lunes, 4 de marzo de 2024

 Dos acontecimientos históricos
en la vida de Arnoldo Palacios

>>Su singular autobiografía, compuesta por 105 relatos, es algo así como la prehistoria de la vida pública de Arnoldo Palacios y un retrato o un collage del Chocó de los tiempos de su infancia. FOTOS: Planeta y Centro Virtual Isaacs.

Los 105 relatos de Arnoldo Palacios contenidos en las 350 páginas de su libro Buscando mi madredediós son simultáneamente el testimonio de los primeros años de su vida en Ibordó, Cértegui y Quibdó, y un collage de la historia genuina, vívida, de lo que ocurría en aquellos tiempos en todo el Chocó.

Arnoldo deja que su memoria discurra y fluya en cada relato, con la misma naturalidad de los ríos y quebradas en los que transcurrió su infancia: a veces mansos y tranquilos, como lagos andantes; otras veces impetuosos como mares de agua dulce y azarosas olas. Como el oro de su tierra convertido en memorable alhaja por la filigrana del joyero, la memoria portentosa de Arnoldo es transformada en relato fresco y espontáneo por su enorme capacidad narrativa, vivaz y sincera como su carcajada, rica como la selva donde se crio, inconmensurable como la imaginación con la que creció; de modo que cada vez que uno lee un relato de este libro es como si él mismo, el propio Arnoldo, estuviera ahí volviéndoselo a contar a uno por primera vez.

Así que esta semana, en El Guarengue, Arnoldo Palacios nos cuenta que hubo una vez en la que él creyó que el doctor Julio Figueroa Villa, eminencia chocoana de la medicina, que comenzó a trabajar en el hospital de Quibdó en 1935, cuando Arnoldo aún era un niño, le curaría su poliomielitis. Cómo se imaginaba a Quibdó, treinta veces más grande que Cértegui. Y cómo -a través de las palabras de su hermana Elba, primero, y de Diego Luis Córdoba, después- descubrió que la conciencia social, étnica y racial lo “llenaba de algo semejante a un buen vaso de agua cuando se tiene sed y se lo bebe”.

El miércoles 31 de agosto de 1949, el periódico El Universal, de Cartagena, a cuya nómina de periodistas pertenecía en ese momento Gabriel García Márquez, reseñó el viaje de Arnoldo Palacios hacia París. En una entrevista publicada en 2015, poco antes de su muerte, Arnoldo contó que había hablado con Gabo, en Cartagena, antes de su viaje. Y que el propio Gabo le mostró la edición del periódico  en donde aparecía, sin firma, una nota de despedida que él mismo había escrito: "Cuando me fui a Francia, fui a tomar un barco en Cartagena y unos amigos de un primo artista, José León Moreno, que era amigo de él, fueron a saludarme. García Márquez también fue y estuvimos hablando. Nos despedimos y al día siguiente llegó al muelle con un doctor a buscarme y cuando sonaron las sirenas él se metió la mano al bolsillo y sacó el periódico El Universal, donde él había escrito una despedida sobre mí" (El Tiempo, Revista Bocas N° 46, septiembre 2015).

Más de medio siglo después de hacerse a la mar en Cartagena, Arnoldo regresó al país. Se había ido a buscar su madredediós. En el trayecto, había hallado la gloria. Y este libro, singular autobiografía, es testimonio de los momentos primigenios de ese periplo, algo así como la prehistoria de la vida pública de Arnoldo Palacios.[1]

Julio César U. H.
Marzo 04 de 2024.

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XCV • EL DOCTOR FIGUEROA VILLA, TAUMATURGO

Junto al animado relato del éxito de su viaje, oímos de labios de mi mamá una noticia extraordinaria: había llegado a Quibdó, haciendo milagros en el hospital, un médico llamado Julio Figueroa Villa.

«Dicen -repetía mi mamá- que es una cuchilla incomparable. Enfermo que él no sana, no tiene cura y no le queda más esperanza que irse al cementerio. Le han subido gentes ya en el artículo de la muerte que se han bajado cantando de la mesa de operación».

Lo dicho por mi mamá me trastornó: aguardaba el instante en que ella hablara de mi caso. Seguro, se pondría de acuerdo con mi papá, me mandarían adonde ese médico. Mi desasosiego provenía de una emoción no relacionada con la posibilidad de ver al doctor Julio Figueroa Villa, sino con la proximidad de mi visita a Quibdó capital de la Intendencia, ciudad grande, a orillas del Atrato, río diez veces más grande que el Quito y el Cértegui reunidos, y larguísimo, que iba a desembocar al mar. En Quibdó atracaban buques de paquete, como casas; en Quibdó había colegios, donde estudiaban quienes después llegaban a ser maestros y maestras. En Quibdó había doctores de leyes y de medicina, varios curas, monjas, esas mujeres que al salir a la calle para trasladarse de su convento a la iglesia andaban con la cara tapada para no ver el mundo, para no pecar. Quibdó, según decían, era por lo menos treinta veces más grande que Cértegui. De un instante a otro se me presentaba la ocasión de conocer algo grandioso.

Sin embargo, la presencia de Quibdó, ya casi ante mi cara, se desvaneció. Mi mamá no habló de mí esta vez, mi papá tampoco. Las hazañas del doctor Julio Figueroa Villa no se extendían hasta hacer caminar sin muletas a alguien como yo. En cambio, sí podía operar a mi hermanito Eleazar y hacerlo orinar a chorro, sin dolencias. En el acto lo hicieron venir de Ibordó y lo despacharon para Quibdó, de donde regresó orinando en un abrir y cerrar de ojos; esto cambió su destino, pues, Eleazar no quiso volver a Ibordó. Permaneció en Cértegui, ayudando a mi papá y a mi mamá en el manejo del negocio. A pesar de ser prácticamente un adulto, manifestó que no se pensaba quedar enteramente bruto y se metió a la escuela.[2]


XCVII • ELBA - DIEGO LUIS CÓRDOBA - LA REVOLUCIÓN

Por aquellos años, surgió en el Chocó un movimiento político que había sacudido las entrañas del departamento. Hasta los niños nos habíamos dado perfecta cuenta de pertenecer a la raza negra. La mayoría de todo el departamento estaba habitada por negros. Pero el negro no tenía derecho a muchas cosas. Los negros no llegaban a ser doctores porque se les ponía mucha traba en los estudios; tampoco podían tener puestos importantes en el gobierno. Un blanco podía pegarle a un negro si el negro le reclamaba algún derecho; y si el negro se quejaba ante las autoridades a causa de la ofensa, más bien arriesgaba irse a la cárcel, pues las autoridades eran blancas. Una muchacha negra no alcanzaba a ser maestra porque no le permitían hacer estudios en el Colegio de la Presentación, regido por monjas blancas, para muchachas blancas. Si acaso, una mulata, tirando más a blanca que a negra y con el pelo liso, podía tener la suerte de ser aceptada en el Colegio de la Presentación. Decían en Cértegui, y esto más bien era que lo repetían, pues en todo el Chocó lo proclamaban, que los negros ya no iban a seguir aceptando ese trato.

Mi hermana Elba figuraba como una de las muchachas más inteligentes de su generación, si no la más. Mi papá y mi mamá aspiraban a que Elba fuera maestra. ¿Cómo hacer si las negras no hallaban cupo en el Colegio? Así, a nosotros nos concernía directamente esa revuelta de los negros contra un puñado de blancos. Mi papá, además de jefe del partido liberal, fue reconocido como cabeza del nuevo movimiento que aspiraba a realizar una revolución, palabra utilizada al respecto por todo mundo. Nuestra casa se llenaba de gente por la mañanita, al anochecer, durante todo el día los sábados y domingos.

Estábamos cerca de elecciones para el Parlamento. Mi papá recibía noticias, periódicos, hojas volantes; daba instrucciones, explicaba, daba órdenes. La gente, desenterrándose de sus orillas, acudía al pueblo, curiosa de informarse personalmente acerca de esa nueva era que se avecinaba para todos los negros. Muchos llegaban sin dinero, sin con qué comer durante la estadía; numerosos los que se presentaban casi desnudos, con el mero taparrabo utilizado en sus orillas; otros vestían viejos pantalones remendados con telas de diferentes calidades y colores, pero carecían de camisa. Mi papá, animado por su estricto sentido de solidaridad, lo cual llenaba de confianza a toda aquella gente, les daba lo necesario. Evidente, esa campaña política, como aquella por el triunfo del partido liberal, 1930, con Olaya Herrera, le costaba a mi papá mucho, mucho, dinero.

El candidato de los negros, jefe de toda esa revolución, se llamaba Diego Luis. Dizque era un orador superior a Dumas Pompilio. Había nacido en Neguá, un pueblito de mala muerte, más chiquito que Cértegui, donde nunca había habido luz eléctrica ni carro. El papá, minero, no sabía leer ni firmar su nombre. En su niñez, su hijo Diego Luis también había trabajado mina, sembrado plátanos y hasta aprendido a labrar bateas y a manejar la palanca viajando en canoas entre su pueblo y Quibdó. Pero ese niño había resultado tan inteligente que el papá tuvo que mandarlo a estudiar fuera del Chocó. Se había graduado de doctor en abogacía, en Medellín, llegando a ser tan importante que, incluso, se había casado con una blanca. El único que se le podía parar en la historia de Colombia era el negro Robles. Se hablaba del doctor Diego Luis como que fuera más grande que el padre Luis Demetrio Salazar.

«¿Quién es el negro Robles, papá?»

«Su nombre completo era Luis A. Robles. Durante la hegemonía de los conservadores, por espacio de cuarenta y cinco años, hubo un periodo en que el partido liberal apenas tenía dos o tres representantes en el Congreso de la República: uno de ellos era Luis A. Robles, negro como nosotros. Una vez, un parlamentario, blanco, naturalmente, despreció a Robles, debido al color negro de su piel; al verlo entrar en plena sesión gritó:

«Señores, ¡se oscureció el recinto!»

«Robles que lo oye y toma la palabra:

«¡Negro! ¡Sí! ¡Pero no olvidéis que los huesos de mis antepasados blanquean todavía sobre las murallas de Cartagena, testigos de los combatientes de mi raza por la independencia de nuestra patria»!

Al terminar su discurso, Robles fue sacado en hombros por la multitud.

Robles había muerto hacía mucho tiempo. Diego Luis debía pasar por Cértegui, estaba haciendo una gira a través de todo el Chocó para que lo conocieran y oyeran de sus propios labios lo que él se proponía hacer por los negros, sus hermanos de raza. Por donde pasaba, la gente quedaba cautivada y lo seguía como a Cristo sus discípulos.

Al fin, un telegrama: Diego Luis Córdoba llegaría tal día, más o menos a tal hora; venía de Bagadó a Cértegui; tenía que, primero, cruzar el istmo entre los ríos Andágueda y Cértegui, atravesando a pie una trocha llena de culebras, arañagato, tigres, por donde el individuo ni siquiera sabía bien en qué trampa metía el pie; tenía que subir y bajar lomas; si llovía, en esos barriales se descalabraba hasta el putas. En la orilla del Cértegui el trayecto se continuaba embarcado. Por eso, la junta organizadora de la recepción envió desde temprano una canoa de dos palos para transportar a Diego Luis. Mientras tanto, mataron varias gallinas para hacer una cena con arroz seco y plátano frito. Prepararon una canoa con sábanas blancas, almidonadas; sobre una mesita pusieron una jarra de cristal, jabón, toallas. El balcón, desde el cual hablaría Diego Luis, con matas y flores. Todos estos preparativos ocurrían en nuestra casa. Yo tendría, pues, la oportunidad de estar, como se decía, al lado de un gran hombre.

De pronto se oyó un cañonazo, como cuando llegaba el padre Salazar. Corrió la gente. El pueblo temblaba con las pisadas.

Se destapó la chirimía: Pepe-pen, pen, pen / Pepe-pen, pen, pen / Bum, bum, bum.

Diego Luis, bien vestido, con una corbata negra y un sombrero blanco de fique, encabezaba el cortejo. Con él hablan venido otros tipos, que caminaban y miraban también como doctores. Frente a nuestra casa se detuvo la multitud. Diego Luis subió al balcón. Mi hermana Elba le dio la bienvenida.

Yo, al principio, creí que se trataba de algo así como una fiesta, semejante a una velada de un 20 de Julio, hecha de día y no de noche. Sin embargo, mi hermana Elba no estaba declamando una recitación. Por otra parte, me extrañó que mi hermana Elba no aprovechaba su retentiva prodigiosa, no se había aprendido de memoria lo que estaba hablando: lo estaba leyendo. Y no eran versos ni frases de libros, sino sus propios pensamientos, escritos por ella misma en ese papel que, de la emoción, le estaba temblando en las manos. Otra cosa: aquí, Elba no estaba hablando de mariposa vagarosa, rica en tintes y donaire; tampoco de tú niñito, tan bonito; ni mucho menos de espumas de la fuente, con sol resplandeciente.[3]

Nada de eso. Elba estaba hablando de opresión, de injusticia; exigía colegio para las muchachas negras. Y hasta amenazaba con que un día de estos la paciencia del pueblo se agotaría.

Ese discurso suscitó un frenesí superior al provocado por Dumas Pompilio en la velada memorable.[4] Naturalmente, su voz no se igualó a la de Dumas Pompilio. Pero había expresado, con sus propias ideas, cosas nuevas, idénticas a las que cada persona hubiese querido manifestar, de haber poseído ese don.

Diego Luis, complacido, la miró como quien dice: «¡Vaya, sorpresa admirable!», y le dio un abrazo. De seguido, el jefe se cuadró. Desde la tribuna, paseó una mirada, abarcando el paisaje circundante. Movió la cabeza, afirmativo, como quien dice: «Sí. Estoy entre los míos». Se irguió. Enarboló el puño cerrado en su brazo izquierdo: «¡Salud y revolución!».

Hizo una arenga contra las clases opresoras; contra los blancos asesinos de Manuel Saturio Valencia; en pro de la instrucción de los negros, forma de liberarse del yugo de la ignorancia. Y dijo frases resonantes, unas que no comprendí en absoluto, otras que se le quedaron revoloteando a uno en la cabeza como: «Todos los hombres nacen libres y permanecen iguales en derecho ... Las masas obreras y campesinas ... Proletarios de todos los países, unidos». Según me explicó luego mi papá, eran locuciones latinas aquellos pasajes que uno no captaba en absoluto.

El significado exacto de cada una de esas expresiones, nosotros no lo comprendíamos bien. Pero, de todos modos, sentíamos que era algo bueno para nosotros. Y la manera de decirlo, con arrogancia, sin vacilación, nos daba ánimos, nos llenaba de algo semejante a un buen vaso de agua cuando se tiene sed y se lo bebe. Se sentía uno como si, habiéndose dejado coger el sueño y ya siendo arrastrado por la corriente, para ser depositado, sin sentido, en cualquier bojeo, de pronto lo sacudieran a uno y le dijeran: «Mire, hombre: todas las cosas no eran como le habían dicho a uno que eran, como le habían hecho creer y aceptar a uno que eran ... y ya muchas cosas tendrán que cambiar y ser de tal y tal forma…».[5]



[2] Ibidem, pág. 317. Hemos conservado, para ambos relatos, los ordinales en números romanos con los que sus títulos aparecen organizados en el libro.

[3] N.B. Referencia a “El niño y la mariposa”, poesía de Rafael Pombo.

[4] N.B. Referencia a un compañero de pupitre escolar de Arnoldo Palacios en Cértegui, a quien él rememora en varios relatos de Buscando mi Madredediós. El relato LX del libro (Solio de la sabiduría) está dedicado en gran parte a contar quién era Dumas Pompilio.

[5] Arnoldo Palacios. Buscando mi Madredediós. Universidad del Valle y Ministerio de Cultura, 2009. 345 pp. Pág. 319-322.

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