lunes, 18 de diciembre de 2023

 LECTURAS DE VACACIONES
El día de La Ola En Tumaco y El milagro de San Buenaventura  
--2 textos de Rogerio Velásquez-- 

Rogerio Velásquez (Bogotá, 1957). Sumario o índice la Revista Colombiana de Folclor de 1960 donde Velásquez publicó su artículo sobre San Pacho y la compilación de narraciones orales del Pacífico de donde son tomadas las dos que reproducimos en esta edición de El Guarengue. FOTOS: Corporación Cuenta Chocó-RVM y El Guarengue.

La obra completa de Rogerio Velásquez Murillo (Sipí, 9 de agosto de 1908 - Quibdó, 7 de enero de 1965) debería ser parte, en Colombia, de la biblioteca básica de formación universitaria en carreras como Antropología y otras de las ciencias sociales y humanas. Sus aportes precursores y pioneros a la etnohistoria, al igual que su enorme contribución al conocimiento de dinámicas y realidades socioeconómicas, artísticas, folclóricas, religiosas y festivas de los pueblos negros, que eran prácticamente ignotas, desconocidas e ignoradas por el sector académico en Colombia hasta que él las investigó, las documentó y las publicó; convierten a Rogerio Velásquez en uno de los fundadores de los estudios afrocolombianos en la antropología nacional y continental.

Maestro, etnólogo, escritor, investigador, poeta, Rogerio Velásquez Murillo fue Jefe de la Sección de Folclor del Instituto Colombiano de Antropología, institución a la que estuvo vinculado durante largo tiempo como investigador y como asiduo colaborador de la Revista Colombiana de Folclor. Fue también Representante suplente a la Cámara, Diputado de la Asamblea del Chocó, Director de Educación Pública del Chocó, profesor de la Universidad Pedagógica Nacional, en Tunja, y de varios colegios del país, y Rector del histórico Colegio Carrasquilla de Quibdó, cargo que ocupaba cuando murió.[1]

De su artículo Leyendas y cuentos de la raza negra. Leyendas del Alto y Bajo Chocó, publicado en 1960, en la Revista Colombiana de Folclor[2], presentamos en El Guarengue dos maravillosos relatos en los que el lector puede apreciar la admirable capacidad narrativa, literaria y etnográfica de Rogerio Velásquez Murillo.  

El día de La Ola En Tumaco[3] es el relato épico y sobrecogedor de lo acontecido en el maremoto de 1906, que casi borra del mapa a dicha poblaciónCuando todo parecía perdido, a instancias del pueblo tumaqueño, el Padre Larrondo enarboló ante la ola descomunal la única hostia que quedaba en el sagrario, para conjurar el cataclismo.

En El milagro de San Buenaventura[4], Don Rogerio nos narra con vigor y colorido la fiesta de este santo y rememora cómo -un 14 de julio- San Buenaventura salvó de su desaparición al bello poblado que lleva su nombre. San Buenaventura conminó al peje malo, lo amordazó y le cerró la trompa con un candado de oro. Y así evitó que Buenaventura desapareciera entre las fauces de esta fiera.

Que los disfruten. Aquí están, en El Guarengue, como amenas lecturas de vacaciones. 

Julio César U. H.

*************************************************

El día de La Ola en Tumaco

FOTO: Edizioni San Clemente.

El tumaqueño viejo conserva un recuerdo imborrable entre los muros de su memoria. El suceso no arranca de la posesión tranquila de la tierra, sino de lo vivido el 31 de enero de 1906, fecha del maremoto que sacudió gran parte de la costa del Pacífico. Adherido a sus vivencias con emociones y gemidos, con votos de esperanzas y resplandores de milagro, ese día no ha sido olvidado por nada, ni por sombras de manglares ni por islas paradisíacas.

En aquel tiempo -dicen los negros- Dios soltó el mar para que avasallara las riberas. Dejó que el viento despertase las olas y que el turbión entrara en los puertos, en los montes, en los boquetes de los ríos. Para iluminar el mundo envió al rayo que mordiese al aire, los buques y piraguas, en tanto que el trueno, dando tumbos, hacía marchar las nubes como plumajes con alas.

Desde temprano las espumas habían intentado el asalto de las barras de arena y las resacas tormentosas. El agua hirviente se asía de los promontorios, trepaba por las rocas y volvía a caer para recomenzar con nuevos bríos. Por el cielo ennegrecido cruzaban pájaros pesados, mientras que de las madrigueras salían serpientes y escorpiones y sabandijas sin nombres. Por las verrugas de los cerros los animales domésticos corrían, cayendo y levantándose.

Cuando esto pasaba en Tumaco, por El Charco y Mosquera los terrenos, con maizales y bestias, bajaban las cabezas ante el tableteo de los elementos. El Playón de los Reyes, con sus moradores y sus cocos, lo mismo que la aldea de San Juan, ya habían caído como obedeciendo a la catástrofe. En Salahonda y El Bajito, Pasacaballos y Bocagrande los peces y las conchas, en gruesa trabazón, mostraban sus colores a los esteros revueltos que, sin miramientos de ninguna clase, enlazaban árboles, batían delfines y tiburones bandoleros.

En medio de tantas tristezas, sonaron las campanas, descendieron las imágenes, se incendiaron los altares familiares, flamearon los estandartes abrasados. Por atrás, se abrieron los sepulcros, se troncharon las palmas, se derruyeron las casas, el fuego se hizo lengua. Podría decirse que entre tantas angustias la estrella de Jacob estaba lejos de la tierra.

Por todas partes había lluvia, chaparrón denso, pesado. Goteras que taladraban los techos de paja y repiqueteaban en los de zinc, haciendo caminos por las calles. Agua encharcada en las habitaciones, lodo en las alcobas, mesas y lugares sagrados. Animales muertos, emblemas y cunas desbaratadas, estiércol. Madres que lloran a sus hijos, novias que han perdido sus más altos cariños. Quién corre, quién se arrodilla, quién batalla. Un dolor superior a las palabras flota en todos los puntos cardinales. Tiemblan las piernas y los labios. Todo el mundo evoca a alguien que salió en la mañana: éste a pescar, aquél a sembrar, el de más allá a cruzar las ensenadas...

Pero hay un momento dramático. Tumaco, a nivel del mar, ve que éste amenaza cubrirlo. Una ola gigante, mugidora, rebasa el Viudo y el Morro le llega a la cintura. A su golpe se hundirán muchas millas, y, sobre la onda, flotará lo que la fatiga ha conseguido. Ramas, leños, hojas, fieras marinas, todo se ve arriba en la cabellera del peligro que avanza...

Entonces comienzan las confesiones a gritos. El Padre Larrondo trabaja con la multitud que busca la absolución sacramental. Ahí están a sus pies los pescadores de lisas, pargos y sardinatas. Quemadores de carbón, jornaleros, gentes tiznadas de resinas, negros aserradores del Patía, blancos contrabandistas. Mojados en agua bendita se aprietan los hijos de los hombres que vuelven los ojos al cielo, en busca de su destino final. Si la noche ha llegado, es hora de encender las lámparas del alma.

El Padre Larrondo, seguro de sí, satisfecho de absolver a los incrédulos y a los vacilantes, está ante el altar que se sacude. De rodillas, con la cabeza que canea inclinada, pide por su pueblo. Ya están curados los enfermos, ya los fríos se han reconciliado con Dios, ya se han amistado los enemigos en el tribunal de la penitencia. Resuelto, abre el Copón, y con la última Forma en la mano, se dirige hacia el mar. Marcha sereno, los ojos gozosos. Va a enfrenar la ola siniestra, a poner cárcel a la hecatombe, a encararse con lo desconocido.

El pueblo lo sigue. Hay que morir con el Pastor, hacer que lo que amaga se devuelva. La cerrazón avanza llevando un tramo de cuarenta kilómetros. Penetra mar adentro, y aguarda el peligro que ensordece el espacio. "Pero -¡oh suceso maravilloso!-, dice el cronista: cuando la multitud iba a ser devorada, el Padre permanece firme, impertérrito en la arena. Levanta la Hostia sacrosanta y traza con ella la señal de la cruz, y al mismo instante se retira el mar, humedeciendo al sacerdote hasta la cintura".

Desde aquella ocasión, todos los años, el 31 de enero, hay en las iglesias de Tumaco solemnes fiestas en acción de gracias a Jesús Sacramentado. Es la evocación del día de la fe, el recuerdo del prodigio total y absoluto que vivió el pueblo que peregrina todavía.

*************************************************

El milagro de San Buenaventura

Buenaventura a principios del siglo XX.
FOTO: Biblioteca digital Universidad ICESI.

El catorce de julio es el día de Buenaventura. Celébrase entonces, entre candelas de pedreros y vuelos de campanas, murgas y chirimías locales, la fiesta tradicional del santo que le dio nombre, gracias al viejo fundador del puerto, Don Juan de Ladrilleros, cristianísimo ejemplar de la Conquista.

Justo es el regocijo. Por la loma del Continente se rompe el ritmo habitual, y la cumbia crece y se multiplica. Por abajo, en la marea, las marimbas oscilan con el zangoloteo de los negros. Escanciado el anís, los vinos de contrabando y los rones, surge el vinete de caña, traído de Anchicayá y El Raposo. Es la hora en que, apagada la moral, el hombre enciende su lujuria con besos y con vicios.

Mas si por todas partes arde la alegría, no será sólo por beber y descansar del muelle, por evadir el carguío de los fardos, por dejar la reventa de los mercados, por libertarse del peonaje. Tampoco se hace por soltar los anzuelos y las atarrayas o por hundir el corazón y el espíritu en el agua soñolienta que entra en la bahía. Por encima de todo esto va la preocupación de agradar al que amordazó al peje malo que buscaba, con branquias y aletas, con barbas y cola de gigante, echar a perder la isla de los nativos, la novia de siempre, la comarca superlativa de cien razas que piensan.

Por este homenaje sale el negro de sus habitaciones de lata y mugre, de hojas de palma y troncos de barrigona. Si por la derecha se tiran a la calle los niños sin escuela oficial, pendencieros y pintorescos en el habla y en el ropaje, por la otra banda, confundidos con los pliegues de las mariposas, brillan los vestidos de las muchachas del Dagua, de Bazán y Juan Chaco. Los mismos gringos viajeros, con camisas pintadas, corren trasladando al lienzo de los negativos el regocijo de la tierra.

Bien se lo merece San Buenaventura. Haber detenido una catástrofe como la que amenazaba a la ciudad, es obra que merece gratitud inalterable. Permitir que los bosques sigan siendo bosques, que los plantíos y hatos crezcan callados en las márgenes de los arroyos, es empresa digna de recordarse. Y se hace la evocación cantando cosas amorosas, exaltando la fidelidad, la virtud, los goces simples del conglomerado. Si hasta el tren, el tren mismo, ese bruto de hierro que enlaza montes con aldeas, baja del Piñal bufando más alegre, soltando por el espinazo un humo blanco como los grumos de algodón.

Tiene que ser así, porque lo que iba a suceder al poblado era algo sin precedentes. ¡Ni porque allí se hubieran inventado los siete pecados capitales! Se iban a hundir las casitas blancas de La Pilota, los hornos de la machina, los almacenes, el esfuerzo de los pobres. Se tragaría el monstruo las voces de los soldados, el resplandor de los hogares. Después vendría el vacío, el golpe de las corrientes saladas sobre la costa que se desmorona.

Dios no lo quiso, y encarnó su poder en el báculo y las palabras del afortunado de Toscana. Se hizo presente la Suma Bondad en el influjo del Doctor Seráfico, en el nudo de su anillo, en sus manos, en el consuelo de sus ojos. Por la sangre del Cardenal, por su pecho, cruzó la Omnipotencia. Los tiempos milagrosos renacieron, y las riberas que huían entre las fauces del demonio, continuaron como antes, firmes y quietas, fértiles en sus espigas y sus esperanzas.

La tradición cuenta que San Buenaventura bajó al piélago anchuroso por la cresta de los mangles. ¿Lo haría una mañana o una tarde, a la hora en que la naturaleza carece de olor? Nadie lo sabe. Sólo se dice que se meció sobre las olas y llamó al pez, que se acercó compungido. Conminado por sus intentos malignos, maldecido por sus depredaciones y algaras, le cerró la trompa con un candado de oro. Después de empujarlo a bastonazos, lo confinó a vivir entre el escollo de Los Negritos y la isla de La Magdalena, obligándolo a cazar algas y cardúmenes para su engorde en el destierro.

El nombre de la fiera no está determinado. Lenguado o volador, rémora o tiburón, sierra o golondrina, hipocampo o atún, caballo o torpedo, esturión o lamprea, araña o gato, cualquiera que sea, está preso definitivamente. Por semejante labor, bueno es que el catorce de julio Buenaventura, la solitaria del Pacifico, tizne la boca de sus mujeres con coloretes encendidos, partan el aire las faldas chillonas, bailen los machos cabríos y el tren baje silbando en busca del horizonte de las ondas tibias y azulencas.


[1] Recordando a Rogerio Velásquez. El Guarengue, 4 de enero de 2021. En: https://miguarengue.blogspot.com/2021/01/recordando-rogeriovelasquez-rogerio.html

[2] Velásquez Murillo, Rogerio. LEYENDAS Y CUENTOS DE LA RAZA NEGRA. Leyendas del Alto y Bajo Chocó. Revista Colombiana de Folclor (1960), Volumen 2, Número 4, Segunda Época. Pp. 67-120. 

https://www.bibliotecadigitaldebogota.gov.co/resources/2910698/

[3] Ídem. Ibidem. Pp. 80-82. 

Otras versiones sobre este acontecimiento pueden consultarse en: *Diócesis de Tumaco. Breve historia del Milagro Eucarístico. https://diocesisdetumaco.com.co/breve-historia-del-milagro-eucaristico/  *Milagro Eucarístico de Tumaco, Colombia, 1906. Edizioni San Clemente, 2006. https://www.therealpresence.org/eucharst/mir/spanish_pdf/Tumaco-spanish.pdf

[4] Ídem. Ibidem. Pp. 82-84

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Sus comentarios son siempre bienvenidos. Gracias.