años (también era sábado y también era el Día del amor y la amistad, también estábamos en la mitad de la semana 38 del año), en una acción premeditada, planificada y ejecutada con la abyección suma y el total detalle acostumbrados por este tipo de individuos y empresas criminales, en el atrio de la iglesia de Nuestra Señora de La Merced, en el Parque Nariño, en Tumaco, Yolanda Cerón Delgado fue miserablemente asesinada por un sicario, obviamente emisario de paramilitares, a quien otro canalla de su misma ralea esperaba en una moto para garantizar la huida de ambos hacia el aeropuerto, rumbo a Cali; adonde lograron viajar, como si nada hubiera pasado, a eso de las dos de la tarde de aquel infeliz miércoles 19 de septiembre de 2001.

Los famosos y casi siempre inútiles retenes, y los autodenominados planes candado empezaron –como siempre- cuando ya no se usaba, cuando ya todo estaba consumado; cuando ya estaba hecho sin remedio alguno este mal del tamaño de todas las aguas juntas de todas las ensenadas, radas, caños, quebradas, ríos y esteros del Litoral Pacífico tumaqueño; cuando ya el alma nos lloraba en volúmenes de aguacero patiano o mireño, atrateño o guapireño, a todos sus amigos, colegas, hermanos y compañeros, incluidos los que después fuimos deliberadamente borrados o barridos –como con escobas de yaré, potre, matamba, quitasol, milpesos o amargo- de la historia oficial que han escrito y publicado sobre Yolanda, en la cual no aparecemos ni por los rincones de las casas, los patios o los pampones de Salahonda, mucho menos en la casa del obispo o en alguna otra de las que habitó Yolanda; no obstante lo cual, a veces nos asomamos por las rendijas de la memoria campesina de aquellos hombres y de aquellas mujeres que nos conocieron trabajando, soñando, caminando, riendo, viviendo y llorando con ella, y con ella y con nosotros trabajaron y soñaron, caminaron y rieron, lloraron y vivieron, en aquellos tiempos en los que sonaba raro pregonar derechos étnicos, en aquellos tiempos en los que no teníamos hojas de ruta, sino metodologías; en aquellos tiempos, en fin, en los que a aquellas palabras fundacionales, como juntos y organizados, dinámica y movimiento, comunidad y territorio, fraternidad y solidaridad, playa y manglar, todavía no se les había desgastado el sentido.

Memorial de Yolanda Cerón en el Parque Nariño, de Tumaco.
El entonces Obispo de Tumaco, Gustavo Girón Higuita, publicó esa misma tarde un comunicado oficial sobre el desventurado acontecimiento:

“Comunico con dolor a toda la Diócesis de Tumaco, a la Iglesia Católica Colombiana, a las autoridades del Departamento de Nariño, a las autoridades nacionales de Colombia y a todas las entidades extranjeras que apoyan la acción evangelizadora, social y humanitaria que cumple nuestra Diócesis la dolorosa noticia del asesinato de la Hermana YOLANDA CERÓN, Directora de la Pastoral Social de esta Diócesis.

Al mediodía del 19 de septiembre de este año 2001, en la puerta de la Iglesia de Nuestra Señora de la Merced, situada en el Parque Nariño, Tumaco, fue víctima la Hermana Yolanda de un sicario que de varios disparos terminó con su vida en forma instantánea”.


Yolanda había nacido el 15 de septiembre de 1958 y se sentía orgullosa de que ello hubiera ocurrido en el municipio de Arboleda (Berruecos), al nororiente del departamento de Nariño, por la importancia de estas tierras en la historia aborigen, desde la época precolombina; por los sucesos que allí ocurrieron durante la colonia española y la guerra de independencia; por el valor de sus bienes materiales de interés arqueológico y cultural; y –sobre todo- por los que siempre exaltaba como atributos de la gente de Arboleda, los cuales Yolanda encarnaba de modo superlativo: sencillez, laboriosidad y honestidad, y a los cuales se sumaban en ella, de modo incontrovertible, a lo largo y ancho de su cuerpo pequeño y de su alma infinita, la inteligencia, el compromiso y la generosidad. Años después de este dolor, su papá se expresó así sobre Yolanda, en un acto de conmemoración celebrado en su pueblo:

“A mi hija Yolanda yo siempre le decía La Negra. Ella fue muy querida y la que más se destacó de sus demás hermanas por su inteligencia. Era muy estricta y le gustaba que sus hermanas y sobrinos hicieran las cosas bien. Sus estudios primarios los realizó en la escuela urbana de esta población; luego no sé cómo le hizo, pero, se fue a estudiar al Colegio María Goretti en Pasto, donde yo le apoyé en lo que pude; luego de eso entró a la Compañía de María de La Enseñanza, donde hizo sus votos de pobreza; luego la mandaron a trabajar a Tumaco,

Yo nunca supe que ella estaba en peligro donde trabajó, nadie me informó, cosa que yo creo habría podido evitar la forma en que terminó la vida de mi Negra; pero, como el día que supe que la mataron, dije: “Dios me la dio, Dios mismo me la quitó, bendito sea”. Siempre he aprendido que debemos hacer la voluntad de Dios más que la nuestra”. (Pedro Antonio Cerón, Arboleda, septiembre 2011).

Dedicatoria de Yolanda en un libro
de Pedro Casaldáliga y José María Vigil
que me regaló de cumpleaños cuando trabajábamos juntos.
Por esas marcas de ancestro, por esos atributos y por la seriedad con la que siempre tomó su formación académica, espiritual y religiosa, Yolanda fue digna aspirante, postulante, novicia, juniora y monja de La Enseñanza (Orden de la Compañía de María Nuestra Señora, ODN), orden famosa por haber sido el primer instituto religioso de carácter educativo para la mujer, fundado en Burdeos (Francia), en 1607, por Juana de Lestonnac (1556 – 1640), quien era sobrina nada más y nada menos que de Montaigne.

La profesión religiosa de Yolanda ocurrió el 1° de mayo de 1990, en la Comunidad de La Rosa, en Pasto, en la Iglesia del Pilar; comunidad en la que había empezado su formación y que fue su casa por siempre, aún después de haberse retirado de la Orden con el propósito de subsanar sus dilemas de conciencia acerca de dónde podía cumplir mejor su vocación misionera. Una vocación cimentada, como ella misma lo decía con frecuencia, en la vivencia directa del Éxodo bíblico en aquel primer contacto con las comunidades negras, allá en la entonces escuelita (hoy Institución educativa agroecológica) de La Playa de Salahonda (Municipio de Francisco Pizarro, Departamento de Nariño), a donde llegó con el mismo e indeleble acento pastuso que ni las mares del sur pudieron aplacar. Una de sus compañeras monjas de la época anotó al respecto:

“Sus cambios interiores tan notorios, a partir de la oración y de la vida, se perfilaron con nitidez en su primera estadía en la Costa Pacífica, al hacer su práctica pastoral en La Playa de Salahonda. Varias veces nos repitió con la seriedad y la convicción que la caracterizaban: Es que me resuena lo del Éxodo: “He visto la miseria de mi pueblo, he oído sus clamores. Conozco sus Sufrimientos” (Ex. 3,7).

Dibujo de Javier Pulgarín Toro.
Tomado de DECIBELES DE LUZ,
Ed. Lealon, Medellín, junio de 2003
Transcurridos más o menos dieciocho meses de su primera estadía allí, en el último quinquenio de los años 80 del siglo pasado, Yolanda regresó al Pacífico, de donde ya nunca más se iría, pues en una noche por venir las coordenadas de su vida se despejarían.

Una sábana cobijaba y moldeaba su inocente cuerpo menudo y fresco, mientras oía el escarceo incesante de las olas, a pocos metros de su cama. Llegaban a su mente las descomunales presencias vegetales de los guandales, sajales, cuangariales y naidizales, y de sus entornos magníficos, exuberantes y rebosantes de vida. Jamás había pensado que las mares y las playas fueran infinitas. Jamás había pensado que pudieran encontrarse, juntas, tanta vida, tanta gente tan negra y tan buena, tanta injusticia y tanto dolor. Jamás había pensado que en medio de todo aquello, tan literalmente nuevo para ella, tan caliente, tan fresco, tan húmedo, a la vez, pudieran florecer, sin dificultad alguna, tanta esperanza y tanta paz, tanto futuro negro y bonito erigiéndose sobre los palafitos de la infamia y el abandono, sobre las ruinas de los derechos conculcados…

Se despertó sin sobresalto alguno, como si desde el fondo de sus sueños hubiera viajado en un potrillo manso a través de las aguas calmas de una quebrada montuna, con un sombrero de piangüera cubriendo su cabeza. Sintió que sus ojos profundos y curiosos estaban repletos de todo lo que había soñado, bien fuera persona, animal o cosa. Resonaban en sus oídos las músicas de la vida de aquella selva que se asomaba a esa mar que sentía acariciándole la piel con olas hechas a su medida y que se la recorrían y tocaban como si fuera una marimba embelesada en los brazos de un currulao, de una juga o de un bunde. La boca le sabía a resurrección y ese pedazo del mundo olía a todo lo bueno que existir pudiera en materia de aromas y fragancias naturales.

Y así, sin sobresalto alguno, colmada de vida y de emociones, en aquella noche de esplendente luna, Yolanda Cerón Delgado vivió su epifanía, en su cuerpo todo y en toda su alma, a lo largo y ancho de su ser. Y supo entonces, aunque no lo dijera tal cual sino después de muchos años, en otra noche épica por la inmarcesible presencia del amor, que su hora había llegado: que tenía que regarse como verdolaga en playa por todo el territorio diocesano de Tumaco, para hablar de cuanto fuera necesario para que a la gente no le negaran nunca más lo suyo, sobre todo sus derechos. Si los problemas son de todos, tenemos que solucionarlos entre todos y por ello nos toca trabajar unidos, entre todos, fue el resumen que a su alma alborozada le dictó su cabeza.

Lo que pasó después lo saben maestras y maestros de escuela y de colegio, líderes comunales, jóvenes, catequistas, cantaoras y vecinos, sacerdotes y religiosas de los ríos Patía Grande y Mira, Telembí y Magüí, Tapaje e Iscuandé, Satinga y Sanquianga, Mejicano y Gualajo, Rosario, Mataje y Caunapí.

Poema y dibujo de Javier Pulgarín Toro.
Tomados de DECIBELES DE LUZ,
Editorial Lealon, Medellín, junio de 2003.
Dieciocho años después de su muerte, podemos sonreír cuando recordamos su palabra, su obra y su misión; nos estremecemos cuando evocamos su ser completo de mujer; y podemos revivir con detalles todo lo bueno que en cada uno de nosotros dejó. Sin embargo, cada vez que viene a nuestra mente el mediodía de aquel miércoles de espanto se hacen presentes la aflicción y la amargura, la pesadumbre y la melancolía, el quebranto y la tribulación; aunque también, cómo no, las nostalgias buenas llenan los mejores rincones del alma, para que podamos decir: ¡Eternamente Yolanda!

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