¡Eternamente Yolanda!
¡Señora Muerte que se va llevando
todo lo bueno que en nosotros topa!...
Solos —en un rincón— vamos quedando
los demás... ¡gente mísera de tropa!
[…]
León de Greiff. SEÑORA MUERTE.
Este sábado
15 de septiembre, Día del amor y la amistad en Colombia, habría cumplido 60
años. Su vida no llegó hasta aquí y ahora, porque cuatro días después de haber
cumplido 43 años (también era sábado y también era el Día del amor y la
amistad, también estábamos en la mitad de la semana 38 del año), en una acción
premeditada, planificada y ejecutada con la abyección suma y el total detalle
acostumbrados por este tipo de individuos y empresas criminales, en el atrio de
la iglesia de Nuestra Señora de La Merced, en el Parque Nariño, en Tumaco, Yolanda
Cerón Delgado fue miserablemente asesinada por un sicario, obviamente emisario de
paramilitares, a quien otro canalla de su misma ralea esperaba en una moto para
garantizar la huida de ambos hacia el aeropuerto, rumbo a Cali; adonde lograron
viajar, como si nada hubiera pasado, a eso de las dos de la tarde de aquel infeliz
miércoles 19 de septiembre de 2001.
Los famosos
y casi siempre inútiles retenes, y los autodenominados planes candado empezaron –como siempre- cuando ya no se usaba, cuando
ya todo estaba consumado; cuando ya estaba hecho sin remedio alguno este mal del
tamaño de todas las aguas juntas de todas las ensenadas, radas, caños, quebradas,
ríos y esteros del Litoral Pacífico tumaqueño; cuando ya el alma nos lloraba en
volúmenes de aguacero patiano o mireño, atrateño o guapireño, a todos sus amigos,
colegas, hermanos y compañeros, incluidos los que después fuimos
deliberadamente borrados o barridos –como con escobas de yaré, potre, matamba,
quitasol, milpesos o amargo- de la historia oficial que han escrito y publicado
sobre Yolanda, en la cual no aparecemos ni por los rincones de las casas, los
patios o los pampones de Salahonda, mucho menos en la casa del obispo o en alguna
otra de las que habitó Yolanda; no obstante lo cual, a veces nos asomamos por
las rendijas de la memoria campesina de aquellos hombres y de aquellas mujeres que
nos conocieron trabajando, soñando, caminando, riendo, viviendo y llorando con
ella, y con ella y con nosotros trabajaron y soñaron, caminaron y rieron,
lloraron y vivieron, en aquellos tiempos en los que sonaba raro pregonar
derechos étnicos, en aquellos tiempos en los que no teníamos hojas de ruta, sino metodologías; en
aquellos tiempos, en fin, en los que a aquellas palabras fundacionales, como
juntos y organizados, dinámica y movimiento, comunidad y territorio,
fraternidad y solidaridad, playa y manglar, todavía no se les había desgastado
el sentido.
Memorial de Yolanda Cerón en el Parque Nariño, de Tumaco. |
El entonces Obispo de
Tumaco, Gustavo Girón Higuita, publicó esa misma tarde un
comunicado oficial sobre el desventurado acontecimiento:
“Comunico con dolor a toda la Diócesis de Tumaco, a la
Iglesia Católica Colombiana, a las autoridades del Departamento de Nariño, a
las autoridades nacionales de Colombia y a todas las entidades extranjeras que
apoyan la acción evangelizadora, social y humanitaria que cumple nuestra
Diócesis la dolorosa noticia del asesinato de la Hermana YOLANDA CERÓN,
Directora de la Pastoral Social de esta Diócesis.
Al mediodía del 19 de septiembre de este año 2001, en
la puerta de la Iglesia de Nuestra Señora de la Merced, situada en el Parque
Nariño, Tumaco, fue víctima la Hermana Yolanda de un sicario que de varios
disparos terminó con su vida en forma instantánea”.
Yolanda
había nacido el 15 de septiembre de 1958 y se sentía orgullosa de que ello
hubiera ocurrido en el municipio de Arboleda (Berruecos), al nororiente del
departamento de Nariño, por la importancia de estas tierras en la historia
aborigen, desde la época precolombina; por los sucesos que allí ocurrieron
durante la colonia española y la guerra de independencia; por el valor de sus
bienes materiales de interés arqueológico y cultural; y –sobre todo- por los que
siempre exaltaba como atributos de la gente de Arboleda, los cuales Yolanda encarnaba
de modo superlativo: sencillez, laboriosidad y honestidad, y a los cuales se
sumaban en ella, de modo incontrovertible, a lo largo y ancho de su cuerpo
pequeño y de su alma infinita, la inteligencia, el compromiso y la generosidad.
Años después de este dolor, su papá se expresó así sobre Yolanda, en un acto de
conmemoración celebrado en su pueblo:
“A mi hija Yolanda yo siempre le decía La Negra. Ella fue muy querida y la que
más se destacó de sus demás hermanas por su inteligencia. Era muy estricta y le
gustaba que sus hermanas y sobrinos hicieran las cosas bien. Sus estudios
primarios los realizó en la escuela urbana de esta población; luego no sé cómo
le hizo, pero, se fue a estudiar al Colegio María Goretti en Pasto, donde yo le
apoyé en lo que pude; luego de eso entró a la Compañía de María de La Enseñanza,
donde hizo sus votos de pobreza; luego la mandaron a trabajar a Tumaco,
Yo nunca supe que ella estaba en peligro donde
trabajó, nadie me informó, cosa que yo creo habría podido evitar la forma en
que terminó la vida de mi Negra; pero, como el día que supe que la mataron,
dije: “Dios me la dio, Dios mismo me la quitó, bendito sea”. Siempre he
aprendido que debemos hacer la voluntad de Dios más que la nuestra”. (Pedro
Antonio Cerón, Arboleda, septiembre 2011).
Dedicatoria de Yolanda en un libro de Pedro Casaldáliga y José María Vigil que me regaló de cumpleaños cuando trabajábamos juntos. |
La
profesión religiosa de Yolanda ocurrió el 1° de mayo de 1990, en la Comunidad
de La Rosa, en Pasto, en la Iglesia del Pilar; comunidad en la que había
empezado su formación y que fue su casa por siempre, aún después de haberse
retirado de la Orden con el propósito de subsanar sus dilemas de conciencia
acerca de dónde podía cumplir mejor su vocación misionera. Una vocación
cimentada, como ella misma lo decía con frecuencia, en la vivencia directa del
Éxodo bíblico en aquel primer contacto con las comunidades negras, allá en la
entonces escuelita (hoy Institución educativa agroecológica) de La Playa de
Salahonda (Municipio de Francisco Pizarro, Departamento de Nariño), a donde
llegó con el mismo e indeleble acento pastuso que ni las mares del sur pudieron
aplacar. Una de sus compañeras monjas de la época anotó al respecto:
“Sus cambios interiores tan notorios, a partir de la
oración y de la vida, se perfilaron con nitidez en su primera estadía en la
Costa Pacífica, al hacer su práctica pastoral en La Playa de Salahonda. Varias
veces nos repitió con la seriedad y la convicción que la caracterizaban: Es que me resuena lo del Éxodo: “He visto
la miseria de mi pueblo, he oído sus clamores. Conozco sus Sufrimientos” (Ex.
3,7).
Dibujo de Javier Pulgarín Toro. Tomado de DECIBELES DE LUZ, Ed. Lealon, Medellín, junio de 2003 |
Una sábana cobijaba
y moldeaba su inocente cuerpo menudo y fresco, mientras oía el escarceo incesante
de las olas, a pocos metros de su cama. Llegaban a su mente las descomunales presencias
vegetales de los guandales, sajales, cuangariales y naidizales, y de sus
entornos magníficos, exuberantes y rebosantes de vida. Jamás había pensado que
las mares y las playas fueran infinitas. Jamás había pensado que pudieran
encontrarse, juntas, tanta vida, tanta gente tan negra y tan buena, tanta
injusticia y tanto dolor. Jamás había pensado que en medio de todo aquello, tan
literalmente nuevo para ella, tan caliente, tan fresco, tan húmedo, a la vez,
pudieran florecer, sin dificultad alguna, tanta esperanza y tanta paz, tanto
futuro negro y bonito erigiéndose sobre los palafitos de la infamia y el
abandono, sobre las ruinas de los derechos conculcados…
Se despertó
sin sobresalto alguno, como si desde el fondo de sus sueños hubiera viajado en
un potrillo manso a través de las aguas calmas de una quebrada montuna, con un
sombrero de piangüera cubriendo su cabeza. Sintió que sus ojos profundos y curiosos
estaban repletos de todo lo que había soñado, bien fuera persona, animal o
cosa. Resonaban en sus oídos las músicas de la vida de aquella selva que se
asomaba a esa mar que sentía acariciándole la piel con olas hechas a su medida y
que se la recorrían y tocaban como si fuera una marimba embelesada en los
brazos de un currulao, de una juga o de un bunde. La boca le sabía a
resurrección y ese pedazo del mundo olía a todo lo bueno que existir pudiera en
materia de aromas y fragancias naturales.
Y así, sin sobresalto
alguno, colmada de vida y de emociones, en aquella noche de esplendente luna,
Yolanda Cerón Delgado vivió su epifanía, en su cuerpo todo y en toda su alma, a
lo largo y ancho de su ser. Y supo entonces, aunque no lo dijera tal cual sino
después de muchos años, en otra noche épica por la inmarcesible presencia del
amor, que su hora había llegado: que tenía que regarse como verdolaga en playa
por todo el territorio diocesano de Tumaco, para hablar de cuanto fuera
necesario para que a la gente no le negaran nunca más lo suyo, sobre todo sus
derechos. Si los problemas son de todos, tenemos que solucionarlos entre todos y
por ello nos toca trabajar unidos, entre todos, fue el resumen que a su
alma alborozada le dictó su cabeza.
Lo que pasó después lo saben maestras y maestros de escuela y de colegio, líderes comunales, jóvenes, catequistas, cantaoras y vecinos, sacerdotes y religiosas de los ríos Patía Grande y Mira, Telembí y Magüí, Tapaje e Iscuandé, Satinga y Sanquianga, Mejicano y Gualajo, Rosario, Mataje y Caunapí.
Poema y dibujo de Javier Pulgarín Toro. Tomados de DECIBELES DE LUZ, Editorial Lealon, Medellín, junio de 2003. |
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