lunes, 22 de julio de 2019


En la noche negra de arena caliente
Paula. Autorretrato. 2019. 

Los ojos de Martín Carabalí frenaron en seco antes de chocarse con la mirada retrechera de Estefanía Caicedo, en esa noche en la que los invadió tanto amor como luna iluminaba aquel río seco en cuya playa se habían dormido ya las canoas que trajeron a la gente para el velorio.

Estefanía Caicedo puso sus ojos por el suelo, para resistir en silencio la mirada que la embestía y le provocaba fogajes que ya había sentido sola, a veces a la hora de bañarse en el río por la mañana; pero que nunca se le hubiera ocurrido que se los podrían despertar el par de ojos negros de ese negro del demonio a quien tanto recelo le tenía, pero al que tantas ganas y tanto miedo sentía de mirar fijo, desde que él había llegado al pueblo contando historias de ríos lejanos donde también el oro apasionaba a los negros y les hacía soñar con futuros que se diluían en borracheras de tres días cada fin de semana.

Martín Carabalí extendió su brazo hasta el infinito cercano de la orilla, para escenificar la corriente del río de donde él venía y en el cual, según estaba contando a su curioso y siempre animado auditorio, mientras vigilaba -con los restos de mirada que le quedaban de su drama narrado- el cuerpo en movimiento de Estefanía Caicedo, los pescados se habían muerto ahogados por el cascajo y el ruido de las dragas de los gringos, que sacaron tanta riqueza de adentro de ese río que él, lo aseguraba con todo su ser enfatizando, creía que hubieran llegado al centro de la tierra si no se hubieran marchado cuando se les empezó a desgastar la maquinaria enmohecida.

Pensó, mientras adobaba con sus propias opiniones la historia que estaba contando en el intermedio entre dos rosarios, que si ella le paraba bolas algún día él le contaría a ella más historias que las que ya había contado al resto de la gente de ese pueblo, donde -según decían- sus historias fascinaban porque hablaban de otros lugares, ponían a la gente en contacto con el mundo y, además, porque en ese pueblo nunca pasaba nada de importancia, excepción hecha de la vida y la muerte cotidianas.

Los músculos de los brazos de Martín Carabalí se ensancharon de orgullo y timidez al sentirse acariciados por los ojos de la negra Estefanía, cuya boca entreabierta presagiaba una pasión secreta.

- Yo con ese hombre tendría tantos hijos como años me durara la vida -pensó sorprendida Estefanía Caicedo, mientras fingía atención, con sus manos puestas sobre los hombros de la mujer que estaba a su lado, incómoda por la presión inusitada de los dedos de Estefanía sobre su carne cubierta por el luto de su primo Sofonías.

Lentamente, estremecedoramente, asfixiantemente, inexplicable y deliciosamente para ella, los senos de Estefanía Caicedo se fueron irguiendo debajo de su blusa blanca, presionando los pliegues del sostén, al sentirse acariciados por los ojos de Martín Carabalí, quien se había callado para extasiarse en la locura ensoñadora de una caricia largamente deseada, mientras sus admirados oyentes celebraban y comentaban el final de la historia que él acababa de contarles. En noche tan fresca no entendía Estefanía cómo podía sentir en su cuerpo tanta calentura junta, que le subía y le bajaba como un solo de clarinete en las noches de baile y alegría.

- Estas no son cosas para sentir en un velorio -se arrepintió por dentro, mientras luchaba por quitarse de la mente la imagen brillante de la espalda de Martín Carabalí, que había contemplado en la mañana mientras lavaba los trastos de su casa en la orilla del río.

Martín Carabalí se imaginó la sonrisa de la bella Estefanía cuando él le contara que era doblemente Carabalí, por parte de su papá Carabalí y Carabalí por parte de madre: Martín Carabalí Carabalí, el negro pacífico y viajero que acababa de jurarse a sí mismo que aquí se detenía su carrera por el mundo si la esbeltez rítmica de Estefanía Caicedo le permitía dejarse atrapar para enseñarle la vida y aprender juntos el amor para siempre.

Estefanía Caicedo interrumpió en su boca la sonrisa que le produjo el casi encontrarse con los ojos de Martín Carabalí Carabalí, que desde sus senos despiertos habían trepado hasta su boca, volviéndosela agua pura, atravesándole la mirada supuestamente distraída para llegar hasta su frente y clavarle en la cabeza un pensamiento de amor. La enterneció la idea de apagar una lámpara a la media noche y prender sus sensaciones al cobijo de un toldillo grande y claro como el cielo estrellado que iluminaba el patio de la casa del velorio, donde Estefanía Caicedo sintió ganas de pararse y subir la escalera y sentarse en medio de la sala, junto al muerto, y echarse un rosario bien rezado por el alma del difunto, de esos que le había enseñado su tío Gumercindo, segura como estaba de que esos ojos negros de negro la seguirían paso a paso y le recorrerían la espalda y las caderas durante todo el tiempo que durara el rezo.

El opaco brillo de las bandejas cubiertas de pocillos de café, aguardiente y galletas, le sacó los ojos a Martín de las piernas de Estefanía, que se acomodaban, listas para el regreso, en el barrote de esa silla campesina, auténtica silla mariapalito, de madera basta clavada en listones que se triangulaban en las puntas. Automáticamente cogió la copa de aguardiente, se la zampó sin preámbulos y sintió que el anisado le calmaba una extraña sed que lo tenía temblando por dentro, mientras sus ojos alcanzaban el último retazo de la falda de Estefanía, que estaba de vuelta a su banca y a las miradas de él.

Le provocó contar algo para llamar su atención. Historias le sobraban, desde ese amanecer en el que se embarcó para un viaje que su madre había maldecido, pero para el cual le había dado una llorosa bendición con sus manos ancestrales repletas de recuerdos y huellas de bateas milenarias, almocafres gastados y fugaces castellanos de oro. Pero no lo hizo: cómo contarles a todos algo que tenía reservado para ella como primera oyente. Cómo traicionar ese regalo que con tanto celo había guardado en su memoria para entregárselo, palabra por palabra, a la mujer que le hiciera dar ganas verdaderas de tener un hijo de amor...

Hora tras hora, la noche se fue confundiendo con el día, el cual no hubiera necesitado al sol para anunciarse, pues la luna lo hubiera reemplazado con luminosas creces. Los atrevidos ojos de Martín Carabalí reconocieron palmo a palmo el territorio del amor en el cuerpo tembloroso de Estefanía Caicedo, a excepción de sus ojos de muchacha esquiva, que sortearon todas las trampas que la mirada de Martín les puso. Estefanía Caicedo sintió que las piernas le fallaban, y se agradeció a sí misma el hecho de estar sentada, cuando la mirada de Martín vino y se le paró a todo el frente y viajó nuevamente por sus brazos veinteañeros, le removió con dulzura los senos hasta dejárselos perplejos y encantados, le rozó sin descanso, una y otra vez, los muslos firmes, le besó las canillas y las rodillas, le apartó las piernas, transpuso el umbral de su falda y penetró con delirio en sus entrañas ávidas, devorándosele las defensas, venciendo con ternura su inocente resistencia y obligándola a mirarlo de frente, fijamente, por primera vez en la vida y en la noche, cuando ya los gallos cantaban y la gente empezaba a irse para dormir un poco y alistarse para el entierro.

Los cuatro ojos se unieron con un bejuco invisible de amor eterno. Se contemplaron un instante largo. Se dijeron cuanto tenían para decirse, con esa fluidez elemental y tormentosa de las confesiones del alma enamorada; se invitaron a acercarse; se aceptaron mutuamente la invitación... Cuando Estefanía Caicedo se dio cuenta, ya Martín Carabalí Carabalí le estaba arrancando una sonrisa, sentado a su lado, diciéndole que él era doble y orgullosamente Carabalí, que él había sido machetero en el norte del Cauca, al lado de don Sinecio Mina, que con sus machetes y sus ganas de libertad ellos dos -y cientos de negros más- le habían arrancado la tierra robada a los Arboleda y se habían jurado no volver a ser esclavos de nadie nunca más.

Martín Carabalí Carabalí, espoleado por la sonrisa inefable de Estefanía Caicedo, puso entre sus manos sudorosas una mano de la negra temblorosa y feliz, le clavó los ojos hasta el fondo de la conciencia, en el centro del corazón que latía con prisa y sin pausa alguna. Ella se le metió con los ojos por todos los recovecos interiores, le agradeció con las caricias de la mirada el regalo de su historia y le hizo prometerle con la vista que enseguida se la llevaría para su casa a recorrerle, con su cuerpo todo de negro encabildado, todo su cuerpo de negra enamorada, de la misma manera que lo había hecho con sus ojos toda la noche, sin tregua, para que así escribieran juntos en sus pieles y en sus memorias el primer capítulo de una historia que iba a durar toda la vida y que produciría tantos hijos como años les diera la vida, para poblar este Atrato de Carabalíes que juraran cada vez para siempre no volver a ser esclavos de nadie nunca más.

Doble y orgullosamente Carabalí. Novela. Capítulo 1. 
ISBN 978-958-44-6170-4. Julio César Uribe Hermocillo.

Atrato. Foto: JCUH.


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