17/02/2025

 Contar historias, 
otra manera de contar la Historia
*Julio César Uribe Hermocillo
Quibdó, martes 6 de abril de 2010

 ---Texto leído en el acto cultural 
de presentación de la novela 
Doble y orgullosamente Carabalí, 
en el Auditorio de la FUCLA, hoy Uniclaretiana---

Portada y contraportada de la novela Doble y orgullosamente Carabalí (2010)

Buenas noches. Confío en que lo que voy a compartir con ustedes sea suficiente para que no se duerman, como se duerme la gente en los velorios; como sucedió con mucha gente en aquel velorio en el que se conocieron Martín Carabalí Carabalí, doble y orgullosamente Carabalí, y la Reina del bullerengue: Estefanía Caicedo Cuero.

Partiendo de dar por cierto que yo sé contar historias, quiero compartir con ustedes parte de la historia de cómo aprendí yo a contar historias y qué significa este hecho como un aporte a contar la Historia, la cual, claro, no es una sola; pero, cuyo conjunto y variedad constituyen nuestra Historia, la Historia de nuestro pueblo y de nuestra gente, es decir: nuestra propia Historia.

Yo aprendí a contar historias, si es que las sé contar, aquí en Quibdó, oyéndolas contar y viéndolas acontecer. Viendo a la draga rellenar los pantanos de Munguidocito. Sentado en el viejo puente de El Polvorín y navegando por La Yesca, detrás de la casa de la señora Rubena. Por ahí en La Cuarta, cuando esa calle aún no era el estropicio comercial de ahora, tan intransitable como lamentable. En varios andenes de la Calle de Las Águilas, especialmente en el de Mamá Vito, en donde se comían las mejores pepas, cañas, sosiega y cocadas de ese momento de mi infancia en Quibdó…

Yo aprendí a contar historias, si es que las sé contar, aquí en Quibdó, oyéndolas contar y viéndolas acontecer. De los labios de un conservador tan liberal que, aunque leía El Siglo, creía firmemente que en el Chocó faltaba justicia social y que en la educación pública estaba parte de la redención de la chocoanidad: el Señor Clímaco, a quien conocí como zapatero en el Pandeyuca, siempre vestido de blanco. En su casa, que tenía una sala inmensa y un patio gigantesco, aprendí a contar historias hablando con él, oyéndolo mientras trabajaba, y viendo caer de los árboles cargados marañones y zapotes, guayabas y caimitos…

Yo aprendí a contar historias, si es que las sé contar, aquí en Quibdó, oyéndolas contar y viéndolas acontecer: en La Segunda, una mañana muy temprano, cuando -entre las ruinas del incendio que la noche anterior había devorado gran parte de Quibdó- me encontré lo que en aquel entonces llamábamos una Pechonta, una moneda grande de 50 centavos, que en una cara tenía a Simón Bolívar y en la otra el escudo de Colombia;  aquella misma noche había conocido al Pato Donald, por obra y gracia del obligado trasteo desde la Farmacia España hasta la casa donde vivíamos, antes de que el incendio acabara de tragárselo todo.

Yo aprendí a escribir historias cuando aún no sabía ni siquiera leer y escribir, escuchando lo que para mí fue un prodigio, una maravilla que me marcó la vida para siempre: los relatos de mi mamá, Teresa Hermosillo Rodríguez, sobre el Quibdó de antes, sobre la época de su pasado reciente, que ella y sus contemporáneos llamaban la Época de la Intendencia. Por ella supe de la existencia de Diego Luis Córdoba, de Adán Arriaga Andrade, de Ramón Lozano Garcés, de Manuel y Luis Mosquera Garcés, de Rogerio Velásquez y otros cuantos integrantes de unas generaciones que ella consideraba prodigiosas para el Chocó; por ella supe también de la existencia del periódico ABC, de los prefectos eclesiásticos y de las monjas del colegio de La Presentación, de los intendentes nacionales, de los comerciantes turcos, de las lanchas que viajaban desde Cartagena surcando el Caribe y el Atrato hasta Quibdó, y de cuanto hecho, situación, persona o lugar hubiera pasado por la memoria de mi mamá desde su niñez hasta la treintañez en la que andaba cuando me contó todo esto... durante fascinantes horas, en la cocina mientras ella cocinaba y yo la acompañaba, después de haber hecho los mandados por las tiendas del Quibdó de la época; o al pie de una máquina de coser Singer muy parecida a la que usó Estefanía Caicedo para coser su último vestido, en la novela que hoy estamos presentando; una máquina que aún existe y en la que –entre otras cosas– mi mamá cosió mi primer overol, que era el uniforme de la Escuela Anexa a la Normal, que en ese entonces no solamente se llamaba Superior, sino también “para Varones” de Quibdó. En esa escuela y en esa Normal, que quedaban casi en la propia orilla del entonces cristalino y refrescante río Cabí, todo era monte alrededor, y allí conocí a Roger Hinestroza Moreno, mi profesor de 4° y 5° de primaria, quien me enseñó, simultáneamente, a escribir con estilógrafo y a valorar la memoria cultural de los fundadores de los pueblos adonde la escuela nos llevaba de paseo en aquellos tiempos; y a Plinio Palacios Muriel, de quien aprendí para siempre unas cuantas y valiosas reglas de ortografía y gramática que no podría recitar de memoria, pero que en el resto de la vida -desde entonces- mucho me han servido.

Fue así como aprendí, si es que de verdad lo sé hacer, a contar historias: oyendo todas las que me contaban y viendo las que acontecían ante mis ojos,  en aquel Quibdó que todos los días de mi infancia recorrí haciendo mandados y bañándome en el aguacero, en aquel Quibdó que mi mamá vivió para contarme. Otras tantas historias me fueron contadas en la niñez por el Poeta de Guayabal, quien declamaba los sábados en la misma esquina concurrida donde vi a Vicente Romaña leer, previa parafernalia, los bandos municipales; y me fueron contadas copiosamente por el maravilloso conjunto de poesías populares y costumbristas del Maestro Miguel A. Caicedo, cuyo análisis como textos culturales de la chocoanidad fue la materia de mi libro anterior. Años más tarde, ya en la juventud, conocería los relatos etnográficos de un chocoano del que también mi mamá me había hablado, y a quien, como de tantos se debe decir, el Chocó no le ha hecho el reconocimiento que se merece: Rogerio Velásquez Murillo, nuestro primigenio antropólogo chocoano. Sus relatos y artículos me confirmaron lo que de niño había empezado a aprender: que más allá de la ciudad, de la pequeña ciudad que los sábados se colmaba de campesinos que abarrotaban el mercado de la orilla del río de cuanta cosa comestible y útil producían sus montes y cultivos, más allá de esa maravillosa estampa semanal que literalmente me encantaba, había un mundo infinito, que aquellos hombres y aquellass mujeres portaban en su habla, en sus conversaciones, en sus decires, en sus vivencias, que uno oía o intuía escuchando sus conversaciones mientras despachaban a sus compradores del mercado sabatino.

A través de todas esas historias, que me enseñaron a contar historias, descubrí que era mágico contar historias y supe que esas historias me hablaban de una historia que era también la mía; pero, a la cual le faltaban detalles de exclusiones, saqueos y racismos. A esas historias, que conformaban La Historia, un día lo entendí, le faltaban fragmentos a cuya reconstrucción y recuperación, si yo me ponía de verdad en eso, podría aportar así fuera un poquito, escribiendo historias y relatos, y leyendo cuanto cayera en mis manos que me hablara de aquellas historias no contadas o incompletas.

En estas condiciones, a mí me da mucho gusto publicar esta novela. Me alegra que ahora esté en sus manos y lista para ser vista por sus ojos y su alma. Me hará feliz que ustedes la vean, la lean y la disfruten tanto como yo disfruté escribiéndola: libre ella como Trismila Ocoró, que se murió de amor, como ustedes y yo, aunque no lo aceptemos, nos podríamos morir…

Hoy, en el fondo, lo que más me importa en la vida es compartir con ustedes lo que de memorable pueda tener nuestra historia. Y me alegra hacerlo justamente aquí, en este lugar que en sí mismo constituye un símbolo, pues aquí quedó su casa y aquí vivió varios de sus primeros años de vida Gonzalo María de la Torre Guerrero, fundador de la FUCLA y pionero de revoluciones sociales, étnicas y culturales en esta, nuestra tierra, llena de historias, que él también cuenta en sus atrateños cantares de los cantares y en sus cuentos de chombas lindas. Gracias, Maestro, por ayudarme a entender que todo esto es una parábola, no una simple alegoría.

Julio César U. H. (autor) y Gonzalo M. de la Torre Guerrero (prologuista), el 6 de abril de 2010, en la presentación de la novela Doble y orgullosamente Carabalí, en Quibdó. Archivo El Guarengue.

Por haber venido, les doy muchas gracias, y ¡muchísimas más! por su atención a estas palabras, que forman parte de mi Historia. Que estas palabras evoquen y provoquen cada una de sus historias, que se suman a todas las historias que conforman nuestras historias, y que desembocan en La Historia, que no es una sola, pero que sí las contiene a todas...para que así escribamos juntos en nuestra piel y en nuestra memoria el primer capítulo de una historia que dure toda la vida y que produzca tantos hijos como años nos dé la vida, para poblar este Atrato de Carabalíes que juren cada vez para siempre no volver a ser esclavos de nadie nunca más; como se lo prometen, en la noche iniciática de su amor, Martín Carabalí Carabalí, doble y orgullosamente Carabalí, y la Reina del Bullerengue, Estefanía Caicedo Cuero.

1 comentario:

  1. Excelente reconocimiento a esa "escuela" por la que chambimbiamos en ese adorable Quibdó que tan bien nos pertenecía; a esos tiempos en los que se aprendía a contar historias de las que a veces empezaban con las tetas de la vieja esta-era, la que las ponía en la cabecera.
    Gracias por recordarnos el overol de la Anexa, la belleza de ese Cabi en el que a gusto se disfrutaba el placer de nadar; a mi José Mercedes Mena con su Roger Hinestroza, de los primeros años y tanta historia cercana a la felicidad y al gusto de vivir en el Quibdó de entonces.

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