De Memoria
Algunos
recuerdos sueltos
sobre el
origen de la Ley 70 de 1993
-1ª Parte-
Fragmento del Mural "Historia de la Ley 70", de Fredy Sánchez Caballero, en la Universidad Claretiana de Quibdó. |
Una
historia por contar
Nacida en las entrañas de los montes, en las orillas y la profundidad de los ríos y las ciénagas, en la infinitud de las playas y las mares, los manglares, los estuarios y los esteros, en la conciencia renaciente de mujeres y hombres de estirpe campesina y ascendencia africana, que a lo largo y ancho de las tierras bajas del Pacífico Colombiano habían forjado sus vidas y sus parentelas desde hace siglo y medio; la Ley 70 de 1993 es fruto de un proceso colectivo cuyos orígenes se remontan a los esfuerzos formativos y organizativos que -una década antes de su expedición- se adelantaron en pueblos de la cuenca media del río Atrato, como Beté, Campo Alegre y Tanguí, Las Mercedes y Tagachí, El Tigre, La Boba, Palo Blanco y Buchadó, y en caseríos y pueblos de ríos afluentes como Munguidó y Bebará, Arquía y Murrí, Buey y Bebaramá. Tales esfuerzos contaron con el auspicio y la orientación de la Iglesia Católica, a través del Vicariato y posterior Diócesis de Quibdó, los Misioneros Claretianos y los Misioneros del Verbo Divino, las Hermanas Agustinas Misioneras y las Misioneras Lauritas, y dos grupos laicales -integrados principalmente por mujeres- del Movimiento de Seglares Claretianos y de la Unión de Seglares Misioneros (USEMI), que había sido fundada originalmente como Unión Femenina Misional (UFEMI) por quien probablemente fue el primer jerarca católico que en Colombia le imprimió una perspectiva étnica a la doctrina social de la Iglesia: el obispo Gerardo Valencia Cano, quien fuera Vicario Apostólico de Buenaventura entre mayo de 1953 y enero de 1972, cuando murió en un accidente aéreo de Satena en los Farallones del Citará, en el filo de la Cordillera Occidental.
Aunque la mayor parte de su contenido aún no ha sido reglamentado y su aplicación en materia de desarrollo propio, etnoeducación y manejo sostenible de los recursos naturales, bosques y minería, aún esté pendiente; la Ley 70 de 1993 o Ley de comunidades negras cambió para siempre el panorama jurídico y político del reconocimiento, la garantía y el ejercicio de los derechos étnicos de las comunidades negras, y constituye uno de los mayores hitos socio-jurídicos en materia étnica en la historia legislativa de Colombia. Aunque su historia se ha escrito, parcialmente, unas cuantas docenas de veces, desde diversas perspectivas, enfoques y versiones -más o menos cercanas a la realidad del proceso que la originó, más o menos sesgadas por intereses personales, políticos e institucionales-; aún se podría pensar en un proyecto de documentación, investigación y narración histórica de los orígenes y la expedición de la Ley 70 de 1993, que subsane los sesgos de imprecisión y construya relatos memorables sobre este acontecimiento tan memorable.
Mientras tanto, todos los que participamos en el prolijo y complejo proceso que condujo a la existencia y vigencia de la Ley 70 de 1993, seguiremos componiendo nuestras propias versiones de esta historia, a partir de los hitos de nuestra propia memoria y de la multiplicidad de versiones más o menos difundidas; todas las cuales, por fortuna, mantienen un elemento en común: el reconocimiento del protagonismo sustancial de ese sujeto colectivo que fueron las propias comunidades que, en cada reunión, taller, charla, cursillo, misa, foro, marcha y manifestación, hicieron conciencia de su historia y permitieron que el trabajo conjunto entre líderes, misioneros, profesionales y funcionarios decentes, modelaran dicha historia y su cultura como bases de la plataforma sólida de reivindicación de derechos étnicos, territoriales, culturales, económicos, sociales, que se materializaron en esta ley que llega a 30 años de vigencia, una conmemoración que debería ser motivo de alegría y celebración nacional por su valor simbólico como reconocimiento institucional, jurídico y político de una realidad soslayada hasta entonces durante toda la vida republicana de Colombia… Precisamente, de nuestra propia memoria, van estos recuerdos sueltos que compartimos con todos los amigos de El Guarengue.
Llegaron los ACIÁTICOS
En 1983, las empresas madereras que ya habían depredado los bosques de cativo del Bajo Atrato empezaron a hacer inventarios forestales en los bosques del Medio Atrato[2], como parte de su empeño por conseguir un permiso de explotación en esta nueva área del Chocó. Ese mismo año, como comienzo del trabajo pastoral del nuevo Obispo, Jorge Iván Castaño Rubio, el Vicariato Apostólico de Quibdó -cuyos equipos misioneros trabajaban con las comunidades que tenían como morada aquellos codiciados bosques- proclamó públicamente las bases de su Plan de Pastoral; las cuales se resumían en su opción fundamental por la vida, bien fundamental en cuya defensa -según la histórica declaración- la Iglesia asumía un decidido compromiso con los pobres y oprimidos, con una evangelización liberadora, con las comunidades eclesiales de base y las organizaciones comunitarias de base, con la defensa de los recursos naturales y con una iglesia inculturada.
La coincidencia de estos dos disímiles hechos condujo a las comunidades campesinas del Medio Atrato a movilizarse intensamente en pro de generar su propio proceso organizativo, mediante sucesivos encuentros campesinos en Beté y Las Mercedes, en septiembre y diciembre de 1984. “Las comunidades del Medio Atrato presienten la hecatombe. Todo está dado para que su existencia física y cultural conozca el final. Para ese momento la empresa Pizano S. A., una de las depredadoras con más historia en la destrucción de los bosques de cativo, inicia los inventarios para solicitar un permiso de explotación para toda la región media del Atrato”[3]. Ha llegado el momento de poner en práctica lo que campesinos y equipos misioneros han venido reflexionando desde hace varios años, como un proceso de fe y acción, en las comunidades eclesiales de base de Beté y comunidades vecinas. Nace entonces la Asociación Campesina Integral del Atrato, ACIA, cuya personería jurídica es reconocida por el Ministerio de Agricultura a mediados de mayo de 1987 y cuyos integrantes se nombran a sí mismos como “ACIÁTICOS” y de este modo se presentan públicamente durante varios años. La ACIA se convierte, entonces, en vocera autorizada de las comunidades y sus reivindicaciones se van decantando hasta desembocar en dos planteamientos fundamentales, que iluminarán de ahí en adelante su accionar y el de sus equipos acompañantes: Primero, estas comunidades han administrado de modo sostenible los bosques, los ríos, las ciénagas y las tierras que actualmente habitan, desde hace más de un siglo, siguiendo sus propios usos y costumbres familiares y comunitarios; por lo tanto, les pertenecen, no son baldíos, y su propiedad les debe ser reconocida. Segundo, la historia y la tradición cultural de las comunidades del Medio Atrato, su ascendencia africana y su identidad negra, de la cual se sienten orgullosos, les dan un carácter diferencial dentro de la nacionalidad colombiana, el cual debe ser reconocido por el Estado y materializado en políticas y programas acordes con su identidad, su historia y su vida.
El
Foro de Buchadó
La ACIA y los equipos misioneros tocan todas las puertas institucionales necesarias. Si las puertas regionales se cierran o ni siquiera se abren, otras puertas y una que otra ventana se abrirán en el Estado central, en Bogotá, y hasta allá hay que llegar. Campesinos y misioneros, algunos de los cuales nunca habían ido a la capital del país, nunca habían viajado en avión, nunca habían pasado más de una hora en un bus, llegan hasta las oficinas del Departamento Nacional de Planeación (DNP), de los ministerios, del INCORA, del INDERENA, del ICA y de cuanta instancia esté dispuesta a oírlos con tiempo y voluntad. Y así, poco a poco, se va construyendo una relación entre la organización y las instituciones estatales, que muy pronto empezará a dar sus frutos.
Del 19 al 21 de junio de 1987, un mes después del reconocimiento formal de la ACIA como persona jurídica, por parte del Ministerio de Agricultura; se lleva a cabo el 2° Foro Campesino del Medio Atrato, que pasó a la historia como Foro de Buchadó. “A este foro asistieron 100 campesinos representantes de 35 pueblos desde Quibdó hasta el río Bojayá; una comisión de 5 personas del Departamento Nacional de Planeación (DNP); el director de Codechocó, Jorge Rivas; el director del Proyecto DIAR, J. Van Der Zee, acompañado por el equipo encargado del programa de bosques comunales; un representante del Movimiento Cimarrón, Juan de Dios Mosquera; un representante del Movimiento Cívico del Chocó, Eulides Blandón, conocido como Kunta Kinte; un representante de la Organización Regional indígena Embera Wounaan (OREWA), Milciades Chamapuro, los Equipos Misioneros del Medio Atrato”[4] y otras instancias del Vicariato de Quibdó, como el recién creado Departamento de Comunicación Social, que a partir de entonces se convertirá en baluarte de las tareas formativas del proceso y en generador de contenidos históricos, políticos y culturales, con fines educativos y un enfoque crítico, para las comunidades de toda la jurisdicción del Vicariato.
Igualmente, hubo participación de funcionarios del INCORA y del INDERENA, de CONIF y del ICA, representantes de las alcaldías de la región y de la Universidad Tecnológica del Chocó Diego Luis Córdoba (la Profesora Sara García Perea). También estuvo presente Zulia Mena, quien trabajaba entonces como Maestra rural en las afueras de Quibdó y era integrante del Equipo Misionero Claretiano del Medio Atrato, que dirigía Gonzalo de la Torre. Zulia Mena, Saturnino Moreno y Nevaldo Perea serán posteriormente símbolos y adalides de esta histórica lucha, cuando toque pasar el Rubicón de la Constituyente de 1991.
“Por medio de este foro, la ACIA buscó llegar por fin a un acuerdo concreto con las entidades gubernamentales, acerca del manejo y la administración de los recursos naturales en el Atrato”[5]. Y lo logró. El llamado Acuerdo de Buchadó recogió las conclusiones y consensos del Foro y fue posteriormente desarrollado y concretado en un Acuerdo de la Junta Directiva de Codechocó (Acuerdo 88 del 30 de julio de 1987), mediante el cual se destina “un área aproximada de 600.000 hectáreas para el desarrollo de un Programa de Participación Comunitaria que permita la preservación y el aprovechamiento sostenido de los recursos naturales renovables, así como la investigación científica. Dicha área está ubicada en los municipios de Quibdó y Bojayá en el departamento del Chocó, y Vigía del Fuerte en el departamento de Antioquia”[6]. Dicho acuerdo de Codechocó será complementado un mes después, en una reunión entre las partes, celebrada en Bellavista los días 14 y 15 de agosto; de la cual se dejó constancia en un documento denominado Acta de Bellavista.
El Acuerdo de Buchadó y las decisiones formales que quedaron consignadas en el Acuerdo 88 de la Junta Directiva de Codechocó pueden considerarse como los primeros antecedentes del futuro contenido de la Ley 70 de 1993.
Poco tiempo después del Foro de Buchadó, entra providencialmente en escena Amparo Escobar[7], quien había llegado al Atrato como integrante de la Unión de Seglares Misioneras, USEMI, cuya coordinadora era Leila Betancur, una mujer tan vehementemente bella como sinceramente interesada en el bienestar de la gente negra del río Arquía, que era donde misionaban las USEMI; aunque muchísimo menos expresiva y dicharachera en el trabajo que su compañera Amparo.
Amparo Escobar, que había estudiado en el colegio Marymount (Bloody Mary, le decía), había sido condiscípula en Medellín, en la Facultad de Derecho de la Universidad Pontificia Bolivariana -UPB-, donde se había graduado como abogada, del abogado bagadoseño y yesquiteño D’Yamil Antonio Bedoya Córdoba y de la abogada quibdoseña Marciana Perea Chalá, hija del famoso parlamentario Aureliano Perea Aluma y de su esposa, la maestra Enriqueta Chalá de Perea. Jaime Betancur Cuartas, Magistrado y Presidente del Consejo de Estado, había sido su profesor en la UPB.
La primera tarea que, con una generosidad ejemplar, llevó a cabo Amparo Escobar, fue trabajar ad honorem como la primera asesora jurídica de la ACIA, cuando la organización ni siquiera tenía una sede y el Vicariato Apostólico de Quibdó le cedió una oficina en el primer piso de su patrimonial y bello edificio, conocido por los quibdoseños como el Convento. Allí, en equipo con los líderes campesinos, Amparo emprendió la dispendiosa labor de organizar, clasificar y archivar de manera racional y sistemática la ya copiosa documentación que la ACIA había venido acumulando, entre oficios, cartas, boletines, documentos y folletos. Igualmente, trabajó con la Junta Directiva en la elaboración de un plan de trabajo claro y concreto, con objetivos, metas, actividades y cronograma.
Mientras asumía estas tareas, Amparo Escobar apoyaba y asesoraba las relaciones formales con las instituciones, la elaboración cuidadosa de oficios y documentos; y destinaba parte de su tiempo a trabajar conjuntamente con otros profesionales de apoyo y misioneros acompañantes de la ACIA. Una tarea que, en ese contexto sería fundamental fue el análisis y difusión pedagógica del Convenio 169 de la OIT sobre pueblos indígenas y tribales, que había sido adoptado el 27 de junio de 1989; instrumento este en el que Amparo Escobar vio una oportunidad jurídica de enmarcar el conjunto de reivindicaciones territoriales, étnicas y socioeconómicas que la ACIA venía promoviendo.
Abogados de la Fundación de Comunidades Colombianas, FUNCOL, oenegé que venía siendo consultada por los misioneros y la ACIA, dada su amplia experiencia de trabajo en derecho étnico con comunidades y organizaciones indígenas de todo el país; coincidieron con Amparo en que era probable que el Convenio 169 de la OIT pudiera ser capitalizado a favor de las pretensiones de las comunidades negras del Medio Atrato. Teniendo en cuenta que dicho instrumento se aplica (Parte I. Artículo 1)[8] “a los pueblos tribales en países independientes, cuyas condiciones sociales, culturales y económicas les distingan de otros sectores de la colectividad nacional, y que estén regidos total o parcialmente por sus propias costumbres o tradiciones o por una legislación especial”; tanto Amparo Escobar como los abogados de FUNCOL coincidieron en que la mayor parte de lo allí establecido se cumplía en el Medio Atrato y por lo tanto estas comunidades podrían solicitar al Estado colombiano su asimilación a esta categoría de aplicación del convenio; de modo que, por esta vía, se accediera a derechos como la Consulta Previa y los modelos propios y autónomos de desarrollo, entre otros que el convenio establecía.
Luego de extensas y participativas reflexiones con las comunidades campesinas y los líderes de la ACIA, con los misioneros y profesionales que apoyaban a la organización campesina y desarrollaban con ella procesos formativos y de construcción de propuestas reivindicativas de todo tipo; se llegó a la decisión de elevar una consulta formal al Consejo de Estado de la República de Colombia acerca de la viabilidad de asimilar las comunidades negras del Medio Atrato a lo establecido para pueblos indígenas y tribales en el convenio 169 de la OIT, a partir del ámbito de aplicación del mismo, definido en la Parte I, artículo 1, numeral 1, inciso a). Amparo Escobar debía aprovechar que había sido alumna universitaria del Magistrado Betancur Cuartas, del Consejo de Estado, para solicitar su colaboración en la pronta respuesta a la consulta.
Así las cosas, si la respuesta del Consejo de Estado era positiva, es decir, si este organismo conceptuaba que las comunidades negras del Atrato Medio sí eran asimilables a los pueblos tribales mencionados en el convenio 169 de 1989 de la OIT, la puerta quedaría abierta para alegar que era posible extender figuras legislativas de propiedad colectiva, similares a los resguardos indígenas, a las tierras medioatrateñas del recóndito Chocó, donde se estaba gestando -sin que ninguno de los presentes lo supiera- un capítulo imprescindible y trascendental de la historia sociojurídica y étnica de Colombia: el debate sobre la posibilidad de darle entidad jurídica y política a más de un siglo de tradición afroatrateña. Todo ello en momentos en los que aún faltaba un trecho para que se desencadenara el proceso que conduciría hasta una nueva Constitución Política de Colombia.
Encuentros
Además de las esperanzas que reverdecieron entre las comunidades negras por el proceso de convocatoria y elección de una Asamblea Nacional Constituyente, dicho proceso fue de gran utilidad para que procesos locales y dispersos del Pacífico negro de Colombia establecieran lazos de intercambio, complementariedad, trabajo conjunto y mutuo aprendizaje. Los campesinos del Medio Atrato organizados en la ACIA conocieron entonces al PCN, de Buenaventura, con Carlos Rosero a la cabeza; JUNPRO, de Guapi, con Orlando Pantoja; y ACAPA, de Tumaco, con Ángel María Estacio, María Valeria Mina, Hernán Cortés y la Hermana Yolanda Cerón. E igualmente se fortalecerían los lazos con los procesos hermanos del Chocó: desde el San Juan, ACADESAN, con Lucho Granados a la cabeza; y desde el Baudó, ACABA, con la vocería de Rudecindo Castro Hinestroza, Esildo Pacheco, Idalmy Minotta Terán y Chonto Abigaíl Serna Arriaga, quien siempre aportaría puntos de vista valiosos sobre historia, etnoeducación y desarrollo propio de las comunidades negras.
Esta conjunción de voces, esfuerzos y procesos del Chocó, Valle del Cauca, Cauca y Nariño permitiría conformar una especie de masa crítica regional, necesaria para sostener el proceso y la lucha entre las comunidades, e indispensable para hacerle frente a las fuerzas adversas que estaban presentes no solamente en los partidos políticos tradicionales y en grupos de funcionarios de las entidades estatales, sino también en algunos sectores de izquierda y de la propia iglesia con escasa comprensión de la cuestión étnica y de la importancia del carácter colectivo e inalienable de la propiedad territorial.
Hoy, 30 años después de expedida la Ley 70 de 1993, que puso en la escena nacional a las comunidades negras como sujeto étnico y político, y que permitió que las 600.000 hectáreas mencionadas en el Acuerdo de Buchadó terminaran tituladas como propiedad colectiva a las comunidades de la ACIA; difícilmente se encuentran voces en contra de lo prescrito en la Ley 70 que se pronuncien con el mismo encono y el mismo ánimo de desprestigio con el que en aquella época lo hicieron desde algunos ámbitos académicos y políticos de Quibdó, a los cuales nos referiremos en la segunda parte de estos recuerdos.
[1]
Ley 70 de 1993 (agosto 27) Por la cual se desarrolla el artículo transitorio 55
de la Constitución Política. Diario Oficial N° 41.013, del 31 de agosto de 1993.
[2] En todos los casos, la denominación Medio Atrato utilizada en este artículo hace referencia a la subregión o zona del Chocó enmarcada en la cuenca media del río Atrato. En ningún caso se utiliza como referencia al municipio que actualmente lleva ese nombre y que fue creado varios años después del proceso del que nos estamos ocupando y de la expedición de la Ley 70 de 1993.
[3] Villa, William. 1998. “Movimiento social de comunidades negras en el Pacífico colombiano. La construcción de una noción de territorio y región”. En: Geografía humana de Colombia. Tomo VI: Los afrocolombianos. Pp. 431-448. Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura Hispánica. Pág. 434.
[4] El Atrateño. Boletín de las comunidades campesinas del Medio Atrato. Fotocopia sin fecha ni pie de imprenta. Archivo personal.
[5] Ídem. Ibidem.
[6] Ídem. Ibidem.
[7] Amparo Emilia Escobar Gónima era su nombre completo.
[8] OIT.
Convenio N° 169 de la OIT sobre pueblos indígenas y tribales. OIT. Convenio N° 169 de la OIT sobre pueblos
indígenas y tribales. ISBN 978-92-2-322581-0 (web pdf).
https://www.ilo.org/wcmsp5/groups/public/---americas/---ro-lima/documents/publication/wcms_345065.pdf (Consultado el 19.08.2023)
Excelente escrito. Gracias por compartir esta historia que nos llena de orgullo.
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