Estampas quibdoseñas VI
—Gitanerías y adivinaciones—
Cuando uno se percataba de su presencia, por más temprano que fuera en la mañana, ya estaban caminando desde los lados del convento y la iglesia hasta la cabecera del pueblo, curioseando por los puertos de la orilla del río, arrimándose -sin llegar del todo- hasta las canoas cargadas de plátano o pescado de los campesinos atrateños… O recorriendo sin prisa las carreras primera, segunda o tercera, admirando la majestad de madera de las casas de dos o tres pisos, con sus balcones volados de bolillos torneados y cenefas en las claraboyas, con sus techos de zinc a cuatro aguas, con sus grandes salas parcialmente ocultas tras los biombos de madera, y con sus tiendas y almacenes espaciosos y amplios como la variedad de su surtido y de los acentos de sus propietarios... O caminando lentamente por el Parque Centenario, sentándose en sus bancas de cemento o en las escalinatas del monumento a César Conto, el liberal más liberal de todos los liberales del país liberal, donde ellas solían admirar la broncínea perfección del busto del prohombre elegantemente trajeado y con un libro en su mano derecha, bien asido y apoyado en su pecho, que ellas solían recorrer con los dedos finos y largos de sus finas y largas manos, de finas uñas, tan bien arregladas como sus cejas y como las pestañas de sus magníficos ojos… O caminando con soltura mientras miraban, con sonrisas leves dibujadas en su rostro y como si evocaran a los suyos que las esperaban en tierras lejanas, a los niños que jugaban en los columpios y toboganes o en la rueda del Parque Infantil, al frente del Hotel Citará, que también sus ojazos curiosos admiraban… O contemplando, evidentemente maravilladas, la monumentalidad del Palacio Intendencial, que debía parecerles una joya de la arquitectura local, a juzgar por el tiempo que dedicaban a observarlo... O dejando que su vista se perdiera cielo arriba, junto a la terraza del Ocho Pisos, donde el único ascensor del pueblo subía y bajaba llevando y trayendo a empleados que ahí trabajaban o a mandaderos y mensajeros o a muchachitos curiosos que tenían por diversión ir hasta ese edificio de la Beneficencia del Chocó para experimentar el sube y baja del entonces novedoso aparato… Y así, sucesivamente, en recorridos tan largos y pausados que, si a uno no le hubieran contado quiénes eran, uno podría haberse imaginado que venían de paseo, convencidas por los relatos de sus antecesoras y su recomendación de no perderse de conocer esta ciudad que, en medio de la selva y a orillas de tan esplendorosos ríos, tenía su gracia y era, además, la capital del departamento que le servía de esquina a Colombia y a Suramérica, y las conectaba con Panamá y con Mesoamérica.
Eran las gitanas, que según nos habían explicado en la casa, en la escuela y en los vecindarios, andaban por el mundo entero adivinándole la suerte a la gente, prediciendo el futuro y vaticinando albures y fortunas, fatalidades y sinsabores. De ahí que, cuando su tour mañanero concluía, dejaban de fijarse tanto en edificios y paisajes, y empezaban a fijarse más en hombres y mujeres, jóvenes y adultos, a quienes -de modo bastante convincente y sugestivo- ofrecían de diversas maneras sus dotes adivinatorias. A algunos los tomaban de la mano y les soltaban algún dato que los hacía sonreír, tanto porque resultara cierto como porque la persona abordada deseara que lo fuera: asuntos de amores posibles (o imposibles) casi siempre funcionaban con las mujeres y los hombres más jóvenes, con apariencia de soltería; los más adultos eran más propensos a ceder ante las referencias a la suerte laboral, familiar o económica, aunque también a las alusiones -sutiles, más no etéreas- sobre lealtades de sus parejas o existencia probable de intromisiones y problemas en sus relaciones.
Una vez captada la atención y pactada la adivinación, con sus ojazos iluminándolo todo, cada gitana se sentaba con su cliente o clienta en el sitio que acordaran: una banca del parque, la mesa apartada de un café, la sala de su propia casa o de una casa vecina. Allí, durante un buen rato, las gitanas escrutaban formas, tamaños y configuración de las manos, y examinaban una a una y en conjunto las líneas de la palma de la mano de su cliente o clienta: extensión y firmeza, tenuidad o delgadez, visibilidad o profundidad de cada línea, e intersecciones, continuidades y discontinuidades entre ellas, sus puntos de origen y finalización, sus trayectorias y ramificaciones…, que les permitían colegiar y exponer certezas y posibilidades del presente, alertas del futuro y huellas del pasado, en la vida de sus clientes.
¡Esas gitanas saben mucho!, solían decir la mayoría de gentes cuyas manos habían sido leídas. Y repetían, incluyendo con frecuencia predicciones de su propia cosecha, lo que las gitanas les habían vaticinado, adivinado y predicho. De esas inventivas de la propia cosecha de la clientela de las gitanas surgió la creencia de que, en la palma de cada mano, con mayor o menor claridad según la persona, las líneas trazaban una M mayúscula que en la izquierda significaba Matrimonio y Muerte en la derecha; que dizque porque esas eran las dos certezas principales de la vida. O aquel otro bulo según el cual si uno no tenía una línea firmemente delineada de izquierda a derecha, que le cruzara la mano en diagonal, su vida no sería muy larga y mucho menos si la bendita línea se interrumpía o difuminaba en cualquier punto de su recorrido… Ocurrencias ambas que terminaron convertidas en leyendas urbanas y durante mucho tiempo se repitieron no solamente en las charlas nocturnas de vecindario, sino incluso en los patios de recreo de las escuelas primarias de niñas y de niños.
Del mismo modo, pero con la baraja española, procedían las gitanas con quienes elegían como método de adivinación la lectura de las cartas, en vez de la palma de la mano. Oro, copa, espada y basto, cada una según su valor o majestad, las coloridas y un poco extrañas cartas, que las gitanas guardaban en coquetos estuches de herméticas tapas, hablaban; pero solamente después de que la gitana las barajaba y le ofrecía el mazo al cliente o a la clienta para que lo partiera en dos o en tres o en cuatro montones y fuera eligiendo cartas, que revelarían -una tras otra o en conjunto- las gracias y desgracias, las fortunas y los infortunios, las realidades y las posibilidades del presente, pasado y futuro de la propia vida y de las vidas cercanas… Al igual que a las líneas de la palma de la mano, también a la baraja se le podían formular preguntas, cuyas respuestas solía armar la gitana con datos que obtenía de las respuestas de su cliente a las preguntas adicionales que ella le hacía antes de responderle la pregunta que él o ella hubieran formulado.
Andaban siempre juntas, en parejas o en tríos, y solo se separaban para atender su misión de ayudarle a los clientes a comprender las minucias de sus vidas. Por lo general, eran gráciles aquellas gitanas. Las siluetas curvas de sus caderas se ajustaban a sus faldas amplias y floridas, que les llegaban hasta los tobillos y marcaban sus cinturas antes de que la tela de zaraza estampada desplegara su vuelo a lo largo de sus piernas siempre ágiles y extensas, que remataban en unos pies a los que se les notaba que estaban acostumbrados a caminar entre sus sandalias casi siempre blancas. Eran bonitas sus blusas de tela de opal, que delineaban sin estrujar y exponían sin exhibir cada centímetro del torso de las gitanas; mientras que sus pañoletas, a veces turbantes, recogían el pelo adelante, dejando que el resto de sus largas cabelleras lustrosas se derramara en cascada sobre la espalda semidescubierta. De vez en cuando, una que otra de las gitanas se tejía una trenza, que lucía colgando hacia adelante, recostada galantemente sobre uno de sus hombros y cayendo sobre su pecho.
De sus orejas -sin falta- pendían zarcillos largos o grandes candongas, en las manos llevaban pulseras que sonaban cuando las gitanas caminaban o gesticulaban al hablar, y en sus dedos, incluyendo el pulgar, tres o cuatro anillos de distinto brillo y calidad. De sus vistosos collares, en los que se notaba un detallado trabajo de bisutería, con frecuencia colgaban relicarios y guardapelos con delicados detalles de joyería. Sus labios perfectamente pintados de carmesí completaban el conjunto de sus caras, tan diferentes a cuantas habíamos visto hasta entonces, embellecidas por la profundidad enorme de sus ojos, generalmente negros, a veces del color de la melaza fresca o de la miel pura, pero siempre brillantes y vivaces como la luna en plenilunio o el sol en su cenit.
Un día las gitanas se marcharon para siempre. O jamás regresaron. Ocurrió después del incendio del 26 de octubre de 1966, en el cual ardieron la mayor parte de los lugares y de las edificaciones que a ellas tanto les gustaba recorrer en las mañanas, antes de comenzar a adivinarle la suerte a la gente de Quibdó.
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| Así era la ciudad que quemó el incendio de 1966. Quibdó, Carrera Primera, 1965. FOTO: Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó. |


Seguramente fueron Emisarias del Famoso Gitano Melquiades...
ResponderBorrarGracias, Julio César! Qué buena tu memoria e investigación de estas fugaces visitantes y, entre otras, jamás volvieron. Saludos.
ResponderBorrarJorge Valencia Valencia