08/09/2025

 De batuteros pajudos, bandas de guerra 
y desfiles olímpicos

*Escena de un desfile conmemorativo en la Carrera Primera, de Quibdó (1960, aprox.), con una banda de guerra no identificada. Foto: Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó (sin descripción ni fecha).

Las bandas de los colegios de Quibdó no eran tan nutridas en instrumentos ni en integrantes. Tampoco eran tan sofisticadas y variadas en repertorios y figuras rítmicas o coreográficas. Muchísimo menos eran musicales o músico-marciales, como ahora. Aquellas bandas, entre la década de 1960 y finales de los años 1980, y hacia atrás, eran puramente marciales, tan marciales que se llamaban bandas de guerra, una denominación impropia y absurda que nadie cuestionaba, no solo por su origen, sino quizás porque era simbólicamente funcional al campo de las rivalidades, competencias y emulaciones entre colegios, como el Carrasquilla y la Normal en el caso de Quibdó.

Tal denominación –bandas de guerra– había nacido en el marco de la promoción del espíritu nacionalista y patriótico por parte del Estado en todo el país, y de su aliada la iglesia católica en los llamados territorios de misiones; alrededor de hitos como el primer centenario de la independencia colombiana, la separación de Panamá, el conflicto limítrofe con el Perú y el centenario de la muerte de Simón Bolívar. En dichas conmemoraciones, revestidas de la mayor pompa y de estricto protocolo e imbuidas de disciplina y orden militar –además de discursos, eventos, decretos de honores e instauración de actos cívicos obligatorios en poblaciones y centros escolares-, se erigieron plazas y monumentos por todo el país, y –cómo no– se llevaron a cabo desfiles y marchas a lo largo de la geografía nacional, encabezados por las bandas musicales de los municipios, departamentos e intendencias, creadas para solemnizar los actos oficiales y difundir repertorios de carácter patrio y supuestamente nacional, al igual para el esparcimiento de la población en las retretas dominicales y fiestas de todo orden; y por las bandas marciales de los colegios de hasta los últimos rincones de Colombia, creadas primero en los establecimientos masculinos y después en los femeninos pasada la primera mitad del siglo XX–, las cuales se promovieron como nuevo escenario y símbolo de adhesión infantil y juvenil a los llamados valores de la nación, con sus tambores pintados de amarillo, azul y rojo, las borlas tricolores de sus bastones, y el uso de chaquetillas, quepis e insignias que imitaban a las milicias, en nombre del amor a la patria.

Aquellas bandas marciales, al igual que los equipos de fútbol y de basquetbol, que también se impulsaron en la década de 1930, además de su función primigenia, se convirtieron en agrupaciones y escenarios simbólicos mediante cuyas puestas en escena y performances se tramitaban y ejercían las rivalidades clásicas entre colegios de la ciudad, como el Carrasquilla y la Normal Superior, cuyos oncenos de fútbol, quintetos de baloncesto y bandas de guerra jugaban, tocaban y desfilaban como si en ello les fuera la vida, como si la tradición de cada establecimiento educativo, en todos los órdenes institucionales e históricos, estuviera en sus pies, en sus manos, en las baquetas de sus redoblantes o en el mazo de sus bombos, en el pito de sus cornetas y en las piruetas de sus batuteros. La banda de guerra reemplazó así los escenarios y actividades de emulación académica y artística, que poco a poco fueron desapareciendo para cederle el paso y el escenario a los desfiles conmemorativos con uniformes de gala o atuendos especiales y a los torneos deportivos, también de gran convocatoria y concurrencia ciudadana.

A tan significativo peso simbólico, cuya puesta en escena respondía a un libreto perfectamente preconcebido y a una coreografía marcial decenas de veces ensayada, se sumaba -de la propia cosecha de los integrantes de cada banda de guerra- el lucimiento personal de cada uno de ellos, a través de un conjunto de elementos de carácter individual: contoneos y caminados, elegancias inventadas para cada movimiento, miradas convenientemente repartidas entre el horizonte cercano y lejano y el público de las aceras, gestos faciales de mayor o menor seriedad o sonrisa, expresión corporal calculada; conjunto este que en la jerga local se conocía como pajancia o pajudeza, y cuya ejecución estaba pensada para lucirse ante el público que salía a presenciar los desfiles, principalmente ante las muchachas de los colegios femeninos y las peladas de los vecindarios.

Símbolo, culmen y summum de la fafarachería, el batutero de la banda solía ser el más pajudo de todos. El aguaje de su caminado, su gestualidad evidentemente calculada para impresionar, su concentración por momentos fingida y la impostación de sus miradas al infinito, acompañaban las piruetas que el muchacho, por lo general espigado y longilíneo, hacía con su batuta, especialmente aquella de lanzarla lo más alto posible, dar una o dos vueltas y esperarla arrodillado para recibirla impecablemente en una mano; al igual que aquel momento de liderazgo en el que, batuta al aire en una mano y dedos indicativos en la otra, marcaba el cambio de toque, de ritmo, de momento marcial, a los ejecutantes y a los escuadrones de estudiantes que marchaban uniformemente al compás de los bombos y los redoblantes.

No se quedaban atrás los cornetas, tan fafaracheros como los batuteros, en cuanto a la pajudeza de su marcha en los desfiles; con la diferencia de que ellos solo podían alardear cuando no estaban ejecutando su instrumento, pues cuando les correspondía hacerlo sonar –ante la mirada acre del profesor que dirigía la banda– se imponía la concentración total, si se querían evitar deslices, pitos y chillidos indeseables, desafinaciones e imprecisiones o falta de firmeza y pulcritud en el sonido de la corneta.

Redoblantes y bombos sí que tenían la oportunidad de ser todo lo alabanciosos que quisieran ser. La sincronía entre los golpes de sus baquetas y mazos, la impostura de su marcha y la fatuidad atenta de su mirada repasando la multitud o ignorándola, según conveniencia, era perfecta; como perfectos eran los choques estridentes de los platillos, que no interrumpían la actuación de sus ejecutantes, tan presumidos como el resto de sus compañeros, incluyendo a quienes ejecutaban los triángulos, que eran vistos como intérpretes menores por los reyes de la fanfarronería; cosa que a ellos no era que les importara mucho, pues -al no ser el centro de atención de la banda- podían marchar a su aire, incluso charlando entre ellos y hasta saludando a las amistades y parientes que formaban parte del público del desfile.

Sea como fuere en materia de vanagloria y ostentación de los integrantes de la banda, los desfiles de los colegios, de cualquier clase, eran extenuantes, tanto en la canícula del mediodía como en los bochornos matutinos. Incluso por las noches, en los llamados desfiles de antorchas, cuando portábamos aquellas teas hechas con tarros de aluminio o latón de leche Klim o avena Quaker, clavados a un palo de escoba y rellenos de costal y otros materiales combustibles empapados en querosín para que ardieran.

Los desfiles olímpicos, que le daban la vuelta completa al pueblo e incluían a la totalidad de los alumnos del colegio, así como ciertos movimientos especiales de los escuadrones, que posteriormente se empezaron a llamar revistas; ocupaban el primer puesto en cuanto a agotamiento y cansancio de sus participantes. Igual de extenuantes eran las marchas fúnebres, con las que estudiantes rasos y bandas de guerra –a paso lento y ritmo tenue, en el absoluto silencio que permitía que se oyera el sonido de las suelas de los zapatos arrastrándose sobre el piso de las calles y el sordo murmullo de conversaciones ocasionales de los adultos– acompañaban el traslados de los difuntos desde la iglesia hasta el cementerio, atravesando medio pueblo e incluyendo la loma aquella que conducía al antiguo hospital y al camposanto, en la salida hacia Antioquia. El olor peculiar de estas marchas, cierto aroma a luto y a tristeza, que en la iglesia se mezclaba con el humo del incienso, en la calle con el sopor y en el cementerio con la pesada fragancia de aquellas flores que nunca entendimos por qué olían tan raro, se nos quedaba grabado por días, en la memoria y en el uniforme.

La Normal Superior de Quibdó (1942) y el Colegio Carrasquilla (1950 aprox.) fueron durante décadas rivales y émulos deportivos y académicos. Sus bandas de guerra y sus equipos de fútbol y basquétbol se convirtieron en escenarios simbólicos de su competencia permanente. FOTOS: Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó / El Guarengue.

Al finalizar cada recorrido, lo que uno más deseaba era un poco de sombra y medio galón de agua, pues en aquellos tiempos los desfiles no incluían acompañantes ni profesores “hidratando” a los alumnos que marchaban. Era una gloria llegar a la casa y quitarse el uniforme, despiadado en los tiempos del pantalón y el saco de paño, con camisa blanca de dacrón o popelina, corbatín para los anexos y corbata para los normalistas; que pasaría después, sin perder del todo su incomodidad, a los pantalones de terlete o terlenka, poliéster puro, durable y abrasador, que sancochaba las piernas cuando atrapaba el sudor, camisa blanca de manga corta y corbata, ya entonces sin aquel inverosímil saco de paño, que cosían sobre medida los hábiles sastres de aquel pueblo en donde la gente se sentaba en los andenes de sus casas o se agolpaba en las esquinas más importantes del recorrido, a ver pasar los desfiles que a lo largo del año, y en fechas que todo el mundo conocía, alegraban la vida cotidiana de aquel pueblo grande en donde, aunque las bandas fueran de guerra, aún se vivía en completa paz.

3 comentarios:

  1. Recuerdos hermosos de aquellos tiempos donde correteábamos los desfiles ovacionando y aplaudiendo con respeto a los de las bandas y a las personas que en forma decorosa deleitaban al público con su imponente revista, era algo elegante que no había forma de quedarse en en casa ante semejante espectáculo.
    Gracias por evocar momentos tan significativos que alegran la vida de todas aquellas personas que lo disfrutamos. Saludos, Julio César.

    Yadira Murillo Valencia
    Éxitos

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  2. Buenos días, Julio César, gracias por recordar mi paso por aquella banda del Club Domingo Savio y sus atuendos de lujo que el reverendo Ernesto Arias Arellano disponía para usar en desfiles sobre todo religiosos. Saludos miles.

    Jorge Valencia Valencia

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  3. Me reí mucho recordándome de esa mano de pajudos de las banda del Carrasquilla y la Normal de Quibdó. Gracias.

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