En la noche
negra de arena caliente
![]() |
Paula. Autorretrato. 2019. |
Los ojos de Martín Carabalí frenaron en
seco antes de chocarse con la mirada retrechera de Estefanía Caicedo, en esa
noche en la que los invadió tanto amor como luna iluminaba aquel río seco en
cuya playa se habían dormido ya las canoas que trajeron a la gente para el
velorio.
Estefanía Caicedo puso sus ojos por el
suelo, para resistir en silencio la mirada que la embestía y le provocaba
fogajes que ya había sentido sola, a veces a la hora de bañarse en el río por
la mañana; pero que nunca se le hubiera ocurrido que se los podrían despertar
el par de ojos negros de ese negro del demonio a quien tanto recelo le tenía,
pero al que tantas ganas y tanto miedo sentía de mirar fijo, desde que él había
llegado al pueblo contando historias de ríos lejanos donde también el oro
apasionaba a los negros y les hacía soñar con futuros que se diluían en
borracheras de tres días cada fin de semana.
Martín Carabalí extendió su brazo hasta el
infinito cercano de la orilla, para escenificar la corriente del río de donde
él venía y en el cual, según estaba contando a su curioso y siempre animado
auditorio, mientras vigilaba -con los restos de mirada que le quedaban de su
drama narrado- el cuerpo en movimiento de Estefanía Caicedo, los pescados se
habían muerto ahogados por el cascajo y el ruido de las dragas de los gringos,
que sacaron tanta riqueza de adentro de ese río que él, lo aseguraba con todo
su ser enfatizando, creía que hubieran llegado al centro de la tierra si no se
hubieran marchado cuando se les empezó a desgastar la maquinaria enmohecida.
Pensó, mientras adobaba con sus propias
opiniones la historia que estaba contando en el intermedio entre dos rosarios,
que si ella le paraba bolas algún día él le contaría a ella más historias que
las que ya había contado al resto de la gente de ese pueblo, donde -según decían-
sus historias fascinaban porque hablaban de otros lugares, ponían a la gente en
contacto con el mundo y, además, porque en ese pueblo nunca pasaba nada de
importancia, excepción hecha de la vida y la muerte cotidianas.
Los músculos de los brazos de Martín
Carabalí se ensancharon de orgullo y timidez al sentirse acariciados por los
ojos de la negra Estefanía, cuya boca entreabierta presagiaba una pasión
secreta.
- Yo con ese hombre tendría tantos hijos
como años me durara la vida -pensó sorprendida Estefanía Caicedo, mientras
fingía atención, con sus manos puestas sobre los hombros de la mujer que estaba
a su lado, incómoda por la presión inusitada de los dedos de Estefanía sobre su
carne cubierta por el luto de su primo Sofonías.
Lentamente, estremecedoramente,
asfixiantemente, inexplicable y deliciosamente para ella, los senos de
Estefanía Caicedo se fueron irguiendo debajo de su blusa blanca, presionando
los pliegues del sostén, al sentirse acariciados por los ojos de Martín
Carabalí, quien se había callado para extasiarse en la locura ensoñadora de una
caricia largamente deseada, mientras sus admirados oyentes celebraban y
comentaban el final de la historia que él acababa de contarles. En noche tan fresca no entendía Estefanía
cómo podía sentir en su cuerpo tanta calentura junta, que le subía y le bajaba
como un solo de clarinete en las noches de baile y alegría.
- Estas no son cosas para sentir en un
velorio -se arrepintió por dentro, mientras luchaba por quitarse de la mente la
imagen brillante de la espalda de Martín Carabalí, que había contemplado en la
mañana mientras lavaba los trastos de su casa en la orilla del río.
Martín Carabalí se imaginó la sonrisa de la
bella Estefanía cuando él le contara que era doblemente Carabalí, por parte de
su papá Carabalí y Carabalí por parte de madre: Martín Carabalí Carabalí, el
negro pacífico y viajero que acababa de jurarse a sí mismo que aquí se detenía
su carrera por el mundo si la esbeltez rítmica de Estefanía Caicedo le permitía
dejarse atrapar para enseñarle la vida y aprender juntos el amor para siempre.
Estefanía Caicedo interrumpió en su boca la
sonrisa que le produjo el casi encontrarse con los ojos de Martín Carabalí
Carabalí, que desde sus senos despiertos habían trepado hasta su boca,
volviéndosela agua pura, atravesándole la mirada supuestamente distraída para
llegar hasta su frente y clavarle en la cabeza un pensamiento de amor. La
enterneció la idea de apagar una lámpara a la media noche y prender sus
sensaciones al cobijo de un toldillo grande y claro como el cielo estrellado
que iluminaba el patio de la casa del velorio, donde Estefanía Caicedo sintió
ganas de pararse y subir la escalera y sentarse en medio de la sala, junto al
muerto, y echarse un rosario bien rezado por el alma del difunto, de esos que
le había enseñado su tío Gumercindo, segura como estaba de que esos ojos negros
de negro la seguirían paso a paso y le recorrerían la espalda y las caderas
durante todo el tiempo que durara el rezo.
El opaco brillo de las bandejas cubiertas
de pocillos de café, aguardiente y galletas, le sacó los ojos a Martín de las
piernas de Estefanía, que se acomodaban, listas para el regreso, en el barrote
de esa silla campesina, auténtica silla mariapalito, de madera basta clavada en
listones que se triangulaban en las puntas. Automáticamente cogió la copa de
aguardiente, se la zampó sin preámbulos y sintió que el anisado le calmaba una
extraña sed que lo tenía temblando por dentro, mientras sus ojos alcanzaban el
último retazo de la falda de Estefanía, que estaba de vuelta a su banca y a las
miradas de él.
Le provocó contar algo para llamar su
atención. Historias le sobraban, desde ese amanecer en el que se embarcó para
un viaje que su madre había maldecido, pero para el cual le había dado una
llorosa bendición con sus manos ancestrales repletas de recuerdos y huellas de
bateas milenarias, almocafres gastados y fugaces castellanos de oro. Pero no lo
hizo: cómo contarles a todos algo que tenía reservado para ella como primera
oyente. Cómo traicionar ese regalo que con tanto celo había guardado en su
memoria para entregárselo, palabra por palabra, a la mujer que le hiciera dar
ganas verdaderas de tener un hijo de amor...

Los cuatro ojos se unieron con un bejuco
invisible de amor eterno. Se contemplaron un instante largo. Se dijeron cuanto tenían
para decirse, con esa fluidez elemental y tormentosa de las confesiones del
alma enamorada; se invitaron a acercarse; se aceptaron mutuamente la
invitación... Cuando Estefanía Caicedo se dio cuenta, ya Martín Carabalí
Carabalí le estaba arrancando una sonrisa, sentado a su lado, diciéndole que él
era doble y orgullosamente Carabalí, que él había sido machetero en el norte
del Cauca, al lado de don Sinecio Mina, que con sus machetes y sus ganas de
libertad ellos dos -y cientos de negros más- le habían arrancado la tierra
robada a los Arboleda y se habían jurado no volver a ser esclavos de nadie
nunca más.
Martín Carabalí Carabalí, espoleado por la
sonrisa inefable de Estefanía Caicedo, puso entre sus manos sudorosas una mano
de la negra temblorosa y feliz, le clavó los ojos hasta el fondo de la
conciencia, en el centro del corazón que latía con prisa y sin pausa alguna.
Ella se le metió con los ojos por todos los recovecos interiores, le agradeció
con las caricias de la mirada el regalo de su historia y le hizo prometerle con
la vista que enseguida se la llevaría para su casa a recorrerle, con su cuerpo
todo de negro encabildado, todo su cuerpo de negra enamorada, de la misma
manera que lo había hecho con sus ojos toda la noche, sin tregua, para que así
escribieran juntos en sus pieles y en sus memorias el primer capítulo de una
historia que iba a durar toda la vida y que produciría tantos hijos como años
les diera la vida, para poblar este Atrato de Carabalíes que juraran cada vez
para siempre no volver a ser esclavos de nadie nunca más.
Doble y orgullosamente Carabalí. Novela. Capítulo 1.
ISBN 978-958-44-6170-4. Julio César Uribe Hermocillo.
![]() |
Atrato. Foto: JCUH. |
Magistral relato de amor!
ResponderBorrar