10/11/2025

 Estampas quibdoseñas VI
—Gitanerías y adivinaciones—

Quibdó: 1-Parque Centenario, incluyendo templete en homenaje a César Conto Ferrer (1965). 2-Palacio Intendencial (1966). 3-Orilla del río Atrato (1957). 4-Centro de la ciudad (1957). FOTOS: 1 y 2: Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó. 3 y 4: Fondo Nereo López-Biblioteca Nacional de Colombia.

Aparecían como de la nada, una o dos veces al año y en cualquier época. Con frecuencia, llegaban a la ciudad en los primeros meses, por la cuaresma, cuando abundaba el pescado atrateño en las canoas de las orillas del mercado y en los platos del desayuno, el almuerzo y la comida de todas las casas de todos los vecindarios de Quibdó… Del mismo modo, desaparecían un día cualquiera, sin que uno se diera cuenta ni cuándo ni cómo se habían ido, ni siquiera para dónde, ni cuánto tiempo habían estado, ni dónde habían dormido.

Cuando uno se percataba de su presencia, por más temprano que fuera en la mañana, ya estaban caminando desde los lados del convento y la iglesia hasta la cabecera del pueblo, curioseando por los puertos de la orilla del río, arrimándose -sin llegar del todo- hasta las canoas cargadas de plátano o pescado de los campesinos atrateños… O recorriendo sin prisa las carreras primera, segunda o tercera, admirando la majestad de madera de las casas de dos o tres pisos, con sus balcones volados de bolillos torneados y cenefas en las claraboyas, con sus techos de zinc a cuatro aguas, con sus grandes salas parcialmente ocultas tras los biombos de madera, y con sus tiendas y almacenes espaciosos y amplios como la variedad de su surtido y de los acentos de sus propietarios... O caminando lentamente por el Parque Centenario, sentándose en sus bancas de cemento o en las escalinatas del monumento a César Conto, el liberal más liberal de todos los liberales del país liberal, donde ellas solían admirar la broncínea perfección del busto del prohombre elegantemente trajeado y con un libro en su mano derecha, bien asido y apoyado en su pecho, que ellas solían recorrer con los dedos finos y largos de sus finas y largas manos, de finas uñas, tan bien arregladas como sus cejas y como las pestañas de sus magníficos ojos… O caminando con soltura mientras miraban, con sonrisas leves dibujadas en su rostro y como si evocaran a los suyos que las esperaban en tierras lejanas, a los niños que jugaban en los columpios y toboganes o en la rueda del Parque Infantil, al frente del Hotel Citará, que también sus ojazos curiosos admiraban… O contemplando, evidentemente maravilladas, la monumentalidad del Palacio Intendencial, que debía parecerles una joya de la arquitectura local, a juzgar por el tiempo que dedicaban a observarlo... O dejando que su vista se perdiera cielo arriba, junto a la terraza del Ocho Pisos, donde el único ascensor del pueblo subía y bajaba llevando y trayendo a empleados que ahí trabajaban o a mandaderos y mensajeros o a muchachitos curiosos que tenían por diversión ir hasta ese edificio de la Beneficencia del Chocó para experimentar el sube y baja del entonces novedoso aparato… Y así, sucesivamente, en recorridos tan largos y pausados que, si a uno no le hubieran contado quiénes eran, uno podría haberse imaginado que venían de paseo, convencidas por los relatos de sus antecesoras y su recomendación de no perderse de conocer esta ciudad que, en medio de la selva y a orillas de tan esplendorosos ríos, tenía su gracia y era, además, la capital del departamento que le servía de esquina a Colombia y a Suramérica, y las conectaba con Panamá y con Mesoamérica.

Eran las gitanas, que según nos habían explicado en la casa, en la escuela y en los vecindarios, andaban por el mundo entero adivinándole la suerte a la gente, prediciendo el futuro y vaticinando albures y fortunas, fatalidades y sinsabores. De ahí que, cuando su tour mañanero concluía, dejaban de fijarse tanto en edificios y paisajes, y empezaban a fijarse más en hombres y mujeres, jóvenes y adultos, a quienes -de modo bastante convincente y sugestivo- ofrecían de diversas maneras sus dotes adivinatorias. A algunos los tomaban de la mano y les soltaban algún dato que los hacía sonreír, tanto porque resultara cierto como porque la persona abordada deseara que lo fuera: asuntos de amores posibles (o imposibles) casi siempre funcionaban con las mujeres y los hombres más jóvenes, con apariencia de soltería; los más adultos eran más propensos a ceder ante las referencias a la suerte laboral, familiar o económica, aunque también a las alusiones -sutiles, más no etéreas- sobre lealtades de sus parejas o existencia probable de intromisiones y problemas en sus relaciones.

Una vez captada la atención y pactada la adivinación, con sus ojazos iluminándolo todo, cada gitana se sentaba con su cliente o clienta en el sitio que acordaran: una banca del parque, la mesa apartada de un café, la sala de su propia casa o de una casa vecina. Allí, durante un buen rato, las gitanas escrutaban formas, tamaños y configuración de las manos, y examinaban una a una y en conjunto las líneas de la palma de la mano de su cliente o clienta: extensión y firmeza, tenuidad o delgadez, visibilidad o profundidad de cada línea, e intersecciones, continuidades y discontinuidades entre ellas, sus puntos de origen y finalización, sus trayectorias y ramificaciones…, que les permitían colegiar y exponer certezas y posibilidades del presente, alertas del futuro y huellas del pasado, en la vida de sus clientes.

¡Esas gitanas saben mucho!, solían decir la mayoría de gentes cuyas manos habían sido leídas. Y repetían, incluyendo con frecuencia predicciones de su propia cosecha, lo que las gitanas les habían vaticinado, adivinado y predicho. De esas inventivas de la propia cosecha de la clientela de las gitanas surgió la creencia de que, en la palma de cada mano, con mayor o menor claridad según la persona, las líneas trazaban una M mayúscula que en la izquierda significaba Matrimonio y Muerte en la derecha; que dizque porque esas eran las dos certezas principales de la vida. O aquel otro bulo según el cual si uno no tenía una línea firmemente delineada de izquierda a derecha, que le cruzara la mano en diagonal, su vida no sería muy larga y mucho menos si la bendita línea se interrumpía o difuminaba en cualquier punto de su recorrido… Ocurrencias ambas que terminaron convertidas en leyendas urbanas y durante mucho tiempo se repitieron no solamente en las charlas nocturnas de vecindario, sino incluso en los patios de recreo de las escuelas primarias de niñas y de niños.

Del mismo modo, pero con la baraja española, procedían las gitanas con quienes elegían como método de adivinación la lectura de las cartas, en vez de la palma de la mano. Oro, copa, espada y basto, cada una según su valor o majestad, las coloridas y un poco extrañas cartas, que las gitanas guardaban en coquetos estuches de herméticas tapas, hablaban; pero solamente después de que la gitana las barajaba y le ofrecía el mazo al cliente o a la clienta para que lo partiera en dos o en tres o en cuatro montones y fuera eligiendo cartas, que revelarían -una tras otra o en conjunto- las gracias y desgracias, las fortunas y los infortunios, las realidades y las posibilidades del presente, pasado y futuro de la propia vida y de las vidas cercanas… Al igual que a las líneas de la palma de la mano, también a la baraja se le podían formular preguntas, cuyas respuestas solía armar la gitana con datos que obtenía de las respuestas de su cliente a las preguntas adicionales que ella le hacía antes de responderle la pregunta que él o ella hubieran formulado.

Andaban siempre juntas, en parejas o en tríos, y solo se separaban para atender su misión de ayudarle a los clientes a comprender las minucias de sus vidas. Por lo general, eran gráciles aquellas gitanas. Las siluetas curvas de sus caderas se ajustaban a sus faldas amplias y floridas, que les llegaban hasta los tobillos y marcaban sus cinturas antes de que la tela de zaraza estampada desplegara su vuelo a lo largo de sus piernas siempre ágiles y extensas, que remataban en unos pies a los que se les notaba que estaban acostumbrados a caminar entre sus sandalias casi siempre blancas. Eran bonitas sus blusas de tela de opal, que delineaban sin estrujar y exponían sin exhibir cada centímetro del torso de las gitanas; mientras que sus pañoletas, a veces turbantes, recogían el pelo adelante, dejando que el resto de sus largas cabelleras lustrosas se derramara en cascada sobre la espalda semidescubierta. De vez en cuando, una que otra de las gitanas se tejía una trenza, que lucía colgando hacia adelante, recostada galantemente sobre uno de sus hombros y cayendo sobre su pecho.

De sus orejas -sin falta- pendían zarcillos largos o grandes candongas, en las manos llevaban pulseras que sonaban cuando las gitanas caminaban o gesticulaban al hablar, y en sus dedos, incluyendo el pulgar, tres o cuatro anillos de distinto brillo y calidad. De sus vistosos collares, en los que se notaba un detallado trabajo de bisutería, con frecuencia colgaban relicarios y guardapelos con delicados detalles de joyería. Sus labios perfectamente pintados de carmesí completaban el conjunto de sus caras, tan diferentes a cuantas habíamos visto hasta entonces, embellecidas por la profundidad enorme de sus ojos, generalmente negros, a veces del color de la melaza fresca o de la miel pura, pero siempre brillantes y vivaces como la luna en plenilunio o el sol en su cenit.

Un día las gitanas se marcharon para siempre. O jamás regresaron. Ocurrió después del incendio del 26 de octubre de 1966, en el cual ardieron la mayor parte de los lugares y de las edificaciones que a ellas tanto les gustaba recorrer en las mañanas, antes de comenzar a adivinarle la suerte a la gente de Quibdó.

Así era la ciudad que quemó el incendio de 1966. Quibdó, Carrera Primera, 1965. FOTO: Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó.

Año tras año, cuando las gitanas se marchaban, su clientela se dedicaba a esperar que sus vaticinios, augurios y presagios se cumplieran. Ante cualquier signo de alarma, uno por uno, los clientes y las clientas regresaban al redil original de las augures locales, adivinas rejugadas y experimentadas, que confirmaban o negaban las predicciones de sus colegas gitanas. Entre ellas, había una adivina acertada y famosa como la que más, una cuarentona chomba y longilínea, culisa de cabello, de facciones finas, aguda de vista y de mente ágil, que tenía juegos completos de alhajas de pura filigrana de oro chocoano (zarcillos y anillos, cadenas, collares y pulseras, dijes y medallas), que lucía durante las sesiones de lectura de cartas, de la mano, del cigarrillo o del tabaco. La llamaban la Paisa Negra y a más de un cliente o una clienta les ayudó hasta a encontrar objetos perdidos, entre ellos el amor. No era gitana. Era chocoana.


03/11/2025

 78 años del Departamento del Chocó


El Chocó fue establecido como departamento de Colombia mediante la Ley 13 del 3 de noviembre de 1947, después de cuarenta años de vida institucional como Intendencia Nacional. En conmemoración de esta efeméride, les ofrecemos en El Guarengue los fragmentos iniciales del artículo “Heraldos de un nuevo día”, del Maestro Arnoldo Palacios, publicado el 8 de noviembre de 1947 en la revista Sábado. Estos párrafos contienen una síntesis del proceso de creación del que sería en ese momento el departamento número 15 en la división política y administrativa del país... El artículo completo puede leerse en:  Cuando yo empezaba. Arnoldo Palacios. Biblioteca Digital de Bogotá. Edición digital: Bogotá, febrero de 2014. ISBN: 978-958-8877-13-6. 155 páginas. Pág. 45-52. En su párrafo final invoca el apoyo de los connacionales hacia el Chocó: "Esperamos la cooperación de todos los colombianos para la prosperidad del nuevo Departamento del Chocó, en bien de la patria".

Dos obras del cancionero regional, innumerables veces cantadas con la hondura del lamento y la dignidad de la esperanza, ilustran la memoria de este trascendental acontecimiento, junto a la bandera que evoca nuestras riquezas, que, siendo tantas y tan variadas, no han hecho posible el bienestar del pueblo chocoano; y el escudo, huella visible de una historia que aún nos falta transformar a favor de la vida plena de la chocoanidad.

Julio César U. H.

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Heraldos de un nuevo día (Fragmento)

Arnoldo Palacios

Publicado en la revista Sábado el 8 de noviembre de 1947

La creación del Departamento del Chocó es para la patria, como admirar el amanecer a la orilla de un río. Porque el alma del hombre se llenó de alegría, y la alegría es signo de progreso… El departamento del Chocó no fue creado en un instante. Fue obra de una lucha intensa y vigorosa en el parlamento colombiano durante varias décadas. En la prehistoria de esta ley figuran: el doctor Tulio Enrique Tascón, presentando el proyecto en 1918; Becerra Delgado en 1919, año en que lo recomienda el presidente de la República don Marco Fidel Suárez. Pero volvió al silencio, quizá porque estos hombres de buena voluntad no eran al fin y al cabo chocoanos y tenían otras cosas que hacer por sus departamentos y sus electores. Y en el año de 1933, regresa el proyecto al tapete del parlamento. Ya el Chocó tiene en la Cámara un auténtico vocero, ciudadano nacido de las propias entrañas del pueblo, elegido por el pueblo en la lucha: Diego Luis Córdoba, quien luchó por la creación de esta obra durante todo el tiempo que le ha tocado asistir al parlamento colombiano. Hubo momentos como en el 44 en que ya casi estaba aprobada la ley, pues se discutía en tercer debate en el Senado; pero los chocoanos carecían de vocero en el Senado y allí se ahogó; de esa época recordamos que se encontraba allí como ministro de Estado Adán Arriaga Andrade, el cual tenía voz, y a pesar de las instancias de Córdoba para que defendiera a la tierra. Arriaga no tuvo boca ni signos de ninguna especie para defenderlo y lo dejó perecer, es decir, su gran talento político pecó, pues despreció la gloria. Muy bien; estará convencido el Chocó que no encontrará papeletas para votar por él, aun cuando se esté ahogando en una candidatura por falta de un voto.

Y en estos últimos cuatro años siguieron trabajando con ahínco Diego Luis Córdoba y Ramón Mosquera Rivas, más Fernando Martínez Velásquez que vino este año. Todos auténticos hijos del pueblo. Córdoba se pronunció en el Senado, donde había quedado el proyecto el año pasado; hizo uno de los más sentidos y profundos discursos, en lenguaje puro, que se hayan escuchado en el Parlamento en los últimos tiempos. En el senado, siendo presidente el jefe del liberalismo, doctor Jorge Eliécer Gaitán, el proyecto siempre mereció la preferencia y la defensa del máximo jefe. Hasta que por fin, al volver a la Cámara para ser aprobados o no unos artículos modificados por el Senado, el viernes 24 de octubre, durante una sesión vespertina, que a cada rato se iba llenando de solemnidad, el proyecto del Departamento del Chocó quedó aprobado. Hablaron Luis Yagarí, quien hizo un discurso sincero, de corte romántico; Augusto Ramírez Moreno, quien con su amada retórica analizó las riquezas y la miseria que personalmente había observado en la tierra chocoana, y dijo de la simpatía incomparable con que todos los chocoanos lo habían recibido, y explicó que por esos mil títulos más invitaba a aprobar el proyecto, como una medida de justicia en Colombia. Ya había entrado la noche. Y en el amplio salón del nuevo Palacio de Comunicaciones empezó a agitarse la emoción y la espera de las cosas grandes que ya vienen allí.

Finalmente pasó al micrófono Eliseo Arango, chocoano nacido en Bagadó, a la orilla del torrentoso río Andágueda. Eliseo Arango estaba tembloroso con su cuerpo seco y frágil, con su cabeza plateándose, su rostro pálido, descarnado y enjuto, y debajo de sus gruesos lentes la mirada extendida en el recuerdo de aquellas tierras que no ha vuelto a visitar por muchos años, muchísimos... Cuando comenzó a hablar todos hicieron silencio: sus palabras brotaban con el peso que tienen la justicia y la inteligencia. Con voz clara y fuerte explicó y objetó de manera incontestable las objeciones de los impugnadores del proyecto más bien empecinados en que el Chocó no debía ser departamento porque no y porque no; entre los impugnadores se destacaban por la necedad Rivera Tamayo, J. Estrada Monsalve, Jesús María Arias, el senador Alfredo Cock, y otros que se lavarán las manos ante la historia, porque no recuerdo ahora cómo se llaman. En fin, ante la expectativa de todos los presentes, repartieron las boletas y echada la suerte quedó aprobado el decimoquinto departamento de Colombia: Chocó, capital Quibdó.

27/10/2025

 La Casa Cajales, 
donde quedaba Caminos Vecinales

*Fachada original (1926) y demolición (2025) de la Casa Cajales, en la Carrera Primera con Calle 30, en Quibdó, una construcción de hace un siglo, que formó parte del primer plan urbanístico de la ciudad en el siglo XX: la Urbanización del Barrio Norte, puesto en marcha en 1925. FOTOS: El Guarengue (Quibdó, desarrollo urbano y patrimonio arquitectónico) y cortesía.

100 años de historia
La casa recientemente demolida en la Carrera Primera con Calle 30 de Quibdó, conocida en los estudios arquitectónicos como Casa Cajales, en alusión a su propietario original, forma parte de un conjunto de construcciones ejecutadas en el marco de uno de los primeros planes urbanísticos de la ciudad:  el plan de Urbanización del Barrio Norte, una iniciativa del Municipio de Quibdó y de la Intendencia Nacional del Chocó, aprobada por el Concejo Municipal en enero de 1925, bajo planos elaborados por la dirección de obras públicas de la Intendencia, que estaba a cargo del ingeniero catalán Luis Llach Llagostera, quien dejaría su impronta en la historia del desarrollo urbano, la arquitectura y el espacio público de la ciudad, con obras como la cárcel, la Escuela Modelo, el Colegio Carrasquilla, el palacio episcopal, la Casa Díaz, el monumento a César Conto en el Parque Centenario, y el Cementerio San José.  La idea original del plan había sido propuesta al Consejo en 1920 por el abogado, intelectual y político Reinaldo Valencia Lozano (fundador del histórico periódico ABC, que circuló entre 1913 y 1944), cuando se desempeñaba como Tesorero Municipal.

Sueños de modernidad

Construidas todas entre 1926 y 1928, aquellas primeras edificaciones construidas en el marco del plan de Urbanización del Barrio Norte son vestigios de una época política, económica, cultural e institucional durante la cual élites y dirigencia política de Quibdó y el Chocó tradujeron en la arquitectura, el comercio, la industria, la vida social, la radio, la prensa, el ocio y las artes un sueño de modernidad inspirado en el Caribe, en los Estados Unidos y en Europa, aquí en esta orilla del Atrato, en la mitad de la selva chocoana; a partir de los capitales introducidos para la consolidación del boom minero de oro y del platino, la extracción de maderas finas y otros productos del bosque, como tagua, plantas medicinales y pieles; mientras crecía y se posicionaba la primera generación de intelectuales y políticos nativos, que, con el apoyo del plan de educación de la Intendencia, se formarían como profesionales en las mejores universidades públicas del país.

Para entonces, la ciudad era una cuadrícula más o menos regular, que desde la orilla del río Atrato se extendía hacia el oriente hasta la quebrada La Yesca, paralela a la cual se había venido construyendo y desarrollando la Alameda Reyes (actual calle 26); hacia el sur, llegaba hasta las inmediaciones de la actual plaza de mercado, incluyendo la Calle del Obispo,[1] que daría origen a la actual calle 20; y hacia el norte no iba más allá de la actual calle 28, donde las aguas del Atrato impedían el pso franco y donde posteriormente se ubicaría la Policía Nacional.

El anillo vial

La idea original del plan de Urbanización del Barrio Norte presentada al concejo municipal era que se construyeran y poblaran, siguiendo normas de construcción establecidas por las autoridades intendenciales y municipales, los terrenos hacia el norte de la Alameda Reyes, desde la carrera primera hasta la actual carrera séptima, que entre 1923 y 1924 fue construida como Avenida Istmina, Alameda Istmina o Vía Interoceánica, nombrada así en referencia al hecho de que estaba pensada como la salida de Quibdó hacia la Provincia del San Juan, pasando por el puente de García Gómez; y como parte de la futura Carretera Panamericana. “En enero de 1925, se inició la prolongación de la carrera 1ª para empalmar el centro con la Avenida Istmina, configurando el anillo vial o circunvalar, que definió la futura zona de expansión. Por Acuerdo N° 17 de 1925, el Concejo Municipal acordó, en el artículo 1°: “Los lotes de terrenos comunales situados hacia el norte de la ciudad, bordeando la Avenida Istmina y los que quedan en las calles y avenidas transversales a la misma se venderán en pública subasta, y de conformidad con las demarcaciones señaladas en los planos de urbanización levantados por los ingenieros de la Intendencia”.[2]

Siguiendo las propuestas originales de Reinaldo Valencia, tal como lo registró Luis Fernando González en su ya clásica historia del desarrollo urbano de Quibdó hasta 1950, el mencionado acuerdo municipal sobre la Urbanización del Barrio Norte incluía previsiones como las siguientes: “No se admitirán construcciones sino de madera o cemento, bien armado, bien en bloques, y las techumbres deberán ser de teja metálica, o de cemento, tejas de barro, madera, ruberoide. En ningún caso se admiten techos de paja y muros de palma. / Las casas o residencias se construirán en el centro del lote, dejando al frente y a los lados jardines. Los terrenos serán cercados con verjas de hierro, cercas de concreto, de madera, pero conservando la estética”.[3]

Huapango arriba

A estas construcciones pioneras le seguirían edificios institucionales como la sede de la policía, el antiguo Barrio Escolar, el Matadero municipal y la Fábrica de Licores del Chocó, construidos entre principios de la década de los 30 y principios de los 40, aproximadamente. Posteriormente se levantaría el conjunto de edificaciones del Ministerio de Obras Públicas, destinado a la Zona de Carreteras-Distrito N° 9, cuyo acceso se facilitaría con la construcción del entonces moderno, hoy vetusto, puente del barrio Huapango sobre la quebrada El Caraño. Con los años, al abrigo de este desarrollo planificado, y por incidencia de otros factores como el loteo informal de grandes extensiones de ejidos, baldíos y "mejoras", y por las enormes masas de víctimas del desplazamiento forzado de población por el conflicto armado; el norte seguirá extendiéndose más y más, hasta la configuración de uno de los sectores más populosos y complejos del Quibdó actual: la Zona Norte, que linda con el entonces lejano corregimiento de Guayabal y con la infinidad de barrios que han crecido hacia el oriente de la ciudad, en torno a las casi extintas quebradas La Yesca y La Aurora.

Con estas construcciones y la Casa Cajales comenzó en 1925 el plan de Urbanización del Barrio Norte, en Quibdó. 1-Casa Garcés (1930), 2-Casa Tapias (1993), 3-Cinco Quintas (1929), 4-Casa de Emilio Yurgaqui, en la Alameda Reyes con Avenida Istmina, actualmente Calle 26 con Carrera 7a. FOTOS: Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó.

La Casa de Fuad Cajales

A finales del siglo XX, como parte de su investigación sobre el desarrollo urbano de Quibdó,  el arquitecto, investigador y doctor en Historia Luis Fernando González Escobar, de la Universidad Nacional de Colombia, levantó fichas históricas y constructivas sobre todas y cada una de las edificaciones patrimoniales de la ciudad; las cuales fueron publicadas como parte de su famoso libro de 2003. Se anota en dicha publicación que, en el momento de la construcción de esta casa, "la actual Carrera Primera se denominaba Avenida Carrasquilla, en homenaje al poeta y pedagogo quibdoseño Ricardo Carrasquilla, en razón al centenario de su natalicio, en el año de 1924"; y que "esta vivienda también fue respuesta al programa de urbanización del Barrio Norte, que por iniciativa de la municipalidad se inició en 1925 con el remate de lotes en la zona norte de la ciudad para incentivar su poblamiento y urbanización; en un área comprendida entre la actual calle 31, entonces Avenida Istmina o Carretera y la Alameda Reyes. Uno de los primeros en participar de esa iniciativa fue el sirio Fuad Cajales, quien remató varios lotes, entre los que estaba uno en el que se ejecutó la construcción de las Cinco Quintas, y éste en donde sería su residencia particular, lote rematado en 1926 por la Junta de Hacienda Municipal de Quibdó". (González, pág. 321). 

La Casa Cajales fue construida por el maestro cartagenero Fernando Ortiz entre el año 1926 y el año 1927; lo cual fue posible en tan poco tiempo por el uso de elementos prefabricados en cemento (balaustradas, columnas, jarrones), que se producían en la fábrica de Rumié Hermanos, de la cual era socio y gerente el señor Fuad Cajales. Cajales residió en la casa hasta 1931, cuando se la vendió a la Prefectura Apostólica del Chocó; entidad que  posteriormente la cedió al ingeniero Oscar Castro Conto, quien dirigió la construcción del templo que sería erigido como Catedral; y a cuyos herederos pertenecía cuando el investigador González la documentó. Funcionaba entonces en la casa la sede de la oficina de Caminos Vecinales, entidad estatal cuyo uso desvirtuó los propósitos originales de la vivienda e introdujo subdivisiones para la ubicación de oficinas. "A pesar de su deterioro, conserva los elementos que la presentaban como una de las mejores casas de la ciudad", anotó González en su reseña, que complementó con la siguiente descripción:

"El cuerpo principal de la vivienda es un sistema estructural, ortogonal, que también se empleó en otras construcciones, con columnas y en medio de ellas tabiques de concreto, que constituían una tecnología de rápida ejecución. Como todos los ejemplos de las viviendas de la Urbanización del Barrio Norte, su planteamiento está hecho para la vida exterior, tanto hacia la calle, con su porche adosado y lineal, como hacia la parte posterior, sobre el río Atrato, con otro porche que mira al poniente, donde había una zona de jardín. El porche exterior está formado por un alero sostenido por una columnata y los intercolumnios con balaustradas que lo separan de la vía pública. El porche interior está abrazado por la vivienda y conduce a un patio-jardín; está construido con los elementos prefabricados presentes en el porche de acceso. La planta no presenta simetría y el eje de acceso es asimétrico (aunque la fachada presenta una simetría en el juego de vanos, relacionándose los dos porches por el eje de acceso. Las ventanas tienen las características de las ventanas arrodilladas, manteniendo aún los calados originales. También algunas divisiones interiores conservan el trabajo de madera".[4]

Un proyecto de ciudad

La Urbanización del Barrio Norte –plan puesto en marcha hace 100 años y del cual forman parte la recién demolida Casa Cajales, la malograda Casa Garcés y las distorsionadas y deterioradas Cinco Quintas y Casa Tapias– es un hito histórico de Quibdó en el que se transluce una idea, se refleja un planteamiento y se materializa un proyecto de ciudad y de región, en búsqueda del desarrollo urbano a partir de criterios históricos de armonía y coherencia constructiva. Ello fue posible por la acción conjunta y el compromiso continuo de sucesivas administraciones públicas, como las de los intendentes nacionales Vicente Martínez Ferrer, Jorge Valencia Lozano, Heliodoro Rodríguez C., Emiliano Rey Barboza, Adán Arriaga Andrade, Dionisio Echeverry Ferrer y Alfonso Meluk Salge, entre otros; cada uno de los cuales hizo lo necesario para sacar adelante un proyecto urbano, espacial y sociocultural de ciudad que incluyó también obras como la pavimentación de la Carrera Primera, la construcción del Colegio Carrasquilla y la Normal Superior, el acueducto y el Hospital San Francisco de Asís, el tramo Quibdó-Tutunendo de la vía hacia Antioquia, incluyendo el primer puente sobre el río; la Cárcel Anayansi y la Escuela Modelo, que desde 1941 pasó a ser Palacio Municipal...obras todas construidas antes de que la Ley 13 del 3 de noviembre de 1947 convirtiera la Intendencia Nacional en el Departamento del Chocó.



[1] La ciudad constaba de unas diez calles, siendo las principales la Calle del Puerto, Calle Larga, la Calle del Comercio y la Calle del Obispo, trazadas de modo paralelo al río Atrato, en cuyas orillas anclaban los barcos procedentes de Cartagena y las embarcaciones de las zonas rurales; así como se desarrollaba el mercado sabatino popular.

[2] González Escobar, Luis Fernando. Quibdó, contexto histórico, desarrollo urbano y patrimonio arquitectónico. Centro de publicaciones Universidad Nacional de Colombia Sede Medellín, febrero 2003. 362 pp. Pág. 207.

[3] Ibidem. Pág. 209.

[4] Ibidem. pág. 321-322

 

20/10/2025

 Quibdó seis décadas después de su incendio 

Incendio de Quibdó, 26 de octubre de 1966. 1-Noche del incendio. 2-Palacio Intendencial (Gobernación del Chocó) en la Carrera Tercera, después del incendio. 3-Carrera Primera a orillas del río Atrato, al otro día del incendio. FOTOS: Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó.

Entre las llamas de aquel incendio ardieron por igual los sueños de grandeza de los unos y las ínfulas de poder de los otros. Incluso los humos que a unos y a otros se les habían subido a la cabeza se fundieron con los de la quemazón enorme, que a las diez de la noche ya era imparable, como si fuera un anticipo de la cuota de infierno que a todo viviente le estuviera reservada. Ventana tras ventana, puertas y portones, zaguanes y balcones, porches y corredores, salas y cocinas, techos y paredes, biombos y camas, taburetes y sofás, escaparates y cómodas, mercancías y joyas, oro y dinero, recuerdos y secretos, fueron desapareciendo entre las mareas del fuego implacable, atizado por la brisa súbita y desventurada de las orillas del río, como si todo –a partir de una maldición– conspirara a favor de la tragedia.

El incendio del miércoles 26 de octubre de 1966, que comenzó poco antes de las nueve de la noche, se hizo visible hacia las diez y quemó a Quibdó hasta las siete la mañana del otro día, cuando –bajo un rocío que no alcanzaba ni a mojar las palmas de las manos– el suelo de las calles y de los solares aún hervía, y el humo se alborotaba con la más leve de las varias lloviznas que no alcanzaron a formar un aguacero en el triste amanecer del jueves, que comenzó con el silencio inmenso de la desolación, después del bullicio infinito y el alboroto colosal de la noche anterior, cuando medio pueblo intentó contener con sus propias manos las llamas amarillas y rojas, grises y negras, que ocupaban el cielo casi por completo, y un rayito de luna se perdía en el ostracismo obligado de aquella humareda densa que iluminaba al pueblo mientras las llamas lo quemaban… Desde las colinas que rodean la ciudad, desde las lomas de Tutunendo y Munguirrí, desde el Alto del Veinte y desde las orillas de Munguidó arriba y las cercanías del arrastradero de San Pablo, hubo gente que alcanzó a percibir en la distancia aquella visión pavorosa de un cielo encendido bajo el cual desaparecía más de medio siglo de historia. 

No era el primero y tampoco sería el último. Incendios es lo que habían vivido quienes para entonces ya eran adultos o viejos, cuyas partidas de bautismo habían tenido que ser reconstruidas de memoria, pues los archivos parroquiales se habían quemado varias veces en los sucesivos incendios de la iglesia de San Francisco y del convento de los misioneros. Incendios es lo que les faltaría por vivir a la niñez y a la juventud que, en la mañana posterior a esta nueva y enorme tragedia, no terminaban de entender cómo era posible que casi medio pueblo hubiera desaparecido, mientras ellos intentaban dormir en medio del estropicio, y ahora fuera nomás un montón de escombros renegridos, de donde cenizas y pavesas saltaban impulsadas por el viento o por las huellas de los pies, calzados o descalzos, de las romerías de gente que desde los confines del pueblo habían venido a escarbar en pos de monedas y alhajas, baratijas y mercancías –incluso latas de comestibles– que en el fragor de la candela habían alcanzado a soasarse, pero no a calcinarse del todo, por lo menos por fuera, pues por dentro –la mayoría de las veces– las sardinas y atunes, y el corned beef, parecían acabados de sacar de una olla de agua hirviendo o de ser retirados de un fogón de leña; y la leche en polvo –Klim, Nido, Molico– era dentro de cada tarro de lata un bloque compacto, duro, blanquecino y amargo, que se podía sacar casi completo como de los moldes de hierro se sacaban los ladrillos de cemento para las construcciones o de las cubetas de aluminio se sacaban el hielo y los helados.

Todo el mundo hizo lo mejor que pudo para mitigar la angustia y paliar el abatimiento. Los bomberos que llegaron de Antioquia al amanecer hicieron lo que estuvo a su alcance. Las autoridades, guiadas desde Bogotá por la propia Presidencia de la República, cuyo delegado llegó a Quibdó en un avión de la Fuerza Aérea el jueves 27, organizaron del mejor modo que les fue posible el registro de los damnificados y la entrega de ayudas inmediatas, así como para inventariar daños y consolar parientes, vecinos y paisanos. Los tenderos de los barrios y los de la zona céntrica que habían logrado salvar una que otra saca de arroz y unas cuantas latas de manteca, amén de papeletas de café, paquetes de pastas y uno que otro bloque de queso a medio terminar, expendieron hasta agotar existencias; incluso en ranchas parapetadas cerca al área de las ruinas de la carrera segunda, como lo hizo el carnicero que vendió sus remanentes, incluyendo por igual lomos y entrepechos, huesos y sebos, sobrebarrigas y tablas, gordanas y peperrepes... Al fin y al cabo, con todo y desastre, algo tenía que comer la gente, las penas con pan son menos y la ocasión la pintan calva.

La ciudad que quemó el incendio de 1966.
1-Quibdó 1965 (Misioneros Claretianos).
2 y 3-Quibdó 1957 (Nereo López).

De los caseríos cercanos y no tan cercanos del Atrato y sus afluentes, llevados por la curiosidad y alentados por las voces de quienes opinaron que en el pueblo con seguridad necesitaban comida –así aún no fuera sábado, día de mercado–, arrimaron desde temprano decenas de canoas que, por momentos, derivaron sin rumbo, pues sus bogas y pasajeros no tenían cómo orientarse, viendo con incredulidad que ahora ni los puertos existían. Plátanos y bananos, bija y yerbas de condimento, maíz, lulos y limones, pepas de árbol del pan, cocos y caimitos, guayabas y achín, ñame y pescado fresco, hasta un poco de carne de monte, unas cuantas panelas aliñadas y varias arrobas de chere maloliente y más asoleado de la cuenta, fueron a parar en un santiamén a las cocinas del pueblo, donde la comida se preparaba entre vecinas solidarias y asustadas, para la propia gente de cada quien y para compartir con quienes todo lo habían perdido.

Agotado su surtido, del cual regalaron buenamente alguna parte a la gente que pasaba por la orilla del río o por las inmediaciones de lo que desde entonces empezaron a llamar “el quemado”; muchos campesinos se unieron a los buscadores de tesoros entre los escombros o deambularon por toda el área para satisfacer la curiosidad y reunir memorias que pudieran contar cuando volvieran a sus orillas a reabastecerse para regresar el sábado. Algunos, por curiosidad, otros para saludar a los parientes que vivían en el pueblo, caminaron hasta lugares que se habían salvado del incendio, como Munguidocito, Tres Brincos, Boca’e Cangrejo, Chambacú, El Polvorín, Las Margaritas y Corea, y hasta alcanzaron a bañarse en La Yesca antes de regresar al río para devolverse a sus casas. Aquella sería una de las últimas veces que muchos de ellos vieron aquellos vecindarios y refrescaron sus cuerpos en las aguas aún limpias de aquella quebrada; pues los vecindarios desaparecerían bajo el imperio del baratillo callejero y La Yesca se convertiría en cloaca, albañal y vertedero de la otra ciudad que en sus orillas y sobre su cauce crecería sin dios ni ley.

La Navidad de ese año sería recordada en Quibdó como una de la más tristes de la historia. En la noche del 24 de diciembre, a la iglesia parroquial no le cabía un alma. Para la feligresía, conmovida hasta las lágrimas por un versículo de Isaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande”; nunca antes tuvieron tanto sentido el “Gloria a Dios en el cielo” y la proclama de que había nacido un salvador. Al terminar la misa, luego de un aplauso espontáneo y masivo, la gente duró casi una hora despidiéndose, en el atrio o en el parque. Aquellos hombres y aquellas mujeres, muchos de los cuales se zamparían un par de anisados antes de acostarse a dormir, soñaron aquella noche con una vida sin los estragos del incendio.

Con la entrada del año nuevo, pocas semanas después, el panorama empezó a aclararse en cuanto a lo que haría el gobierno nacional por la ciudad y por los damnificados del incendio. El 17 de enero de 1967, el Congreso Nacional, presidido entonces por Manuel Mosquera Garcés, cuya familia también había sido víctima de la tragedia, aprobó la ley primera de ese año, “por la cual se provee a la reconstrucción de las zonas devastadas por el incendio de Quibdó, y la ayuda a los damnificados por este mismo suceso”. Ocho días después, el 25 de enero, la ley fue sancionada por el presidente Carlos Lleras Restrepo, quien la firmó junto a sus ministros de Hacienda y Crédito Público, Abdón Espinosa Valderrama, y de Gobierno, Misael Pastrana Borrero. Escritas estaban en la ley todas las previsiones necesarias para el otorgamiento de créditos de vivienda, el reconocimiento de ayudas y subsidios, y otra serie de medidas para lo que el texto llamaba la remodelación de Quibdó.

Aunque buena parte de esa remodelación se cumplió, lo que sí no fue posible fue que Quibdó renaciera de sus ruinas para renovar o actualizar sus viejas glorias. Más bien, y como si se tratara de un incendio sin llamas, lo que quedaba de la vieja ciudad –cada casa y cada vecindario, cada vestigio del pasado– fue desapareciendo, demolido y reemplazado por una cantidad absurda de esperpentos y adefesios constructivos: cajones de cemento que más feos no podrían ser y de tantos pisos de altura como plata disponible tengan los nuevos dueños de una ciudad que sin que autoridad alguna haya hecho nada al respecto– se fue convirtiendo en una inmensa plaza de mercado, por cuyas calles a duras penas se puede caminar, por obra y gracia de las motos –cuyo número casi iguala el de habitantes de la ciudad– o de los centenares de ventorrillos callejeros, ferias y baratillos abigarrados y estruendosos, que no solo se han adueñado del escaso espacio público, sino que, además, parecieran tener licencia hasta para convertir en parte de su mobiliario los escasos monumentos de la ciudad, como el de Diego Luis Córdoba en el Parque Centenario.
Remodelación de Quibdó, carreras 1a. y 3a. (1969). Fotos Alberto Saldarriaga-Colección fotográfica. Banco de la República-Biblioteca Virtual.

La antigua cuadrícula urbana, que con la pavimentación de los años 70 pasó a ser conocida como anillo central: carreras primera a séptima y calles 20 a 31; incluyendo grandes sectores de barrios como La Yesquita y la Yesca Grande, la Alameda Reyes, el Pandeyuca, César Conto, Roma y Cristo Rey, y otros de los llamados barrios franciscanos; fueron perdiendo su carácter barrial: los antiguos vecindarios, unos más, otros menos, son ahora desaliñados emplazamientos comerciales repletos de pensiones y hoteles por doquier; compraventas y prenderías que funcionan día y noche toda la semana; farmacias de todas las ubicaciones, tamaños y surtidos; tiendas y bodegas de abarrotes; supermercados de pequeñas, medianas y grandes superficies; cacharrerías, legumbrerías, carnicerías, pollerías y pescaderías; peluquerías, barberías y salones de belleza; cafetines y fritanguerías de todo tipo; licorerías, bares y cantinas de toda laya y condición…

Seis décadas después de aquel incendio, la antigua ciudad, cuyas zonas residenciales, institucionales y comerciales estaban medianamente delimitadas, tiene el aspecto de un inmenso, desordenado y sucio mercado en el que vivir ya no es posible y adonde solamente se acude a comprar o a vender, como si a eso se redujera la vida. Sin gobernanza alguna en materia de ordenamiento y cuidado urbanístico, desplazada por el comercio masivo, abigarrado e invasivo, la ciudad de la gente ha sido paulatinamente construida en su antigua periferia, sin planeación alguna y a costa de la naturaleza, los ecosistemas y paisajes, en torno a las antiguas quebradas: La Yesca, La Aurora y El Caraño, que poco a poco han ido pasando a engrosar el álbum de los recuerdos, como la arquitectura de madera que desapareció entre las llamas del incendio.

13/10/2025

 Incendio en Istmina, 1923 
“Tenacidad, fortaleza, valor y espíritu público es cuanto parece que pidiera Istmina
en cada aniversario de su incendio. ¿Por qué no prometer y procurar rehabilitarla?”.

Istmina antes (calle principal) y después (reconstrucción) del incendio del 30 de abril de 1923. Fotos: Misioneros Claretianos 1923 y 1929 / El Guarengue.

Tantos incendios ocurrieron en las principales poblaciones del Chocó a lo largo del siglo XX, que puede decirse que cada una de ellas tiene su incendio mayor, su incendio memorable, su incendio histórico. Dentro de unos días, el 26 de octubre, se cumplirán 59 años del gran incendio de Quibdó, que transformó para siempre la historia de la ciudad, marcó su memoria y delineó su porvenir. 

Y hace dos años, aunque en el ámbito regional no es tan recordado ni “famoso” como el de Quibdó, se cumplió un siglo de aquel funesto incendio que padeció Istmina el 30 de abril de 1923, el cual ocasionó tan abundante ruina como inmenso dolor, que solamente pudieron ser superados gracias al tesón de su gente: "La catástrofe referida, de magnitud extraordinariamente superior a las dos anteriores (1860 y 1898), bien hubiera podido determinar la total extinción de la ciudad martirizada, si la tesonera constancia y la fe profunda de los istmineños no hubieran reaccionado para hacerla surgir, como el Fénix, de sus cenizas", escribió don Salomón Salazar G., en 1938, para una alocución dedicada a Istmina en la emisora intendencial La Voz del Chocó, durante la cual recordó que “en las cortas horas de la madrugada, vimos con dolor y con espanto los infortunados hijos de Istmina, reducirse a pavesas las construcciones que fueran albergue cariñoso de hogares distinguidos; de respetables entidades del comercio; de centros culturales de la juventud, de preciosos archivos oficiales, de estrados severos de la autoridad”[1].

Para la memoria histórica regional y a propósito de aquel incendio, reproducimos en El Guarengue un texto publicado en uno de los grandes periódicos de la ciudad de Istmina y de la Intendencia Nacional del Chocó en la primera mitad del siglo XX, El Heraldo, fundado en 1928 por el intelectual y político istmineño Sergio Abadía Arango, el mismo que como Contralor General de la República haría posible la publicación de la Geografía Económica del Chocó, en 1943.

14 años después de aquel incendio, verdaderamente pavoroso, El Heraldo, en su edición N° 482, del 30 de abril de 1937, en la sección La Hora Actual-Un capítulo de historia, hizo remembranza del infausto acontecimiento, de la valentía y la entereza con las que el pueblo istmineño asumió la reconstrucción de su vida y de su ciudad, y de cómo en ese entonces “después de la tragedia a la que se refiere este breve capítulo de historia, ha continuado Istmina correspondiendo a su civismo y a su generosidad, lo mismo que a su patriotismo del pasado”.[2] El mutuo aprecio entre Istmina y el presidente colombiano Marco Fidel Suárez, que llevó a que este la distinguiera como la Ciudad Amable, está presente en la sentida y sucinta publicación de El Heraldo.

Julio César U. H.

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Un capítulo de historia (Sobre el incendio de Istmina en abril de 1923)

Cúmplense en este día catorce aniversarios luctuosos de que, al amanecer del 30 de abril de 1923, un hado de esta cara ciudad, fatalmente inspirado por Vulcano, soltó sobre ella y sobre sus moradores adormilados e indefensos la voraz ola roja de la tragedia. Cuando, como lo dijimos en otra ocasión de las ya numerosas en que nos ha tocado memorar aquella aciaga fecha, los habitantes de Istmina laboraban alentados por bonancible situación económica, procurada por la holgura en que se desenvolvían sus negocios, y el precio elevado del platino, su único producto exportable, era en los mercados del exterior halagüeña promesa de redención, la mano fatídica de la desgracia, que todo lo detiene o lo trunca, paró en plena florescencia las esperanzas de este prometedor centro urbano, reduciendo a pavesas las más decentes, cómodas y valiosas edificaciones ubicadas en su propio corazón. A partir de aquel día se determinó para Istmina una época de decaimiento y de adversidad tan angustiosa y tan dura, que no ha sido dado al esfuerzo de sus hijos removerla para tornar a la amada ciudad maternal a sus mejores tiempos, de los cuales apenas hacen hoy una nostálgica añoranza.

No solamente núcleo comercial, sino apacible remanso de cordialidad, de hospitalaria generosidad al propio y al extraño, fue este solar flagelado por el fuego. Aquí encontró sincera acogida el humilde hombre de trabajo como el opulento industrial ansioso de explotar los tesoros de las entrañas de esta tierra; el perspicaz político y el eximio letrado o el gobernante ilustre que con celo vigilante visitase el país con ánimo de imprimirle progreso. Aquí ha habido comprensión de los problemas comarcanos y el patriotismo ha inspirado señaladas acciones. En esta hora de dolientes recordaciones, es confortable y reparador para los espíritus que no se decepcionan, abrevar en las fuentes del pasado para hacerse grandes y fuertes en el porvenir.

Huésped excepcionalmente ilustre de esta ciudad, el 8 de marzo de 1920, se expresó después, en 1923, respecto de ella, don Marco Fidel Suárez, en su clásico estilo de su “Sueño del Muelle”, en los gentiles términos que copiamos: “Al llegar a Istmina, los habitantes, de distintas opiniones políticas, propusiéronse, a cuál más y a porfía, llevar grata impresión de amistad al corazón que cansado y anciano había ido a saludarlos y a mostrar su interés por el Chocó. Istmina, puesta en un vallecito prolongado y angosto, a orillas de un arroyo que descarga en el San Juan, estaba compuesta entonces de una sola calle, que en su parte inferior presentaba habitaciones pobres, pero que en la superior ostentaba buenos edificios domésticos y comerciales, a la sombra de una buena iglesia, servida por celosos misioneros. Esa prosperidad, ese bienestar fueron interrumpidos hace poco por voraz incendio, que consumió lo mejor de Istmina y arruinó en un momento a sus principales vecinos. La invalidez moral del visitante de Istmina ha convertido los recuerdos del viajero en la simpatía actual más triste, porque al pensar, v. gr., en don Antonio Asprilla, ¿qué pudiera hacer por ese amigo el hoy aislado y cancelado visitante?”.

Al narrar en su “Sueño de la armonía bolivariana” y en el “Sueño de la unión” su viaje por estas regiones, el señor Suárez, grato y bondadoso, vuelve a aludir a esta ciudad en frases de expresivo sentimiento, así: “En el centro del Chocó pudimos conocer a Istmina, entonces rica y comercial, ciudad siempre amada, ayer próspera y hoy por desgracia convertida en ruinas”.

En realidad, Istmina era rica y generosa y sus habitantes hicieron al Presidente Suárez una de las mayores atenciones que quizás recibiera en aquellos tiempos el eminente mandatario. Fue el obsequio de voluminoso grano de platino extraído del lecho del río Iró, de muy cerca de 77 castellanos de peso, cuyo importe de $1.522,50, oro colombiano, se recolectó entre los siguientes caballeros y comerciantes de la época, quienes espontáneamente emularon en la cuantía de sus cuotas. Helos aquí:

A. & T. Meluk y Co.           $              200
Rumié Hermanos                              200
Rito E. Flórez                                     200
Antonio Asprilla A.                            200
Juan B. Malfitano                              100
Z. Casab & Cia.                                  100
Juri & Cobo                                         100
A. Abadía T. & Co.                                 50
Francisco de B. Carrasco                     50
Malluk Hermanos & Co.                        50
Ángel, Piñeres & Co.                              50
Rey & Torrijos                                         25
Luis Hurtado C.                                      25
Francisco L. Orozco                               25
K & B Meluk                                            25
Gorgonio Guerrero Rojas                       25
Simeón Gómez y Jacob Prado              25
Carlos Mario Lozano                              25
Trifón Cook                                              25
Manuel J. Guzmán                                  10
Abraham Cudsy                                       12,50
                                    Suma     $        1.522,50
(Datos tomados de archivo particular de Salomón Salazar G.)

Y después de la tragedia a la que se refiere este breve capítulo de historia, ha continuado Istmina correspondiendo a su civismo y a su generosidad, lo mismo que a su patriotismo del pasado. Los días de zozobra que hizo vivir al país el por fortuna solucionado conflicto con el Perú, la visita con que por demás la honró el Presidente López en noviembre de 1934 y otros importantes sucesos dirán con elocuencia cuál ha sido su actitud, a pesar de la molestia que la ha obligado a vivir la precaria situación por la que atraviesa. Al fondo de la defensa nacional aportó apreciable contingente, y al Presidente López dedicó esta capital del San Juan, con el concurso de sus municipios, un precioso grano de platino de 110 castellanos de peso y de subido costo.

La acción oficial, que en los últimos tiempos ciertamente no ha sido solícita, y la acción de los vecinos en patriótica cooperación, bien pudieran contribuir a reconstruir y a hacer más grande lo que la tragedia amenguara. Tenacidad, fortaleza, valor y espíritu público es cuanto parece que pidiera Istmina en cada aniversario de su incendio. ¿Por qué no prometer y procurar rehabilitarla?

El Heraldo, N° 482. Istmina-Chocó, 30 de abril de 1937, pp. 3-4



[1] Salomón Salazar G. Istmina. Ensayo monográfico radiodifundido por los micrófonos de la Voz del Chocó, en transmisión dedicada a la Provincia del San Juan. 27 de noviembre de 1938. En: Periódico ABC, N° 3444-Edición Extraordinaria. Quibdó, diciembre 17 de 1938. 16 páginas, página 2. Hemeroteca del Chocó. Reproducido en: Entre el fuego y el agua: La Historia de Istmina en La Voz del Chocó (1938). El Guarengue, 28 de julio de 2025: https://miguarengue.blogspot.com/2025/07/entre-el-fuego-y-el-agua-la-historia-de.html

[2] El Heraldo. Bisemanario independiente. Año VIII, N° 482. República de Colombia. Istmina. Abril 30 de 1937. 6 pp. Pág. 3-4. Consultado en: Hemeroteca del Chocó. https://hemeroteca.utch.edu.co/el-heraldo-1928/

N.B. Como punto de comparación sobre los aportes monetarios incluidos en el texto, puede tenerse en cuenta que el salario mensual del Intendente Nacional del Chocó era entonces de $300 aproximadamente.

06/10/2025

 Prioridades ambientales 
regionales del Chocó 
-Ecofondo 1995

**FOTOS: Archivo El Guarengue; Ronald de Hommel / WWF 2019 (Minera).

30 años antes
Hace 30 años, el ambientalismo aún era algo confuso para las comunidades étnicas y sus líderes en el Chocó, así como para quienes trabajábamos apoyando sus procesos. Aunque la Cumbre Mundial del Medio Ambiente, en Río de Janeiro (1992), había empezado a poner las cosas en su punto; para quienes en ese momento enarbolaban primordialmente las banderas de reivindicación étnica y territorial como fundamentos de su futuro, la militancia ambientalista aún se asociaba a simples preocupaciones ecologistas que no incluían el bienestar de los seres humanos y por ello poco o nada podrían aportar a su sólida causa. “La Ecología neutral, que más bien se parece a la jardinería, se hace cómplice de la injusticia de un mundo donde la comida sana, el agua limpia, el aire puro y el silencio no son derechos de todos, sino privilegios de los pocos que pueden pagarlos”; había escrito el gran Eduardo Galeano, en 1992, en "Úselo y tírelo", a propósito de la efervescencia ecológica del mundo.

Hace 30 años, los procesos de titulación colectiva de tierras de comunidades negras se encontraban en ciernes, y el departamento del Chocó tenía diez municipios menos que en la actualidad.[1] Ecofondo, oenegé que había sido fundada como un fondo ambiental participativo, en febrero de 1993, se encontraba sembrando semillas de gestión ambiental participativa, a lo largo y ancho de Colombia, a través de sus 12 unidades regionales, una de ellas en el Chocó; alcanzando progresivamente la credibilidad necesaria para que organizaciones como ACIA, ACADESAN, ACABA y OREWA, posteriormente OBAPO, accedieran a participar activamente en procesos que a la postre serían históricos dentro del ambientalismo colombiano, como la definición participativa de prioridades ambientales regionales y nacionales, con el auspicio de ECOFONDO.

Así, entre marzo y octubre de 1995, se llevó a cabo un novedoso y ampliamente participativo proceso de identificación y definición de prioridades ambientales del departamento del Chocó, que por la precaución aún necesaria para evitar que las jerarquías institucionales fueran a soslayar los componentes culturales y sociales de las comunidades chocoanas y sus territorios, privilegiando lo ecológico, se denominaron prioridades socioambientales.

Seis componentes: étnico-cultural, urbano, tejido social, políticas económicas y ambientales del Estado, condicionamientos nacionales e internacionales, y aspectos biofísicos de la región; constituyeron el marco conceptual que orientó metodológicamente el proceso, que se nutrió con caracterizaciones subregionales y regionales previas y con una detallada revisión bibliográfica. Los problemas identificados y categorizados a través de una matriz de análisis estructural fueron contrastados uno a uno con los componentes conceptuales, a través de una matriz de análisis multicriterio; tanto para las doce zonas en las que se subdividió el territorio chocoano, como para el departamento o región en conjunto.

Publicado por Ecofondo en octubre de 1995,[2] en el estudio se identificaron 36 problemas ambientales claves, con la participación de más de 150 líderes étnicos, institucionales y urbanos. A partir de dichos problemas se establecieron 10 prioridades ambientales regionales para el departamento del Chocó,[3] que son las que se presentan a continuación, y cuya vigencia, validez o actualidad serían un buen tema de discusión y debate treinta años después.

1.  Construcción y ejecución de un plan de desarrollo apropiado a las características ambientales y socioculturales del región.

Es urgente que en el tratamiento de la problemática ambiental del Chocó se supere el reduccionismo de la falsa oposición entre desarrollo y preservación o conservación de los recursos naturales, que conduce al tratamiento de ambos temas desde perspectivas separadas, poco relacionadas y equívocas en su concepción.

Para ello se debe abordar la construcción colectiva de un modelo de desarrollo realmente alternativo, en donde el criterio fundamental sea el logro del bienestar pleno de la población chocoana, cuyas estrategias adaptativas no riñen con una gestión adecuada del territorio; y donde el punto de partida sean las condiciones étnicas, socioculturales y ambientales de la región.

Este plan debe salvar la actual dispersión de la planificación misma del desarrollo por parte del Estado, pues actualmente el futuro del Chocó está atravesado por múltiples propuestas.

2.      Control efectivo de la explotación forestal y minera de pequeña, mediana y gran escala

Es necesaria la implementación de una política clara en materia de control, legal y de hecho, del modelo extractivo de los recursos naturales que se le ha impuesto a la región chocoana. De tal manera que se vayan ganando condiciones objetivas de favorabilidad para un plan de desarrollo verdaderamente alternativo para la región.

De este modo se puede controlar tanto la degradación de los componentes biofísicos del territorio chocoano, como la dependencia económica monoextractivista de la población, reduciendo así los efectos antrópicos sobre el componente biofísico.

Esta tarea, de proporciones gigantescas, debería estar acompañada de una búsqueda seria y comprometida en el campo de la recuperación y el fortalecimiento de prácticas que forman parte de los sistemas productivos tradicionales, las cuales se encuentran actualmente en crisis; pero históricamente se han mostrado eficaces em la gestión territorial, ambientalmente sanas y socialmente justas.

3.      Identificación e impulso de alternativas económicas de beneficio comunitario

Se trata de emprender con rigor y seriedad, dentro de planes de desarrollo adecuados, la búsqueda de alternativas económicas que permitan una gestión más adecuada a la realidad ecológica y cultural de la región, mediante estrategias de producción basadas en el bosque y en el conocimiento colectivo de la población, que lleven a fortalecer su identidad cultural y a mejorar sus niveles de bienestar. Dichas alternativas, por supuesto, deben entrar a solucionar la gran deficiencia de las redes de comercialización, que son hoy un cuello de botella para las economías subregionales del Chocó.

4.   Mejoramiento sustancial de los niveles de coordinación y de voluntad política entre las instituciones estatales

Para lograr todo lo anterior se hace necesario ganar la voluntad política suficiente para que, en una acción mancomunada entre las instituciones del Estado y las organizaciones sociales de los pueblos negros e indígenas, se llegue a la construcción colectiva de estrategias de desarrollo que conduzcan a la planeación y operativización de una verdadera gestión ambiental regional, que dé respuestas eficaces a la crisis actual.

Tal hecho debería conducir a -y estar acompañado por- una mejoría sustancial de los niveles de coordinación interinstitucional del Estado en la región, cuyas deficiencias llevan a la ineficiencia, la colisión de competencias y la multiplicación de acciones repetitivas, acarreando altos costos financieros, administrativos, socioculturales y ambientales.

Portada y primera página interior de la publicación del trabajo de Prioridades Ambientales del Chocó, octubre 1995.

5.    Diagnóstico ambiental de la región

La carencia de información precisa sobre la calidad actual y futura de los ecosistemas de la región chocoana es un vacío que afecta la gestión actual y la planeación del desarrollo regional, sobre todo en el orden estrictamente ecológico. Pues, como ya se anotó, se ignoran los datos precisos sobre el patrimonio biofísico del Chocó, los impactos que ha sufrido y los efectos posibles.

Por lo mismo, en una acción coordinada entre las autoridades ambientales y las autoridades oficiales en general, tanto a nivel local como regional y nacional, se debe emprender perentoriamente esta labor de diagnóstico, empezando por recopilar la información dispersa.

El Diagnóstico Ambiental Regional, realizado de manera integral y holística, sería una base sólida para la planeación del desarrollo del Chocó.

6.      Protección y recuperación de áreas y ecosistemas críticos y estratégicos en la región

Los incalculables daños ecosistémicos que ha sufrido la región chocoana, como producto de las prácticas inadecuadas de producción propias de las economías de enclave, deberían ser objeto de un tratamiento especial.

Para ello, y con base en el Diagnóstico Ambiental Regional, debe emprenderse la tarea de protección y recuperación de ecosistemas críticos y estratégicos o especiales, tales como ciénagas, manglares, cativales, ecosistemas marinos y coralinos, entre otros.

Dicha acción integral debe tener una fuerte base de participación comunitaria, para garantizar mayores niveles de eficacia y de apropiación regional de la tarea.

7.      Reconocimiento de la propiedad colectiva de territorios a los grupos étnicos de la región

Con el propósito de garantizar mayores niveles de adecuación en la gestión ambiental del Chocó, se debe acelerar el proceso de reconocimiento jurídico de la propiedad colectiva de territorios étnicos; ya que los pueblos indígenas y negros han demostrado históricamente su capacidad de gestión sostenible, que ha sido garantía para la supervivencia de las condiciones ambientales de la región, a pesar de la economía extractiva.

Esta acción, acompañada de alternativas económicas de beneficio comunitario, de estrategias adecuadas de desarrollo y de una gestión ambiental correctamente planificada, ejecutada y coordinada, será básica para el futuro de la región.

8.      Fortalecimiento de los procesos de organización social de la población chocoana

La necesaria, adecuada y racional interlocución entre el Estado, los empresarios y las comunidades negras e indígenas del Chocó solo será posible si se contribuye a fortalecer institucionalmente los procesos organizativos de la población, en su doble carácter social y étnico.

El apoyo logístico, financiero y de capacitación a las organizaciones sociales del Chocó redundará en el fortalecimiento de su capacidad de participación efectiva, de negociación y concertación; de modo tal que la población entre a ser sujeto pleno de sus derechos y de su propio desarrollo y el de su región.

9.   Control efectivo de procesos de colonización y procesos de concentración individual de la propiedad de la tierra en la región

La presencia de otros sistemas productivos, lo mismo que de otras lógicas de relación entre la sociedad y la naturaleza, son factores que han escindido los esquemas culturales de comunidades negras e indígenas en el Chocó; además de que han ocasionado ingentes daños en las relaciones y el equilibro de los ecosistemas regionales.

Por ello, es tarea prioritaria identificar, diseñar y ejecutar mecanismos eficaces de control para estas problemáticas, no con el ánimo de aislar a la región en términos de sus relaciones con el resto de la sociedad colombiana, sino con el propósito de aminorar factores de crisis y condicionar las presencias foráneas a unos claros criterios de sostenibilidad en lo productivo y en lo ambiental, y de respeto a la diferencia en cuanto a la étnico-cultural.

10.  Planes especiales de reforma urbana adecuados al medio ambiental y sociocultural de la región

La dinámica ambiental y sociocultural de la región chocoana no permite la ejecución de los modelos de urbanismo y urbanización que, hasta el presente, se han venido imponiendo; los cuales no son más que copias deficientes de esquemas foráneos y funcionales en otras condiciones ecosistémicas y socioculturales. Los resultados, que fueron analizados en extenso en otro aparte de este informe, muestran que este ha sido un factor agravante de la crisis regional.

Es, pues, labor urgente la reconceptualización y el diseño de planes especiales de reforma urbana para los espacios de este orden que existen en el Chocó, adaptando el espíritu de las normas vigentes sobre la materia a las condiciones y la realidad propias de la región.

30 años después
Distrito Regional de Manejo Integrado 
“Selva Pluvial Central Siete Sabias - 
Esperanza de Vida”. Quibdó y Atrato.
FOTO: Codechocó / El Espectador, 2024.
Treinta años después de este trabajo pionero, en el territorio chocoano se han incrementado la cobertura y el número de áreas naturales protegidas, así como son extensas las áreas territoriales de propiedad colectiva de comunidades negras y los resguardos indígenas; el río Atrato -en una sentencia histórica- fue declarado sujeto de derechos; y las menciones a la biodiversidad son ahora parte imprescindible de cuanto discurso 
institucional, promocional o electoral, se publica o se pronuncia en la región... No obstante, abunda el mercurio en las aguas de los ríos, por efecto de una minería a la que de pequeña o mediana le quedó solo el apellido; la madera sigue saliendo por kilómetros cúbicos de unos bosques que, aunque no hayan desaparecido del todo en la primera década del presente siglo, como predijo el Proyecto Biopacífico que ocurriría, sí están cada vez más deteriorados; sin que sepamos a ciencia cierta el estado de los ecosistemas y de las especies de flora y fauna de los mismos. De modo que la región chocoana es cada vez menos el resumen de toda la riqueza de la selva húmeda tropical, como hace no más de medio siglo dijera Alwin Gentry,  aquel genio malogrado del Jardín Botánico de Misuri.


[1] En 1995, el Chocó estaba conformado por 21 municipios: Quibdó, Istmina, El Carmen de Atrato, Lloró, Bagadó, Bojayá, Riosucio, Unguía, Acandí, Juradó, Bahía Solano, Nuquí, Alto Baudó, Bajo Baudó, Nóvita, Sipí, Condoto, Tadó, San José del Palmar, Litoral del San Juan y Cantón de San Pablo.

[2] Centro de estudios regionales del Pacífico y ECOFONDO-Unidad Regional Chocó. Prioridades Socioambientales del Departamento del Chocó. 277 páginas. Ilustraciones, fotografías, mapas, gráficos.

[3] Ibidem. Pág. 263-268