lunes, 15 de agosto de 2022

 El fogón de la memoria

La señora Zita Emperatriz Copete Viuda de Peña,
con su biznieta Luciana y con su esposo,
el profesor Manuel Antonio Peña Córdoba.
Fotos tomadas del libro A qué sabe el Chocó.

Contemplar una foto familiar antigua es traer al presente un minuto congelado en el tiempo de aquel pasado que ahí quedó retratado. Observar los personajes y reconocerlos en su edad de entonces, en su parentesco con nosotros e incluso en los colores y telas del vestuario que en la foto lucen es literalmente regresar por un momento al instante en el que la foto fue tomada y a la época en la que dicho momento se inscribe. Sucesivamente, por llana asociación mental, nuestra memoria viaja a todos los elementos de contexto que es capaz de evocar: la casa donde vivíamos, la calle donde jugábamos, el barrio por el que deambulábamos, el pueblo que recorríamos, los vecinos con los que compartíamos la vida cotidiana, el fotógrafo y su cámara, el día y la hora y el motivo de la foto, la modista o el sastre o el almacén de donde provino el vestuario, etcétera, etcétera… Hay quienes son capaces de recordar incluso qué clima hacía ese día de hace medio siglo en el que la foto fue tomada. Un hilo casi inacabable puede desenvolverse de la madeja de la memoria con solo mirar una foto y reparar por unos minutos el conjunto de la escena. De ahí la importancia documental de la fotografía para la reconstrucción y modelación de la historia, sea la de un país entero o sea solamente la de uno mismo, simple mortal que repasa un álbum familiar en una tarde de nostalgia solitaria o en compañía.

Algo similar ocurre cuando, después de muchos años, aún más cuando ella ya no está, uno vuelve a comer una comida de las que en la infancia le preparaba y le servía la mamá. Aquella sopa de fideos con queso por la que nos desvivíamos, que rara vez alcanzaba para repetir porción y mucho menos para obtener un trozo adicional de queso, el cual terminábamos birlando -mediante cualquier treta pueril- del plato de la hermanita menor que más nos quería. Ese hígado en bistec cuyos trozos de papa se deshacían en la boca sin necesidad de morderlos y que al unísono con la gustosa suavidad de la víscera en su punto se acomodaron para siempre en nuestra memoria gustativa. Los pasteles chocoanos de arroz cuya preparación -en diciembre- era toda una fiesta que duraba un día entero. El arroz con longaniza cuyo apetitoso olor invadía la casa, hasta el porche y el amplio patio. El dulce de papaya verde o las cocadas preparadas con el afrecho de coco que quedaba después de hacer el arroz con el que tantas veces se acompañó el guiso de pargo rojo o dentón. El jugo de guayaba agria con dos o tres pedazos de hielo tintineando felices entre el vaso de vidrio. Las masitas de queso fritas para la comida de la tarde del viernes o el jujú de plátano o banano verde, con porciones generosas de queso finamente rallado, en el desayuno del sábado… Las comidas con las que uno a lo criaron (cada uno recuerda las suyas) tienen el mismo poder evocador de una fotografía. Y quizá un poco más, pues la memoria que despiertan estas comidas incluye también vivaces remembranzas auditivas, visuales y táctiles, gustativas y olfativas. Aunque sea el mismo plato y la misma receta, ninguna comida tendrá nunca el mismo sabor ni el mismo aroma que tenía la comida maternal. No será el mismo nunca el sonido del agua fría apagando la fritura previa del arroz y la cebolla en el caldero, para continuar la cocción. Por más encopetada que sea la presentación de un plato, jamás superará la imagen del decorado de rodajas de huevo cocido coronando la porción de ensalada de zanahoria, remolacha, papa y atún, servida en esos platos de loza china con grabados de florecitas de colores en los bordes. La muelle textura del bocachico sofrito integrado al caldo adobado con queso costeño o la suavidad de una pampada de banano frito no serán jamás iguales a las que uno conserva en sus recuerdos de la infancia. Nadie volverá a decirle a uno palabras de tanto aliento y motivación como las que la mamá le decía cuando le entregaba la comida y con ellas lograba convertir en banquete inolvidable hasta el plato más precario con el que desvaraba el almuerzo en tiempos de penuria.

Ese es el inagotable valor y el significado inigualable que tienen las cocinas familiares, tradicionales o parentales, las que uno disfrutó y vivió en el seno de su familia, de la mano de su mamá, de sus parientes e incluso de sus vecinos. “Son cocinas cargadas de tradiciones; llenas de emociones y de nostalgias, en las que las sombras oscuras del pasado lejano cobran vida a cada paso, a cada fogonazo, para sazonar la vida con gratos recuerdos”, dice el investigador Carlos Humberto Illera Montoya, Profesor titular del Departamento de Antropología de la Universidad del Cauca, en Popayán. Y añade de magistral modo: “En las cocinas parentales aparecen las hambres calmadas con las comidas improvisadas al calor del afecto, surgidas del ingenio de madres, abuelas, tías y demás mujeres abnegadas a las cuales la vida puso en el camino de sus familias para alimentarlas con sus deliciosos preparitos. En esas cocinas los refinamientos escultóricos y pintorescos no hallaban cabida, pues el ingenio y la creatividad no se podían derrochar sino en la solución inmediata de resolver lo que urgía: qué se va a comer hoy… mañana será otro día”[1].

Y justamente por eso es incomparable el valor y enorme es la importancia que para la preservación del patrimonio y de la tradición cultural del Chocó, y de Quibdó en particular, tiene el libro A qué sabe el Chocó, un relato sobre la vida y la cocina de Doña Zita Emperatriz Copete Mosquera viuda de Peña, la Señora Zita, como la conocemos desde cuando éramos muchachos y compartíamos los juegos de la calle con sus hijos por ahí en La Yesca o Chambacú o en la confluencia de la Calle de las Águilas con la Carrera 5ª, junto a la antigua casa de la señora Niza, al frente del andén donde Mamá Vito vendía sus cocadas, su sosiega y sus pepas de árbol del pan, o en el andén de la casa del Mayor Fulton.


Presentado públicamente el pasado 30 de julio, en Quibdó, este bello libro es una iniciativa básicamente familiar, un homenaje a esta matrona que, con más de 90 años de edad, mantiene vigente gran parte de sus memorias vitales y coquinarias, que en el fondo son lo mismo, pues sus preparaciones, platos y recetas forman parte de la totalidad de su vida y datan de la generación anterior a ella, la generación de su mamá, de quien las aprendió y quien a su vez las heredó de la suya, que fue en su momento depositaria de la tradición que también de niña aprendió, y así ininterrumpidamente, cadenciosamente, generación tras generación, a través del tiempo, que es precisamente el sustento de las cocinas parentales, tradicionales, familiares, locales, autóctonas.

“A qué sabe el Chocó” es un proyecto familiar que ha estado en la mente y corazones de los hijos de Zita Emperatriz Copete de Peña y que a través de las nuevas generaciones se está materializando. El libro pretende honrar las historias de Mamá Ziti, cargadas de significado espiritual, emocional y ancestral, pues en ellas se encuentran todas las generaciones anteriores y desde la unión con el gran padre, abuelo y bisabuelo, Manuel Antonio Peña Córdoba, su compañero de infancia y de toda la vida. Es por esto que este trasciende las fronteras de un recetario, para situarse en la magia de los aromas y olores que nos recuerdan estas historias cargadas de amor y pasión traducidos en un plato de comida”[2].

Como se anota en el prólogo del libro, escrito por el profesor Illera Montoya, “las preparaciones simples, cotidianas y sencillas que Zita nos ofrece en este libro derivan su grandeza de la pasión con que ella sabe hacerlas, del conocimiento que le ha dado la experiencia y de su voluntad para enfrentar su cocina sin cansancio. Su carácter lo adquieren en medio de su ingenuidad, de su humildad, sin aspavientos y sin alardes”[3]. Las recetas de dichas preparaciones, compiladas por su hija Ana Teresa y por su nieta Angélica, de boca de la propia Señora Zita, aparecen agrupadas en las siguientes categorías: Dulces (suspiros, enyucados, birimbí, etc.), Comidas especiales (pasteles, mondongo, longaniza, guarrú, etc.), Comidas cotidianas (sopa de queso, dentón ahumado, locro, atollado, jujú, etc.), Vendajes o comida preparada para la venta (domplines, pandeyucas, almojábanas, pan ayemado, etc.) y Bebidas (jugo de lulo chocoano y de borojó, chicha de maíz y de arroz, etc.).

Además del prólogo, el libro contiene una introducción hecha por su nieta Angélica Patricia Peña Cubillos, hija menor de David (hijo menor de la Señora Zita) y de su esposa Patricia. Igualmente, un sucinto repaso de la historia de vida de la matrona, incluyendo los reconocimientos que por su cocina ha recibido y un repaso evocador de la cocina de cuatro barrios de Quibdó en los años 40 del siglo pasado, cuando la Señora Zita se estableció para siempre en La Yesquita.

“Zita Emperatriz Copete de Peña nació el 10 de junio de 1930 en el municipio de Tadó. Su padre, Griseldino Copete, murió cuando Mamá Ziti tenía 5 años. Su madre, Ana Teresa Mosquera, también de Tadó, era maestra y trabajaba en caseríos y corregimientos de los ríos Atrato, San Juan y Baudó, y murió cuando ella tenía 15 años. Por esto, Mamá Ziti se crio en Quibdó bajo el cuidado de sus hermanas y hermanos mayores en el barrio La Yesquita, donde llegó a la edad de 9 años: Colombia Copete Mosquera, quien fue la primera Licenciada en Educación Física en el Chocó; Miliza, una de las primeras comerciantes de Quibdó; Piedad Lilí, también educadora; Atilano, quien era sastre y Elimeleth Copete, quien se pensionó como trabajador en el puerto de Buenaventura”[4].

Los contenidos mencionados ocupan la tercera parte de la bella publicación del libro, cuyo diseño y diagramación son obra de la diseñadora gráfica Luisa Fernanda Peña Cubillos, quien sumó su talento al de su hermana, al de su tía y al de su papá, para redondear el trabajo de edición que con ellas y él tuve el honor de hacer. Las otras dos terceras partes son ocupadas por las recetas de la Señora Zita, agrupadas como antes se indicó. Las bellas fotografías que ilustran el libro le muestran al lector la mayor parte de los platos cuyas recetas se incluyen, así como escenas familiares memorables de los Peña Copete y de su parentela extensa. Los retratos de la Señora Zita en su cocina o en el patio de su casa repleto de matas tienen la impronta del fotógrafo y diseñador gráfico chocoano Andrés Mauricio Mosquera Mosquera (Waosolo), a quien, junto a José Alejandro Restrepo Penagos y Nicolás Cubillos Mora, debe el libro su material fotográfico, que se nutrió también de los álbumes familiares.


Es un verdadero gusto recorrer las páginas de este libro y sentir que cada imagen, cada fragmento de la memoria de la Señora Zita y cada receta de su cocina lo llevan a uno de la mano por los caminos de la tradición culinaria de orillas y pueblos del Chocó, por las calles y andenes de la historia de Quibdó a través de su comida parental, por los rincones más queridos de la memoria personal, familiar y barrial. Los aromas y sabores que uno alcanza a evocar mientras transita sin prisa y con todo el gusto del mundo por las bellas páginas de este libro terminan recordándonos literalmente a qué sabe el Chocó, desde el talento de esta mujer tan majestuosa como su nombre y tan “menuda como un soplo”: Zita Emperatriz Copete viuda de Peña.[5]


[1] Illera Montoya, Carlos Humberto. Cocinas parentales de Popayán. Cinco ensayos con sabor a tradición. Corporación Gastronómica de Popayán y Alcaldía de Popayán. 2019. 224 pp. Pág. 11.

[2] Copete de Peña Zita Emperatriz. A qué sabe el Chocó. Primera edición: junio 2022. Bogotá, Peku S.A.S. 95 pp. Pág. 12-13.

[3] Ibidem. Pág. 9.

[4] Ibidem. Pág. 15.

[5] Una de las mejores formar de sumarse al merecido homenaje a la Señora Zita, que es este libro, es adquiriendo el mismo. Para ello, se pueden comunicar en Bogotá con Angélica Peña (3015340906) o con Ana Teresa Peña, en su casa materna en La Yesquita, en Quibdó.

9 comentarios:

  1. Julio que Belleza al leer este y todos tus escritos solo tengo que admirarlo y destacar tu grandeza como escritor

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    1. Me honra tu comentario. Muchísimas gracias. A tu disposición siempre El Guarengue.

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  2. Está es nuestra historia culinaria y así debe plasmarse en toda actividad de los chocoanos para pasar de la oralidad a la escritural
    He allí la importancia de estimularla y apoyarla..

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    1. De acuerdo. Adquirir y difundir el libro de la Señora Zita es una buena manera de estimular y apoyar esta parte de nuestro patrimonio.

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  3. Me hincha el corazón 💓 perder leer estas líneas. Qué orgullo de familia. 🥰👏🏽👏🏽🙏🏾

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  4. En días pasados recibí de manos mi dilecto amigo Jaime Sarria Luna esa joya bromatológica de la Chocoanidad en donde se describen en palabras de doña Zita Copete viuda de Peña, aquellos secretos culinarios, olores y sabores que nos retrotraen a esas vivencias infantiles, juveniles y también de nuestra madurez. Es tangible la influencia caribeña en la preparación de estas viandas tan exquisitas llenas también del conocimiento ancestral de la diáspora africana y sobre todo, del amor. . Es un libro que invita a la danza de nuestras papilas y a los receptores químicos del olor; ese olor a selva, quebrada y río .
    Excelente articulo apreciado Julio Cesar, se nota que las musas te persiguen de manera inexorable para crear tan hermosos textos.
    Lascario Alberto Barboza Diaz

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