Quibdó
Quibdó. Foto: Julio César U. H. |
Duele Quibdó. Con un dolor lacerante, que convierte el alma en un reguero de cosas malucas, tristes, desesperanzadoras. Un dolor que no cesa, un dolor agudo, un dolor punzante. Un dolor cuyo único paliativo es un placebo: rememorar los tiempos en los que a los niños nos regañaban por cerrar las puertas de las casas, que se abrían desde que la gente se levantaba y se cerraban cuando se acostaban, en muchos casos solamente con una tranca de palo o una endeble aldaba. Cuando el robo de una gallina, para un sancocho de borrachos de amanecida o para la jugarreta de unos escolares en vacaciones, era el acontecimiento judicial del mes. Cuando robar marañones, zapotes, guamas, lulos o guayabas del solar vecino era más una aventura que un delito. Cuando la vida era sagrada, literalmente, a pesar de la pobreza y otros males.
Duele Quibdó. Y el dolor aumenta a niveles de agonía cuando uno recuerda que así, en un estado que los mayores llamaban santa paz, eran las cosas en Quibdó hace nomás 50 años; aun con los estragos del incendio de octubre de 1966 y las graves carencias que condujeron a la llamada huelga de agua y luz, de agosto de 1968. Porque, aunque había grandes sectores de la población que carecían de todo, las soluciones de sangre nunca fueron la salida.
Y entonces uno se pregunta a qué horas este pueblo grande metido a ciudad se convirtió en esta vorágine dolorosa, en este melancólico Far West. En esta mezcla desproporcionada y espeluznante de comuna medellinense, bonaverense y caleña, en donde las puertas y ventanas se cierran en cuanto oscurece, para dar paso al pánico, que ocupó el lugar de la música, de los sueños y del silencio. En esta desgracia inmerecida en virtud de la cual, poco a poco, cada quien tiene un muerto por quién llorar, un desterrado a quién extrañar, una vida por la cual temer, un silencio qué guardar para evitar problemas, una rabia y una impotencia que toca saber manejar para disminuir el envenenamiento del alma.
Y entonces uno se pregunta cómo y por qué las autoridades, que viven de pregonar lo contrario y fueron creadas para evitar que pasara lo que pasa, permitieron que en Quibdó esto llegara hasta donde ha llegado. Y cómo y por qué la gente, cuando de votante ejerce, elige, vuelve a elegir, reelige y vuelve a reelegir, a quienes ellos mismos llaman “los mismos con las mismas”, que son quienes no han podido impedir que esto que pasa -y que duele tanto- siga pasando y doliendo.
Quizás nunca sabremos cuántos son realmente los muertos. Cuentan en
los barrios que hay muertos que mueren sin que nadie sepa que murieron y que desaparecen
después de muertos, como si nunca hubieran estado vivos. Y al número de muertos
que finalmente se establezca habría que añadirle los muertos en vida, que son
quienes padecen la zozobra cotidiana de saber que, en cualquier momento y sin
razón válida alguna, más pronto que tarde, una bala -perdida o no- puede
alcanzarlos y quitarles la vida. O mandarlos a la otra vida, como suelen decir quienes,
ahora prevalidos de su condición de dueños y señores de la vida, tienen como
profesión en la vida quitarle la vida a los demás.
Julio desde Medellín te leemos, bien aferrados a esta pantalla de celular y con el estómago que no define si es horror o nostalgia lo que causa esta jamás merecida realidad que nos entregas Gracias por esta memoria
ResponderBorrarSiempre es un placer leerlo y aprender de su pluma.
ResponderBorrarExcelente descripción de la situación en nuestro añorado remanso de paz.
ResponderBorrarLa única solución es volvernos a JESUCRISTO que es quien nos dejó la verdadera paz. Así cada uno comprenderá el valor de la vida y la respetará en todos los sentidos.
Duele la situación de nuestro hogaño Quibdó; duele la indiferencia e inaccion hasta sospechosas de las autoridades militares; duele la indiferencia del desgobierno central; duele la falta de imaginación de los gobernantes locales para idear y materializar planes que mejoren la situación actual; duele la falta de autoridad de los padres que ahora parecen hijos de sus hijos...Pero más duele nuestra indiferencia como sociedad civil. Somos expertos críticos pero no aportamos soluciones posibles.
ResponderBorrarJulio, es hora de hacer lo que esté en nuestras manos para reorganizar nuestra casa.